Impedimentos y obligaciones
En ningún caso se puede decir que uno debe poder hacer lo que le permita su conciencia, ya que entonces también el hombre sin conciencia podría hacerlo todo. Y tampoco quiere decir que uno deba poder hacer lo que le manda su conciencia. Cierto que ante sí mismo tiene el deber de seguir su conciencia; pero si con ella lesiona los derechos de otros, es decir, los deberes para con los demás... tienen el derecho de impedírselo. Pertenece a los derechos del hombre el que no dependan del juicio de conciencia de otro hombre... Pero es demencial el eslogan de que ésta es una cuestión que cada uno debe resolver en su conciencia.
La obediencia a las leyes de un estado de derecho, que la mayoría de los ciudadanos tiene por justo, no puede limitarse en todo caso a la de aquellas personas cuya conciencia no les prohíbe, por ejemplo, pagar los impuestos. Quien no los paga, y, a costa de otros, se aprovecha de los caminos y canales, será encarcelado o multado justamente. Y si se trata de alguien que actúa en conciencia aceptará la pena.
Sólo en el caso del servicio de guerra, tiene el legislador que encontrar la regulación que asegure que nadie pueda ser obligado al servicio de armas en contra del dictado de su conciencia. En el fondo, lo que hace el legislador es algo trivial, ya que si la conciencia le prohíbe a uno luchar, no luchará. Por lo demás, tampoco aquí se da un criterio para decidir, en última instancia y desde fuera, si se trata de un juicio de conciencia o no. Ni siquiera los interrogatorios de un tribunal son adecuados para facilitar una decisión. Tales interrogatorios, a fin de cuentas, priman sólo al orador que está dispuesto a mentir con habilidad.
No hay más que un indicio para comprobar la autenticidad de la decisión de conciencia, y es la disposición del encartado a atenerse a una desagradable alternativa. La conciencia no es herida si se le impide a uno hacer lo que ella manda, ya que ese obstáculo no cae bajo su responsabilidad. Por eso se puede encerrar a un hombre que quiere mejorar el mundo por medio del crimen. Otra cosa es cuando a uno se le obliga a actuar en contra de su conciencia. Se trata de una lesión de la dignidad del hombre. Pero, ¿es eso de verdad posible? Ni siquiera la amenaza de muerte obliga a uno a actuar contra su conciencia, como documenta la historia de los mártires de cualquier tiempo.
Existe no obstante un modo de forzar la actuación contra conciencia: la tortura, que convierte a un hombre en instrumento sin voluntad de otro. De ahí que la tortura pertenezca a los pocos modos de obrar que, siempre y en toda circunstancia, son malos; toca directamente el santuario de la conciencia, del que ya el precristiano Séneca escribió: “Habita en nosotros un espíritu santo como espectador y guardián de nuestras buenas y malas acciones”.