Más coincidencias que diferencias
Que los sistemas normativos son en gran medida dependientes de la cultura, es una eterna objeción frente a la posible exigencia de una ética filosófica, es decir, una objeción a la discusión racional sobre el significado absoluto, no relativo, de la palabra “bueno”.(continuación)

Pero esta objeción desconoce que la Ética filosófica no descansa en la ignorancia de esos hechos. Todo lo contrario. La reflexión racional sobre la cuestión de lo bueno con validez general, comenzó, precisamente, con el descubrimiento de esos hechos: en el siglo V antes de Cristo eran ya ampliamente conocidos.

Ahora bien, ¿qué abona esa búsqueda? ¿Qué es lo que mueve a aceptar que las palabras “bueno” y “malo”, bien y mal, tienen no sólo un sentido absoluto, sino un significado universalmente válido? Esta pregunta está mal planteada. No se trata, en efecto, de una suposición o de tener que aceptar algo; se trata de un conocimiento que todos poseemos, mientras no reflexionamos expresamente sobre ello.

Si oímos que unos padres tratan cruelmente a un niño porque se ha hecho por descuido (pis) en la cama, no juzgamos que esa manera de proceder sea satisfactoria y por tanto “buena” para los padres, y “mala” por el contrario para el niño; sino que desaprobamos sin más el proceder de los padres, ya que nos parece malo en un sentido absoluto que los padres hagan algo que es malo para el niño. Y si oímos que una cultura acostumbra a hacer esto, juzgamos entonces que una sociedad tiene una mala costumbre. Y cuando un hombre se comporta como el polaco P. Maximiliano Kolbe que se ofrece libremente al bunker de hambre de Auschwitz para, a cambio, salvar a un padre de familia, no pensamos que lo que fue bueno para el padre de familia y malo para el Padre Kolbe sea, considerado en abstracto, una acción indiferente, sino que en ella vemos a un hombre que ha salvado el honor del género humano que sus asesinos habían deshonrado. La admiración surge allí donde se cuente la historia de este hombre, sea entre nosotros, o sea entre los pigmeos de Australia. Ahora bien, no necesitamos buscar casos tan dramáticos y excepcionales. Las coincidencias en las ideas morales de las distintas épocas son mayores de lo que comúnmente se cree.
Sencillamente, estamos sometidos de modo habitual a un error de óptica. Las diferencias nos llaman más la atención porque las coincidencias son evidentes. En todas las culturas existen deberes de los padres hacia los hijos y de los hijos hacia los padres. Por doquier se ve la gratitud como un valor, se aprecia la magnanimidad y se desprecia al avaro; casi universalmente rige la imparcialidad como una virtud del juez, y el valor como una virtud del guerrero. La objeción que se hace de que se trata de normas triviales, que además se deducen fácilmente por su utilidad biológica y social, no es ninguna objeción. Para quien tiene una idea de lo que es el hombre, las leyes morales generales que pertenecen al hombre serán naturalmente algo trivial; y lo mismo decir que sus consecuencias son útiles para el género humano.

¿Cómo podría resultar razonable para el hombre una norma cuyas consecuencias produjeran daños generales? Lo decisivo es que el fundamento para nuestra valoración no es la utilidad social o biológica; lo decisivo es que la moralidad, es decir, lo bueno moralmente, no se define así. Daríamos también valor al proceder del P. Kolbe aunque el padre de familia hubiera perdido la vida al día siguiente; y un gesto de amistad, de agradecimiento, sería algo bueno aunque mañana el mundo se fuera a pique. La experiencia de estas coincidencias morales dominantes en las diversas culturas, de una parte, y el carácter inmediato con que se produce nuestra valoración absoluta de algunos comportamientos de otra, justifican el esfuerzo teórico de dar razón de la norma común, absoluta, de una vida recta.
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