sábado, 3 de diciembre de 2022

Hechos y circunstancias

Noveno y último fragmento del artículo de Robert Spaemann titulado Einzelhandlungen, publicado en Zeitschrift für philosophische Forschung, 54 (2000), nº 4 . Publicado en Límites: Acerca de la dimensión ética del actuar, capítulo 4.

Del fragmento anterior

...existen también universales culturalmente invariantes que determinan la identidad de las acciones y que excluyen moralmente su redefinición por la sociedad. La crítica a los estándares morales sociales que no respetan esos universales es uno de los motores más importantes del progreso moral.

Acciones con significado propio

IV (b)

Un ejemplo de esos tipos de acción culturales es, antes que cualquier otro, el hablar. Qué clase de acción sea expresar proposiciones depende por un lado del significado de las palabras, y por otro del significado convencional de la respectiva expresión de esas palabras: puede tratarse, por ejemplo, de un saludo, de una exhortación, de una promesa, de una oración, de un elogio o de un reproche. Las acciones de hablar siguen siendo lo que son también cuando el agente, por ejemplo, las redefine mediante una
restrictio mentalis y privadamente da a las palabras para sí un significado con arreglo al cual una mentira no sería una mentira.

Los mártires cristianos murieron durante tres siglos porque rechazaban el recurso de dar a la dispersión de granos de incienso ante una imagen del emperador un sentido distinto del convencional, y porque consideraban el significado convencional incompatible con el orden natural de las cosas, conforme al cual solo a Dios corresponden honores divinos. Un recurso de ese tipo habría sido dar a sus palabras secretamente un significado distinto del previsto en el lenguaje al que pertenecen esas palabras. No se consideraban facultados a modificar ese significado, sino obligados a omitir la acción.

A los universales culturales les subyacen universales «naturales», esto es, antropológicamente invariantes. Saludar, exhortar, elogiar, reprochar y rezar con esas invariantes que encuentran su respectiva expresión concreta en tipos de acción culturalmente determinados. Hay acciones tales que el «objeto» que las define no es realizado por ellas de modo mediado simbólicamente, sino inmediatamente, por más que esa realización inmediata casi siempre esté inserta en ritualizaciones culturales. Como ejemplo cabe mencionar comer, beber, las relaciones sexuales y matar. Es interesante que Tomás de Aquino no cuente la inserción cultural de esas acciones entre las circunstancias concomitantes que sirven para determinar la calificación moral de la acción, sino entre las circunstancias que modifican el tipo mismo de acción, el «objeto» de la acción. Así, para él las relaciones sexuales conyugales son un tipo de acción distinta que el adulterio, y el robo en una iglesia es un tipo de acción distinto que el robo profano, a saber, es un sacrilegio.

La «naturaleza de una acción» -es decir, aquello en virtud de lo cual es identificable a la vez como esta acción y como una acción de este tipo- es lo que respondemos a la pregunta «¿qué estás haciendo?». Se trata siempre de un contenido significativo intencional de naturaleza teleológica. Toda acción versa directamente sobre algo que por regla general es distinto de aquello por lo que se efectúa la acción, esto es, del «motivo». Ese contenido directo que define la acción se distingue del «aquello por mor de lo cual», esto es, del motivo, no solo en virtud de su mayor o menor cercanía, sino también cualitativamente. El motivo es algo que el agente mismo quiere y por mor de lo cual quiere lo otro que quiere. Puede suceder que en realidad el agente no quiera en modo alguno el «objeto» de la acción, sino que solo lo considere como un precio que tiene que pagar para conseguir lo que realmente quiere. Quien entrega su billetera a un atracador no quiere deshacerse de su dinero, sino salvar su vida. Pero esto no cambia nada el hecho de que se trata de la acción de entregar el dinero, pues el agente quiere entregar el dinero para salvar su vida. Y la acción de quien mata a una persona, o contribuye a darle muerte, para salvar la vida de otras muchas personas no puede ser descrita como una acción de salvar vidas, por más que obedezca al motivo de salvar vidas, sino solo como un homicidio. Igualmente, quien para ganar una apuesta u obtener una condecoración salva la vida a alguien que se está ahogando, ha efectuado la acción de salvar una vida, sean cuales sean sus motivos.

