Sexto fragmento de la conferencia de Robert Spaemann titulada Naturteleologie un Handlung, pronunciada en Hannover el 12 de noviembre de 1977 para inaugurar el III Congreso internacional sobre Leibniz . Publicada en Límites: Acerca de la dimensión ética del actuar, capítulo 3. El texto completo de la conferencia traducido por Urbano Ferrer en el enlace: https://revistas.unav.edu/index.php/anuario-filosofico/article/view/29974/25870
Del fragmento anterior
¿Cuál es el interés que nos guía en aquella objetivación que hace que nos olvidemos de la estructura fundamental teleológica? El interés es: dominar la naturaleza. El saber causal es un saber de dominio. ¿Cuál es el interés opuesto? El interés por poder entendernos a nosotros mismos simultáneamente como seres naturales y seres que actúan. Cuando el hombre se entiende a sí mismo desde de una naturaleza que él, a la inversa, no entiende por analogía con el hombre, se está convirtiendo a sí mismo, junto con la naturaleza, en el objeto de una manipulación carente de sujeto.
Los efectos colaterales toman protagonismo
La naturaleza “en sí”, considerada desde un punto de vista meramente teórico, deja abierto el problema de la teleología, en especial porque una teleología referida sólo a la autoconservacion contiene en sí siempre el momento de la contingencia. El ser que se autoconserva tiende a conservar su ser sólo porque ya existe. La contingencia -o la necesidad ateleológica- que lo ha llevado al ser pueden haber suscitado también el mecanismo de reproducción. La teleología invertida de la autoconservacion fue vista por Schopenhauer como un indicio de lo absurdo del mundo. Sólo al introducirnos en el dominio de la intermediación simbólica de sentido, lo fáctico se trasciende a un telos que no es meramente lo fáctico una vez más. Por ello, sólo en el ámbito del actuar referido al sentido tiene lugar la decisión de cómo tenemos que ver la naturaleza. Al final, la teleología es un postulado de una razón dotada de la capacidad de entender el sentido. Está plenamente justificada -me parece- la objeción planteada por el marxismo ortodoxo, contra la teoría de la sociedad neomarxista de la Escuela de Francfort, que no puede hacer compatible la inmanencia de su planteamiento hermenéutico con nuestros conocimientos de historia natural (1). Yo no veo cómo podría mostrarse una tal conciliación sin categorías teleológicas. Hacer que la categoría de fin penetre repentinamente con el hombre en una naturaleza entendida por lo demás en términos meramente causales, es algo que exige una mayor fe en los milagros que cuanto se diga de los procesos naturales en términos teleológicos.
Que este conocimiento esté volviendo a abrirse paso precisamente hoy, es algo que probablemente guarda una estrecha relación con el fenómeno de que el proceso de expansión ciega del dominio sobre la naturaleza está llegando a su fin. La conciencia de que nuestro medio ambiente está amenazado de muerte nos hace necesario volver a pensar la relación acción-naturaleza. Durante siglos nos hemos acostumbrado a entender los fines como meramente humanos, esto es, como modos de privilegiar subjetivamente determinadas consecuencias de la acción. Hoy vemos que ya no nos podemos permitir descuidar los efectos secundarios objetivos. De improviso pasan de ser efectos secundarios a convertirse en los auténticos efectos principales. De aquí que tengamos que integrarlos en nuestros objetivos.
El pez atrapado en la red produce con su revuelo lo contrario de lo que querría conseguir. Lo mismo hacemos cuando destruimos el nicho ecológico que habitamos. La vuelta a un pensamiento simbiótico es, por esto, inevitable. Tampoco es posible neutralizar los efectos secundarios de nuestra actuación —si mantenemos el ethos— mediante planificaciones a gran escala y de espectro cada vez más amplio. Antes bien, la moderna teoría de la planificación muestra que con la extensión de la planificación sus consecuencias secundarias asumen proporciones cada vez más gigantescas (2). Es el propio modo antropocéntrico de pensar el que amenaza con destruir al hombre.
Naturalmente, podemos hacer cavilaciones acerca de qué partes de la naturaleza, qué paisajes, qué mundo de animales y de plantas querríamos conservar, ya que como hombres nos alegra. Pero si, de esta manera, referimos la naturaleza directamente a lo que resulta útil para el hombre, vamos ya por un camino equivocado. Carece de todo fundamento la pretensión de la generación que vive ahora de tomar de sus necesidades de tipo técnico o estético el criterio de lo que quiere que sobreviva en los siglos futuros (3). No puede crear un equivalente artificial al proceso de surgimiento y evolución de la vida que ha durado millones de años. Y estamos en el camino equivocado cuando definimos las cosas por cuya existencia nos alegramos por referencia a lo que se ha dado en llamar “necesidades estéticas”. Es tan carente de sentido como definir la religión por una necesidad religiosa. Las denominadas necesidades estéticas y religiosas son necesidades elementales del hombre de que exista algo que precisamente no esté definido por una necesidad humana. ¿De dónde si no procede la tristeza que nos invade cuando nos enteramos de que en una región del mundo no habitada ha sido extirpada una especie animal? Nos entristecemos por ello, aunque sabemos que nosotros mismos nunca habríamos podido disfrutar con el espectáculo de estos animales. Hay una trascendencia natural del pensamiento antropocéntrico. Sólo para el pensamiento antiteleológico de los últimos siglos, como ocurre en Hobbes, toda medida de las necesidades humanas es exterior a ellas. En el futuro todo dependerá de que consigamos ver en el límite que la ecología pone a la expansión de nuestro dominio de la naturaleza algo así como un límite dotado de sentido, esto es, un telos: un límite cuyo respeto nos conduce a la realización de lo que propiamente somos como hombres. Sólo si se cumple esa condición será posible hacer de la conciencia ecológica parte integrante de la vida buena, y no una justificación ideológica de la dictadura.
(1) Johannes Henrich Heiseler, Robert Steigerwald, Josef Schleifstein (eds.): Die “Frankfuter Schule” im Lichte des Marxismus, Francfort, 1970
(2) Friedrich Heinrich Tenbruck: Zur Kritik der planenden Vernunft, K. Alber, Munich, Friburgo, 1972.
(3) En este contexto merece atención la sentencia del juez americano, que prohibió la puesta en marcha de una presa, pues habría significado la extinción de una determinada especie de peces, que sólo aparecía en aquel lugar.
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