Décimo fragmento del discurso pronunciado por Robert Spaemann con el título Der Haß des Sarastro (El odio de Sarastro) en la «Conferencia Wiesenthal acerca de las fuentes del odio», en diciembre de 1998, en el Palacio Hofburg de Viena. Publicada por primera vez en: Transit Europäische Revue, nº 16, Frankfurt am Main, 1999. Reproducida en español en Límites: Acerca de la dimensión ética del actuar, capítulo 13
Contrastar para profundizar
Toda evidencia que cree ver una verdad indudable se ve atacada por la experiencia de que otros no tienen en absoluto esa evidencia: de que tienen por verdadero lo que yo pongo en duda y ponen en duda lo que yo tengo por verdadero.
continuación
Las religiones universalistas se enfrentan permanentemente a este reto, que consiste en que no se les dispensa la adhesión general que reclaman. En cualquier caso, hace mucho que han desarrollado estrategias para superar este reto. «¿No debería, Señor, odiar a quien te odia?»: estas palabras del salmo 139 pertenecen a una fase anterior y ampliamente superada de la historia de la religión, siempre que dejemos a un lado el integrismo islámico, erróneamente llamado «fundamentalismo». El odio religioso y las luchas religiosas en Europa de hoy en día no tienen nada que ver con las pretensiones absolutas y universalistas de verdad ni con las actividades misioneras. Los testigos de Jehová resultan a veces molestos, pero nunca han llamado la atención por ser agresivos. Las luchas religiosas, por ejemplo en Irlanda, en los Balcanes o en la antigua Unión Soviética, muestran a las comunidades religiosas implicadas más bien como grupos cuasi-étnicos, particulares, que defienden su hegemonía dentro de determinado territorio.
El cristianismo resolvió en los primeros siglos el problema de la amenaza interna debida al cuestionamiento externo de una triple manera: en primer lugar, mediante la convicción de que la fe no es un saber forzoso, sino una evidencia que es fruto de una gracia sobrenatural. Por tanto, el hecho de que otros no crean no ha de sumir al creyente en la duda, si bien el deseo del salmista judío, «que no digan los paganos: ¿dónde está vuestro Dios?» (salmo 115), es también naturalmente el deseo de los cristianos. El segundo motivo es la convicción de que al final de los tiempos la evidencia de la fe tendrá también de su parte la facticidad de que los creyentes estarán en el bando victorioso, y por cierto, paradójicamente, cuando no han vencido aquí. La conciencia de esto elimina la debilidad de la que surge todo odio. Hay una soberanía interna sin la que el mandato de amar a los enemigos es imposible de cumplir. Los mártires cristianos de los primeros siglos, para asombro del resto del mundo, rezaban por sus enemigos y consideraban a sus verdugos como bienhechores involuntarios. En nuestro siglo ha venido a añadirse un tercer motivo. La fe en Jesucristo como redentor universal se une a la convicción de que el diálogo fecundo con otras religiones pone al descubierto el contenido universal de su mensaje en vez de oscurecerlo. El universalismo no significa aquí ni dogmatismo ni relativismo, sino que nunca se termina de aprender.
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