Que la acción mala no sea rehabilitada por el motivo bueno, mientras que el motivo malo reduce el valor moral de la acción buena, o incluso la corrompe, no cambia nada el hecho de que la identidad de la acción en cuestión, una identidad que se funda en un contenido significativo universal, no se ve afectada por la calidad del motivo. De lo contrario, el actuar humano perdería su transparencia análoga a la del lenguaje, se tornaría irremisiblemente monológico y se sustraería al entendimiento intersubjetivo.


domingo, 27 de noviembre de 2022

Mejorando el mundo

Octavo fragmento del artículo de Robert Spaemann titulado Einzelhandlungen, publicado en Zeitschrift für philosophische Forschung, 54 (2000), nº 4 . Publicado en Límites: Acerca de la dimensión ética del actuar, capítulo 4.

Del fragmento anterior

...hablar de causas y efectos tiene su origen precisamente en la idea de acción, pues la suposición contrafáctica que subyace a toda afirmación causal –si no hubiese sucedido A no habría sucedido B- presupone el paradigma de acciones que hubiésemos podido omitir. Objetivamente el agente, en virtud de determinadas acciones, es causa de todo lo que se sigue de esas acciones. 

Actuar no es indiferente

IV (a)

El consecuencialista hace de él la causa también de todo lo que sucede y habría sucedido de otro modo si hubiese actuado de manera distinta a como lo hizo. Esta idea de
«omisión» ampliada infinitamente anula el sentido de esta idea igualmente que la universalización anula el concepto de responsabilidad. El de omisión solo puede ser designado como un acto propio, análogo al de la acción y del que haya que responder, cuando se lo pueda poner en relación con determinadas acciones que representen una posibilidad alternativa real, y no con una indeterminada cantidad de acciones. En todo caso, por regla general no tenemos conciencia de ser causa –ni siquiera involuntaria- de todos los males que hubiésemos podido evitar mediante actos enteramente extraordinarios, mientras que sí nos atribuimos causalidad de los acontecimientos que no se habrían producido si ni hubiésemos actuado como lo hicimos. Basta sustituir la palabra «acción» por la palabra «comportamiento» para hacer desaparecer esa diferencia. Ahora bien, la palabra «comportamiento», a diferencia de la palabra «actuar», no designa algo específicamente humano; comportamiento también lo tienen los animales.

En las reflexiones del starets Zosima en Los hermanos Karamazov se encuentra realmente la idea de la responsabilidad universal de cada persona por todo el mal del mundo. Es una idea «mística» y poder pensarla en referencia a uno mismo es para el starets el criterio de perfección espiritual. No quiero indagar aquí el contenido de verdad de esa idea. En Dovstoyevski es, en todo caso, exactamente lo contrario de una máxima de acción consecuencialista. No dispensa al hombre de respetar las normas de acción deontológicas reconocidas universalmente, sino que ve en la violación de cualquiera de esas normas una contribución al empeoramiento del mundo, mientras que, a la inversa, en Crimen y castigo es precisamente Raskolnikov quien justifica su crimen consecuencialistamente. Por ello, la idea de responsabilidad universal en Dostoyevski no proporciona contenido alguno de cara a orientar la acción.

Qué tenemos que hacer es algo que sabemos sin cálculo consecuencialista. Cuando no hemos hecho lo que habríamos debido hacer, tenemos que saber que hemos hecho peor el mundo como un todo. Las acciones no son buenas o malas porque hagan mejor o peor el mundo, sino que hacen mejor o peor el mundo por ser buenas o malas. Esta idea presupone una moral «deontológica» clásica y la correspondiente teoría de la acción, pero en su núcleo no es una idea moral, sino una idea mística.
Si las consecuencias de nuestro actuar no previsibles a largo plazo fuesen imputables al agente en un sentido moralmente relevante y calificasen la acción, el actuar responsable no sería posible en modo alguno. Por ello, en la descripción de la acción solo es posible incluir las consecuencias previsibles o, lo que es equivalente, la asunción consciente del riesgo de determinadas consecuencias posibles, pero tal descripción va ya asimismo más allá de una definición de la acción en sentido estricto.

Desde luego, no es moralmente irrelevante, pero moralmente relevante lo es no solo la «naturaleza» general de una acción, que subyace a su «descripción estándar», sino que también son moralmente relevantes los motivos y las circunstancias concomitantes. Lo que aquí me interesa es precisamente señalar la irrenunciabilidad de un concepto de tipo de acción que sea identificable con independencia de esas otras determinaciones y que excluya de la descripción de la acción la arbitrariedad. Por regla general, este tipo es de naturaleza cultural, esto es, específico de una determinada cultura. Pero existen también universales culturalmente invariantes que determinan la identidad de las acciones y que excluyen moralmente su redefinición por la sociedad. La crítica a los estándares morales sociales que no respetan esos universales es uno de los motores más importantes del progreso moral.

domingo, 20 de noviembre de 2022

Concatenación causal

Séptimo fragmento del artículo de Robert Spaemann titulado Einzelhandlungen, publicado en Zeitschrift für philosophische Forschung, 54 (2000), nº 4 . Publicado en Límites: Acerca de la dimensión ética del actuar, capítulo 4.

