Cuarto fragmento del capítulo VIII: Serenidad o actitud ante lo que no podemos cambiar, último del libro de Robert Spaemann: Ética: cuestiones fundamentales
Al filo de lo imposible
¿En qué relación podemos situarnos con lo que sucede? En mi opinión, caben tres posibilidades. Las denomino: fanatismo, cinismo, y serenidad... El fanático es aquel que está afincado en la idea de que no existe más sentido que el que nosotros damos y ponemos... adopta el partido del sentido contra la realidad. El cínico... adopta el partido de realidad contra el sentido; renuncia al sentido...
continuación
Estas reflexiones nos muestran que una acción con sentido sólo puede darse si nos situamos en una relación positiva con la realidad que nos depara el marco de nuestra acción. Al fanático, que quiere sentido, se le puede quizá explicar; al cínico, naturalmente, no. Lo mismo que al escéptico radical al cínico tampoco se le puede abordar con argumentos; sólo se le puede abandonar a sí mismo. Cuando otros se convierten en sus víctimas, se le debe combatir. Puede ayudarle sobre todo quien le abre un mundo de sentido en un modo distinto al argumentativo; quien le hace experimentar los valores. Quizás puede ayudarle el amor, pero sólo si él quiere y ve que el cinismo es una enfermedad que priva al hombre del sentido de la vida.

La actitud razonable del hombre frente al destino, tal como lo ha señalado la filosofía de todos los tiempos, la denominamos serenidad. La expresión procede del lenguaje de la mística alemana de la Alta Edad Media; pero su realidad es muy sencilla. Con la palabra serenidad entendemos la actitud de aquel que acepta voluntariamente, como un límite lleno de sentido, lo que él no puede cambiar; la actitud de quien acepta los límites. Parece una cosa trivial: lo que no podemos modificar ocurre de todos modos, lo aceptemos o no. Exacto. Y precisamente por eso debemos estar a buenas con ello, pues de otra manera tampoco podemos estar a bien con nosotros mismos, ya que nuestra propia existencia e idiosincrasia es destino. Quien no acepta el destino, no puede aceptarse a sí mismo. Y sin amistad consigo mismo, no puede darse una vida recta.

Fueron los filósofos de la Stoa quienes primero desarrollaron la doctrina sobre la serenidad. Epicteto y Séneca alabaron la aceptación del destino como la liberación definitiva del hombre. A quien asume voluntariamente, decían, lo que de todos modos sucede, nada le puede suceder contra su voluntad. Es tan libre como lo es Dios. El ideal supremo del sabio estoico era la apatía, la ausencia de dolor y de pasión. Contra esta actitud se puede ciertamente objetar que recorta más bien una dimensión decisiva de la actividad humana, precisamente la dimensión del compromiso apasionado. Los estoicos enseñaban a no tener pasiones y condenaban incluso la compasión: hay que actuar exclusivamente por pura razón moral. Ahora bien, las pasiones pertenecen a la naturaleza del hombre, y los estoicos querían también aceptar la naturaleza; por tanto debían aceptar igualmente la propia naturaleza. Además, sólo el que actúa comprometido de verdad puede dar fe de los límites de lo posible. Si capitula ante lo imposible, él sabe que efectivamente era imposible. Su capitulación es ciertamente más dolorosa que la de los estoicos, ya que renuncia a aquello con lo que está efectivamente encariñado.