sábado, 9 de febrero de 2019

Entroncada en la personalidad

Tercer fragmento del capítulo VI: El individuo o ¿hay que seguir siempre la conciencia? del libro de Robert SpaemannÉtica: cuestiones fundamentales


Influencias no siempre determinantes


...es el individuo quien goza de responsabilidad... Puede tomar parte en un diálogo y sopesar los pros y los contras, pero razones y contrarrazones no tienen fin, mientras que la vida humana, por el contrario, es finita. Es necesario actuar antes de que se produzca un acuerdo mundial sobre lo recto y lo falso. Es, pues, el individuo el que debe decidir cuándo acaba el interminable sopesar y finaliza el discurso, y cuándo procede, con convicción, actuar.


(continuación)



La convicción con la que termina nuestro discurso la denominamos conciencia, conciencia que no siempre posee la certeza de hacer objetivamente lo mejor. El político, el médico, el padre o la madre, no siempre saben con seguridad si lo que aconsejan o hacen es lo mejor, atendiendo al conjunto de sus consecuencias. Lo que sí pueden saber es que ésa es la mejor solución posible en ese momento y de acuerdo con sus conocimientos; esto basta para una conciencia cierta, pues ya vimos que lo que justifica una acción no está de ninguna manera, ni puede estar, en el conjunto de sus consecuencias.

En la conciencia parece que nos sustraemos por completo a una dirección externa; pero, ¿lo hacemos realmente? Se plantea aquí una importante objeción. ¿Cómo ha entrado en nosotros el compás que nos guía?, ¿quién lo ha programado?, ¿no es en realidad esa dirección interna tan sólo un control remoto que procede de atrás, del pasado? Ese timón fue programado por nuestros padres. Poseemos, interiorizadas, las normas que se nos inculcaron en la niñez y que tuvimos que obedecer. Y las órdenes que nos dieron se han trocado en órdenes que nos damos a nosotros mismos.

En relación con lo que estamos diciendo, Sigmund Freud ha acuñado el concepto de “super ego”, que, junto al así llamado “ello” y al “yo”, forman la estructura de nuestra personalidad. El “super ego” es, por así decir, la imagen del padre interiorizada; el padre en nosotros... En Freud este pensamiento no tenía todavía el carácter de denuncia que en la crítica social neomarxista tiene el discurso sobre la interiorización de las normas de dominio. Freud, como psicoanalista, observó que el yo se forma sólo bajo la dirección del ”super yo”, y se libera en el “ello” de su prisión en la esfera de los instintos. Cierto que para llegar a un “yo” verdadero ha de liberarse también del poder del “super yo”.

Por lo que respeta, no obstante, a las descripciones de Freud es falso equiparar sin más lo que llamamos conciencia con el “super yo” y tenerla por un puro producto de la educación. Esto no puede ser exacto, porque los hombres siempre se vuelven contra las normas dominantes en una sociedad, contra las normas en medio de las cuales han crecido, incluso aun cuando el padre sea un representante de esas normas. A menudo puede ocurrir que detrás no esté más que el impulso de emancipación del ”yo”, el sencillo reflejo de querer ser de otra forma. Pero este reflejo no es la conciencia, como tampoco lo es el reflejo de acomodación.

Sin embargo, en la historia de quienes obraron o se negaron a hacerlo en conciencia, se puede ver que eran hombres que de ningún modo estaban inclinados de antemano a la oposición, a la disidencia; sino hombres que hubieran preferido con mucho cumplir sus deberes diarios sin levantar la cabeza. “Un fiel servidor de mi rey, pero primero de Dios”, era la máxima de Tomás Moro, Lord canciller de Inglaterra, que hizo todo lo posible para no oponerse al rey y evitar así un conflicto; hasta que descubrió algo que no se podía conciliar en absoluto con su YO conciencia. No le guiaba ni la necesidad de acomodación ni la de rechazo, sino el pacífico convencimiento de que hay cosas que no se pueden hacer. Y esta convicción estaba tan identificada con su yo que el “no me es lícito” se convirtió en un “no puedo”.

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