Del fragmento anterior

Podemos distinguir tres tipos de complejidad en virtud de los cuales las acciones concretas son integradas en un contexto de orden superior, sin que por ello pierdan su identidad y se hagan inaccesibles a una censura específica: 1) complejidad del significado, 2) secuencias de acciones, 3) series de acontecimientos iniciadas en virtud de acciones

Incertidumbre sobre la totalidad

III (d)

3) El tercer modo de integrar la acción en un contexto que la englobe es la causal. Nuestras acciones ponen en marcha series de acontecimientos que no constan solamente de ulteriores acciones propias, sino de efectos que ya no están en nuestra mano, pero que nosotros frecuentemente podemos prever. Alguien comete una indiscreción, por ejemplo, revela algo sobre asuntos internos de su empresa de los que él ha tenido conocimiento en su condición de miembro del consejo de administración; puede contar con que la información se difunda y tenga por consecuencia movimientos bursátiles de los que a su vez el espera sacar provecho.

Sin embargo, a largo plazo las series de acontecimientos que nosotros iniciamos se sustraen a nuestro control. Quien actúa, se pone con ello en manos del destino, y en ese sentido es al mismo tiempo un sujeto paciente. Se convierte en «culpable» de lo que suceda. Pero en este contexto el concepto de culpa es ambiguo. En sentido amplio, alude al hecho de que el agente es la causa objetiva de acontecimientos que no habrían tenido lugar si él no hubiese actuado, y también lo es cuando no podía prever esos acontecimientos y cuando habría actuado de otro modo si los hubiese previsto. Podríamos decir que aquí no podemos hablar de culpa en sentido moral.

Sin embargo, para nosotros existe una diferencia entre que nosotros mismos –involuntariamente y sin que hayamos sido negligentes- hayamos herido e incluso matado a un hombre y que ese acontecimiento se haya producido sin nuestra intervención. Es verdad que esa diferencia se mantiene en pie y cae con el concepto de acción. Allí donde haya solamente una corriente del acontecer, cualquier corte que practiquemos en un punto concreto para separar causas de efectos será arbitrario.

Sin embargo, hablar de causas y efectos tiene su origen precisamente en la idea de acción. Pues la suposición contrafáctica que subyace a toda afirmación causal –si no hubiese sucedido A no habría sucedido B- presupone el paradigma de acciones que hubiésemos podido omitir. Objetivamente el agente, en virtud de determinadas acciones, es causa de todo lo que se sigue de esas acciones.

martes, 15 de noviembre de 2022

Responsabilidad limitada

Sexto fragmento del artículo de Robert Spaemann titulado Einzelhandlungen, publicado en Zeitschrift für philosophische Forschung, 54 (2000), nº 4 . Publicado en Límites: Acerca de la dimensión ética del actuar, capítulo 4.

Del fragmento anterior

Podemos distinguir tres tipos de complejidad en virtud de los cuales las acciones concretas son integradas en un contexto de orden superior, sin que por ello pierdan su identidad y se hagan inaccesibles a una censura específica: 1) complejidad del significado, 2) secuencias de acciones, 3) series de acontecimientos iniciadas en virtud de acciones. 

Efectos secundarios

III (c)

2) El segundo caso de complejidad de la acción es el de la secuencia de acciones. Bien considerado, se trata de un caso especial de complejidad de significado. Pues aquí no es relevante toda secuencia causal de acciones, sino solo aquella que al mismo tiempo posea el carácter de una complejidad de significado, es decir, aquella que subyazca en calidad de motivo a las acciones concretas constitutivas. Hacemos A para hacer B, pero no ya de tal modo que ya hagamos B al hacer A, sino de manera que hacemos A porque solo así podemos hacer B a continuación. Aquí es necesario sobre todo distinguir, por un lado, las acciones que están definidas como contenidos intencionales en virtud de unidades de significado y, por otro, los meros movimientos corporales que son simples momentos de una acción no independientes, y que por ello no pueden recibir una calificación moral propia, pero sí una calificación pragmática, pues un determinado movimiento corporal se puede juzgar atendiendo a su utilidad o inutilidad para la ejecución de una acción. Cuando lo hacemos, en virtud de ese mismo juicio elevamos ese movimiento al nivel de contenido de una acción básica, mientras que en el enjuiciamiento moral sucede lo contrario: no es él la razón de que se independice una nueva unidad de acción, sino que solo es posible en virtud de esa independización.


