Primer fragmento del capítulo III: Formación o el propio interés y el sentido de los valores del libro de Robert Spaemann: Ética: cuestiones fundamentales
Lo placentero no llena
¿Qué es lo que de verdad y en el fondo queremos?, ésta era la pregunta de que tratábamos en el capítulo anterior * y merced a la cual entroncamos con el planteamiento de la cuestión en la tradición filosófica clásica.
Hemos discutido la respuesta que se insinúa cuando el mundo de las normas éticas pierde por primera vez su inmediata y evidente validez: la respuesta del hedonismo que afirma que lo que propiamente y en el fondo deseamos es el placer, el bienestar. Hemos reconocido los límites de esa respuesta y hemos visto que, en general, queremos todavía algo más, precisamente esto: mantenernos en el ser.
El principio del placer encuentra su límite en el de realidad, como afirma Freud; pero hemos visto que tampoco da en el blanco lo que enseña Freud sobre el hombre como un hedonista frustrado que debe amoldarse, lo quiera o no, a la realidad, si quiere sobrevivir. Lo que deseamos es justamente realidad; y salvo que estemos enfermos o seamos toxicómanos, no deseamos ninguna euforia ilusoria, sino una felicidad que se apoye en la realidad.
Damos un paso más en nuestras reflexiones sobre lo que hace buena una vida. La verdad es que tanto el principio de placer como el de realidad son dos abstracciones que, ni aisladamente ni en su mutua relación, describen adecuadamente en qué consiste nuestro último fin.
En un diálogo platónico, Sócrates responde así a su interlocutor, que sostiene que el placer es el único fin apetecible: es de suponer entonces que será intensamente feliz aquel que siempre tiene sarna y puede rascarse de continuo. El interlocutor se enfada con esta grosería: al fin y al cabo existen otras especies de placer más altas que las de rascarse. ¿Qué diferencia entonces las más altas especies de placer de las más bajas?
Ya el mismo uso lingüístico las diferencia. Así hablamos generalmente de alegría y no de placer. Resulta curioso que a pesar de los estados corporales placenteros, podemos encontramos al mismo tiempo en una situación depresiva, y que, al revés, podemos vivir intensamente alegres teniendo a la vez dolores físicos, supuesto que el dolor no sea tal que absorba toda nuestra atención.

En un caso problemático nadie duda tampoco qué clase de bienestar es más importante, pues el depresivo no saca provecho del placer obtenido, mientras que quien se alegra, se alegra sin que tenga sentido preguntarse qué provecho saca de la alegría. De la alegría no se saca nada; sacar provecho de algo significa justamente alegrarse de algo. La alegría es lo máximo que se puede sacar de una cosa. Ahora bien, no es por casualidad por lo que decimos que nos alegramos con algo o de algo. Las sensaciones placenteras las causa algo; la alegría tiene, en cambio, un objeto, un contenido; y así, estrictamente, existen tantos tipos de alegría como contenidos de esa alegría se den. El gozo que producen los Rolling Stones es distinto del que producen los Beatles; es distinto el que produce la sonata para piano forte de Beethoven del que produce la sonata "Waldstein"; la presencia de un amigo determinado o la de otro; etc.
*Desarrollado en las entradas precedentes publicadas entre el 14 de junio y el 4 de julio.