De toda acción básica situada dentro del marco de una secuencia de acciones se puede decir lo mismo que de la complejidad de significado pura o multiplicidad pura de descripciones: la acción básica no es un mero momento «abstracto» dentro de un continuum de la praxis vital, sino una unidad atómica constituida por un determinado contenido significativo, identificable en virtud de ese contenido y que como tal está necesitada de una justificación específica, de una justificación que no coincide sencillamente con la justificación de la secuencia como un todo; pues la acción sigue teniendo, en primer lugar, consecuencias diferentes de aquellas que el agente tiene presente como fin, consecuencias de las que él, sin embargo, puede saber, y que él, por ello, pondera en comparación con el fin y de cuya asunción tiene que responder.

Esta responsabilidad, con todo, no es tal y como la entiende la teoría consecuencialista, la cual exige que se tenga presente imparcialmente la totalidad de las consecuencias y que se haga en cada caso lo que parezca apropiado para optimizar esa totalidad. El concepto de «asumir la producción de un efecto negativo como consecuencia no querida pero inevitable» está aquí fuera de lugar. Hay solamente un todo de consecuencias que deseamos como tal todo. Este concepto de responsabilidad anularía realmente el concepto de acción. Las acciones están definidas por sus fines. Proponerse un fin significa privilegiar determinadas consecuencias respecto de otras, a las que se reduce al estatus de efectos secundarios. Allí donde todas las consecuencias de un obrar cuentan lo mismo y pasan a formar parte de la motivación de igual modo, queda anulada precisamente aquella selección en virtud de la cual se constituye el actuar.

Algo parecido se puede decir del concepto de responsabilidad. Que alguien sea responsable de algo significa que se le exonera de otras consecuencias de su actuar. La responsabilidad de un médico por la salud de su paciente quedaría destruida si al mismo tiempo no exonerase al médico de todas las cosas malas que ese paciente puede hacer con su salud. A nadie le gustaría confiar la responsabilidad por su salud a un médico que se sintiese igualmente responsable de esas cosas. Esto no significa que no seamos responsables en modo alguno de los efectos secundarios de nuestras acciones. Pero sí significa que esa responsabilidad no puede consistir en eliminar la diferencia entre fines y efectos secundarios y en postular una responsabilidad universal del tipo de la que postula el consecuencialismo.

martes, 8 de noviembre de 2022

Las buenas intenciones no bastan

Quinto fragmento del artículo de Robert Spaemann titulado Einzelhandlungen, publicado en Zeitschrift für philosophische Forschung, 54 (2000), nº 4 . Publicado en Límites: Acerca de la dimensión ética del actuar, capítulo 4.

Del fragmento anterior

La diferenciación de nuestra praxis vital en acciones concretas identificables presupone algo así como unidades de significado en calidad de objetos de actos de conciencia. Esas unidades de significado prácticas, que como tales son contenidos de propósitos, no tienen por qué coincidir necesariamente con las unidades de significado teóricas que integran las proposiciones. La expresión de cada una de esas proposiciones solamente será una acción concreta si con ello se persigue un propósito específico... 

Complejidad de significado

III (b)

Podemos distinguir tres tipos de complejidad en virtud de los cuales las acciones concretas son integradas en un contexto de orden superior, sin que por ello pierdan su identidad y se hagan inaccesibles a una censura específica: 1) complejidad del significado, 2) secuencias de acciones, 3) series de acontecimientos iniciadas en virtud de acciones.

1) Casi toda acción está en una cierta cantidad de contextos diferentes que o bien se solapan entre sí parcialmente o bien están ordenados jerárquicamente, de modo que cada uno presupone e incluye en sí el otro. Cada uno de esos contextos puede servir para describir la acción. Las acciones complejas son acciones que describimos cuando decimos que alguien hace algo al hacer u omitir otra cosa distinta. Alguien vierte agua sobre la tierra, y de esa forma riega unas flores. Alguien omite algo, y de esa forma incumple su promesa. Alguien se acuesta con una mujer, y de esa forma comete adulterio. Alguien dice algo, y de esa forma insulta a otra persona que está oyendo lo que ese alguien dice –no pretendiendo otra cosa-, y de ese modo se venga de una afrenta sufrida. En estos casos no nos encontramos ante acciones distintas, sino ante contextos de significado distintos que pueden formar parte de la descripción de una acción.

Para seguir con el último ejemplo: en determinadas circunstancias, la «acción básica» puede obedecer a dos propósitos distintos y del mismo rango, el propósito de informar al interlocutor y el propósito de insultar al tercero que estaba escuchando. Este último propósito obedece a su vez al ulterior propósito de vengarse. Por principio, a la jerarquía de intenciones no le está señalado otro límite que lo que Tomás de Aquino denomina finis totius vitae, esto es la eudaimonía. Lo importante aquí es que no se trata de una secuencia temporal de causas y efectos, de medios y fines, sino de una integración de significados. La vida lograda se comporta respecto de las acciones que están al servicio de ese telos no como el fin respecto de los medios, sino como el todo respecto a las partes. Las partes cumplen una función para el todo, pero ellas mismas constituyen ese todo. La acción concreta es parte del todo de una vida lograda solamente en virtud de que ella misma es ya un todo, por cuanto hace que la persona que actúa se manifieste en un determinado momento temporal. El hombre es el que hace esto, y ello significa: el que hace «algo así».

La descripción de la acción, y así pues la definición de «algo así», puede ser distinta, como hemos visto, pero no es arbitraria. Retomando el ejemplo anterior, puedo decir de alguien: «Ha comunicado algo a Pedro», o bien «ha insultado a Juan», o bien «se ha vengado». Pero entre esas descripciones existe una inequívoca relación de subordinación. Se ha vengado insultando a Juan, y ha insultado a Juan efectuando frente a Pedro determinadas manifestaciones. Esta secuencia no se puede invertir. Y sobre todo: cada descripción posterior no suprime la que en cada caso es anterior y más fundamental. En relación con ella no se puede hablar, como hace el teólogo moral estadounidense McCormick (1), de un «expanded object» que permita redefinir una acción inmoral en sí misma y transformarla en una acción moral: redefinir, por ejemplo, la acción de matar a diez inocentes como la acción de salvar a otras cien personas que, si nos hubiésemos negado a matar a las diez primeras, habrían tenido que morir. Esta visión consecuancialista o «proporcionalista» no solo hace que la acción concreta identificable se disuelva en un continuum de significado, sino que también, como ya señaló Pascal, es una escuela de doblez (2). El arte que se enseña en ella es «diriger l’intention». Quien mejor logre dar a lo que desea hacer una buena intención y dejar a un lado todo lo demás tendrá en su mano una autorización general para hacer lo que desee. La acción concreta como tal no tiene identidad alguna, y por ello tampoco cualidad moral alguna.

En lugar de hablar de un expanded object, Tomás de Aquino lo hace de la diferencia entre objectum y finis de una acción. Objectum es aquel contenido significativo que mencionamos cuando se nos pregunta qué estamos haciendo. Finis es aquello a lo que nos remitimos cuando se nos pregunta por qué hacemos lo que hacemos. Ahora bien, también el objectum es un «fin», a saber, justo aquél que define la acción básica. Y, a la inversa, es frecuente que el motivo de una acción, esto es su finis, se pueda recoger en la descripción misma. De hecho, la pregunta de por qué alguien hace algo se puede reformular en la pregunta de qué hace.

Podemos decir: «Pablo ha hecho a Pedro una determinada comunicación para insultar a Juan, y ha insultado a Juan para vengarse de algo». Pero también podemos decir: «Pablo ha insultado a Juan», o bien, «Pablo se ha vengado». Y sucede de hecho que el motivo de una acción da a esa acción una calificación moral adicional. No puede hacer buena una acción mala, pero si puede hacer mala una acción que sea buena por su tipo. La cualidad moral del motivo no es exterior a la acción. Le da una calificación adicional. De lo contrario, la acción concreta no podría ser expresión de la persona. En sí misma considerada, sería solamente un acontecimiento neutral, un actus hominis, no un actus humanus, y la cualidad personal de lo moral solo correspondería al contexto vital global. Dado que este último nunca nos está dado como un todo, la persona permanecería para nosotros esencialmente cerrada. La acción no podría representarla.

El contenido y el motivo, el objeto y el fin de una acción, no son por principio de naturaleza distinta. El contenido u
«objeto» de una acción es una unidad intencional de significado en cuanto contenido de un propósito. Si se tematiza en la reflexión el movimiento a ella dirigido y, así, se lo convierte por su parte en una acción, el «qué» de la acción básica original se convierte por su parte en el «porqué» de la nueva acción básica. A la pregunta «¿por qué te llevas la mano a la frente?» se puede responder: «Porque quiero espantar a una mosca», mientras que normalmente espantar a la mosca sería designado como el qué de una acción básica. Así pues, el objectum de una acción tiene él mismo el carácter de un finis. Sin embargo, carece de sentido definir el finis como expanded object, ya que esto sugiere la idea de que en este objeto ampliado el primer objeto, que definía la acción básica, ha sido suprimido y ha desaparecido. El lugar del orden jerárquico de significados bien distintos entre sí pasa a estar ocupado por un continuum de significado que es esencialmente no cerrado y no cerrable y que por ello, como ya hizo noar G. E. Moore (3), se sustrae a todo juicio moral.

Las acciones son complejas siempre que un «qué» se distingue de un «porqué» de modo actual, no de modo meramente posible, pues –como vimos- siempre es posible transformar el «qué» en un «porqué» o el «porqué» en un «qué». Y una acción básica numérica y cualitativamente identificable es siempre una acción que no hacemos al hacer otra cosa que por su parte ya es identificable como acción.

(1) Confrontar Richard A. McCormick: Doing Evil to Achieve Good: Moral Choice in Conflict Situations, Chicago, 1978
(2) Confrontar Blaise Pascal: Lettres à un provincial
(3) Confrontar George Edward Moore: Principia ethica, Stuttgart, 1970, p. 218

domingo, 30 de octubre de 2022

Unidades de significado

Cuarto fragmento del artículo de Robert Spaemann titulado Einzelhandlungen, publicado en Zeitschrift für philosophische Forschung, 54 (2000), nº 4 . Publicado en Límites: Acerca de la dimensión ética del actuar, capítulo 4.

Del fragmento anterior

Si podemos aprobar y desaprobar recíprocamente nuestras acciones, ello se debe a que la moralidad de nuestras acciones no es meramente función de esa totalidad, igual de poco que la verdad de nuestras proposiciones es función de un contexto global retórico...

Junto a un propósito

III (a)

Dando por sentado todo lo anterior, sigue abierta la pregunta por los criterios de delimitación de las acciones concretas que las hacen caracterizables cualitativamente, identificables individualmente y, solo entonces, enjuiciables pragmática y moralmente.

La teoría analítica de la acción ha dedicado gran atención al problema de la denominada
«acción básica», esto es, al problema de cuál sea la más pequeña unidad de acción, la unidad de acción «atómica», por así decir, y que como tal ya no pueda ser considerada a su vez como una secuencia compleja de acciones. En los debates de filosofía moral los resultados de esos esfuerzos apenas han sido objeto de la debida recepción o de discusión crítica. Y, a la inversa, los cultivadores de la teoría de la acción apenas han tenido en cuenta los puntos de vista de la filosofía moral, mientras que en realidad solo la dimensión moral y jurídica, esto es, la dimensión normativa, hace que llegue a ser visible la relevancia de sus esfuerzos. En efecto: sin esa dimensión estaríamos ante una mera disputa entre palabras.

Aquí vamos a entender por acciones básicas las unidades de acción más pequeñas de las que somos responsables y que tomadas en sí mismas pueden ser ya portadoras de los predicados «buena» o «mala» tanto en sentido pragmático como en sentido moral. El debate desarrollado hasta ahora ha mostrado que esas unidades atómicas no son definibles e identificables naturalistamente, por ejemplo como meros movimientos corporales iniciales. Pues los movimientos son como tales divisibles a voluntad. Así, por cuanto todo movimiento inicial, por pequeño que sea, a su vez es divisible y tiene un «comienzo», no existe un comienzo del movimiento. Como es natural, también un mero movimiento corporal puede ser una acción, pero solo cuando sea objeto de una intención primera, es decir, aquello que indicaríamos como respuesta a la pregunta:
«¿Qué estás haciendo?».

Tomás de Aquino distinguía actus hominis de actus humani. Por estos últimos entendía actos intencionales, esto es, acciones, y por actus hominis movimientos involuntarios que partían del hombre (1). Entre esos movimientos probablemente se deba contar también aquellos que son parte de una acción sin que sean queridos expresamente como tales y por ello tomen el carácter de «medios». Y es que los medios siempre son al mismo tiempo a su vez fines, esto es, «objetos» de acciones, a saber, aquellos contenidos que mencionamos cuando se nos pregunta qué estamos haciendo. Como es natural, también un movimiento corporal mínimo puede convertirse en una acción; tal es el caso, por ejemplo, del movimiento de un dedo que en el contexto de los ejercicios de piano llegue a ser consciente y se entrene expresamente. Pero será una acción si y solo si es eso lo que sucede. Hablar de «acciones inconscientes» sólo tiene sentido si suponemos una intención inconsciente, y esto solo puede significar: una intención de la que en principio podemos llegar a ser conscientes y a cuyo objeto podemos dar un nombre. Por lo demás, se puede aplicar aquí lo que Aristóteles dice sobre el continuum: que sea infinitamente divisible no significa que conste de infinitas partes.


La diferenciación de nuestra praxis vital en acciones concretas identificables presupone algo así como unidades de significado en calidad de objetos de actos de conciencia. Esas unidades de significado prácticas, que como tales son contenidos de propósitos, no tienen por qué coincidir necesariamente con las unidades de significado teóricas que integran las proposiciones. La
«acción de informar a un policía de cómo se ha producido un accidente de tráfico» puede constar de la expresión de varias proposiciones. La expresión de cada una de esas proposiciones solamente será una acción concreta si con ello se persigue un propósito específico, por ejemplo el propósito que el policía se haga una determinada idea sobre la cuestión de quién ha sido el culpable. Si no es ese el caso, sucederá, ciertamente, que toda proposición tendrá sus propias condiciones de verdad y su propio valor de verdad, que no dependerá del contexto, pero la expresión de esa proposición no constituirá una acción concreta que esté sometida también a un juicio moral específico. Precisamente cuando el propósito que persigamos sea solamente prestar al policía una información veraz, la expresión de cada proposición individual carecerá de «objeto» práctico propio, y por ello su valor moral será meramente función del valor de la acción compleja.

(1) Confrontar, por ejemplo, Tomás de Aquino: Suma teológica, libro primero, Parte I-II, cuestión 18: Bondad y malicia de los actos humanos en general, artículo 9: ¿Algun acto individual es indiferente?: «A veces un acto es indiferente según la especie y, sin embargo, es bueno o malo considerado individualmente; precisamente porque el acto moral... no recibe la bondad sólo de su objeto, sino también de las circunstancias, que son como accidentes.» Extraído de https://hjg.com.ar/sumat/b/c18.html#a1

miércoles, 26 de octubre de 2022

El medio respecto al fin

Tercer fragmento del artículo de Robert Spaemann titulado Einzelhandlungen, publicado en Zeitschrift für philosophische Forschung, 54 (2000), nº 4 . Publicado en Límites: Acerca de la dimensión ética del actuar, capítulo 4.

Del fragmento anterior

Si solo se pudiese juzgar el conjunto de una praxis vital, y ello, además, solamente desde el punto de vista de una estrategia universal de optimización, sería absolutamente imposible un discurso moral que acompañase la praxis, y también lo serían manifestaciones morales como el elogio y el reproche...

Influye y puede determinar

II (b)

Ahora bien, la praxis vital humana es una forma de lenguaje. Al actuar nos estamos dando a entender recíprocamente algo. Para que el lenguaje no sea solamente expresión del sentimiento vital, sino discurso intersubjetivo de argumentación y contraargumentación, tiene que estar parcelado. Tiene que constar de proposiciones cuya verdad o falsedad se pueda juzgar ya antes de conocer el contexto global del discurso en que consiste la vida entera, antes incluso de conocer el contexto de un discurso breve, ya que esa verdad no es meramente función de dicho contexto. Solo porque las proposiciones individuales del discurso, con independencia de los fines remotos que persiga quien las pronuncia, tienen ya un valor de verdad y desde ese punto de vista ya se las puede juzgar antes de que termine el discurso, pueden las personas manifestarse recíprocamente en su discurso como personas, es decir, como seres capaces de verdad. Y solo así es posible la conversación, de la que forma parte esencialmente la posibilidad de «cortar» a la otra persona cuando está hablando y de impugnar, antes de que haya terminado de hablar, la verdad de algo dicho por ella. La dependencia estricta del contexto solo existe en textos de ficción, no en los que se refieren a la realidad. Las proposiciones verdaderas tienen que poder ser trasladadas a nuevos contextos pragmáticos sin perder su valor de verdad. De lo contrario, los jueces no podrían verificar en modo alguno si son ciertas las coartadas. Por ello, quien enuncia proposiciones verdaderas sobre cosas reales no necesita preocuparse de la coherencia de lo que dice. La realidad se ocupa de ello. Solo el mentiroso necesita buena memoria.


Por lo demás, entre la verdad y la falsedad existe una peculiar asimetría. De la verdad de proposiciones complejas cabe decir: una conjunción de proposiciones parciales se convierte en falsa como un todo tan pronto una parte suya lo sea, mientras que la verdad de una parte no hace ser verdadero al correspondiente todo. De modo que la verdad de una parte no hace ser verdadero al correspondiente todo. De modo enteramente análogo, al enjuiciamiento ético de las acciones se le puede aplicar el adagio de Boecio: «Bonum ex integra causa, malum e quocumque defectu» (1). Una acción concreta mala por su tipo no puede ser convertida en virtud de un contexto que la englobe en una acción buena, mientras que la secuencia de acciones englobante y guiada por una buena intención sí queda convertida en mala por una acción concreta mala. Con las acciones buenas –buenas en razón de su tipo- sucede a la inversa: el carácter malo de la secuencia de acciones –su «fin» malo, así pues- las corrompe, en lugar de sanar el carácter moral de ese complejo. Con otras palabras, el fin malo corrompe el medio bueno, pero el fin bueno no sana el medio malo. Por lo demás, esta tesis guarda exacta correspondencia, a su vez con una intuición moral casi universal.

Casi todas las personas se sentirían ofendidas si se pensase de ellas que defienden la máxima «el fin justifica los medios», y esa máxima casi siempre se utiliza en ese sentido denigratorio. Con todo, el common sense moral suele ir en la línea de considerar «la buena intención», por ejemplo el deseo de «evitar males mayores», como una circunstancia atenuante. E, igualmente, por regla general se considera que se ha producido un desenmascaramiento moral cuando se puede mostrar que a una «buena» acción –buena en razón de su tipo- le subyace un motivo malo. Por ello, hay acciones cuya reprobabilidad moral se puede juzgar desde fuera sin tener en cuenta el contexto, y sin que por ello se tenga que emitir un juicio definitivo sobre la actitud interior, esto es, sobre la cualidad moral de la persona que actúa. Es frecuente que sobre la loabilidad de una acción –en virtud del tipo de esta última- se pueda juzgar asimismo desde fuera, si bien solo en el sentido de un juicio prima facie que puede llegar a estar necesitado de revisión tan pronto se descubra un contexto corruptor.

Lo que más me importa aquí es mostrar que la aceptación de acciones concretas como entidades discretas es condición de un discurso ético que acompañe la praxis vital. Pues el juicio que implican las visiones personales de optimización y las conjeturas de una persona acerca del futuro a largo plazo, así como el cálculo de optimización fundado en ellas que esta haga, quedan igual de ocultos a nuestros ojos que sus conjeturas sobre la interferencia de las consecuencias de su actuar con las del actuar de todas las demás personas y los propósitos que cabe presumir que tengan sus manifestaciones al respecto, las cuales están asimismo determinadas por un cálculo consecuencialista. Igualmente oculta está a todos los implicados, también al agente mismo, la unidad cerrada de su biografía, y sin embargo, al decir de Aristóteles, solo esa unidad permite juzgar si esa vida ha sido una vida feliz (2). Si, con todo, podemos aprobar y desaprobar recíprocamente nuestras acciones, ello se debe a que la moralidad de nuestras acciones no es meramente función de esa totalidad, igual de poco que la verdad de nuestras proposiciones es función de un contexto global retórico.

(1) Boecio: De divisionibus, Nom, IV, 30, PG 3, 729
(2) Aristóteles: Ética a Nicómaco, libro I, capítulo X: «Por ventura, pues, es verdad, que ni aun a otro hombre ninguno no lo hemos de llamar dichoso mientras viva, sino que conviene, conforme al dicho de Solón, mirar el fin. Y si así lo hemos de afirmar, será dichoso el hombre después que fuere muerto. Lo cual es cosa muy fuera de razón, especialmente poniendo nosotros la felicidad en el uso y ejercicio...» Se puede seguir todo el razonamiento en https://es.wikisource.org/wiki/%C3%89tica_a_Nic%C3%B3maco:_Libro_1