Cuarto fragmento del artículo de Robert Spaemann titulado Einzelhandlungen, publicado en Zeitschrift für philosophische Forschung, 54 (2000), nº 4 . Publicado en Límites: Acerca de la dimensión ética del actuar, capítulo 4.
Del fragmento anterior
Si podemos aprobar y desaprobar recíprocamente nuestras acciones, ello se debe a que la moralidad de nuestras acciones no es meramente función de esa totalidad, igual de poco que la verdad de nuestras proposiciones es función de un contexto global retórico...
Junto a un propósito
III (a)
Dando por sentado todo lo anterior, sigue abierta la pregunta por los criterios de delimitación de las acciones concretas que las hacen caracterizables cualitativamente, identificables individualmente y, solo entonces, enjuiciables pragmática y moralmente.
La teoría analítica de la acción ha dedicado gran atención al problema de la denominada «acción básica», esto es, al problema de cuál sea la más pequeña unidad de acción, la unidad de acción «atómica», por así decir, y que como tal ya no pueda ser considerada a su vez como una secuencia compleja de acciones. En los debates de filosofía moral los resultados de esos esfuerzos apenas han sido objeto de la debida recepción o de discusión crítica. Y, a la inversa, los cultivadores de la teoría de la acción apenas han tenido en cuenta los puntos de vista de la filosofía moral, mientras que en realidad solo la dimensión moral y jurídica, esto es, la dimensión normativa, hace que llegue a ser visible la relevancia de sus esfuerzos. En efecto: sin esa dimensión estaríamos ante una mera disputa entre palabras.
Aquí vamos a entender por acciones básicas las unidades de acción más pequeñas de las que somos responsables y que tomadas en sí mismas pueden ser ya portadoras de los predicados «buena» o «mala» tanto en sentido pragmático como en sentido moral. El debate desarrollado hasta ahora ha mostrado que esas unidades atómicas no son definibles e identificables naturalistamente, por ejemplo como meros movimientos corporales iniciales. Pues los movimientos son como tales divisibles a voluntad. Así, por cuanto todo movimiento inicial, por pequeño que sea, a su vez es divisible y tiene un «comienzo», no existe un comienzo del movimiento. Como es natural, también un mero movimiento corporal puede ser una acción, pero solo cuando sea objeto de una intención primera, es decir, aquello que indicaríamos como respuesta a la pregunta: «¿Qué estás haciendo?».
Tomás de Aquino distinguía actus hominis de actus humani. Por estos últimos entendía actos intencionales, esto es, acciones, y por actus hominis movimientos involuntarios que partían del hombre (1). Entre esos movimientos probablemente se deba contar también aquellos que son parte de una acción sin que sean queridos expresamente como tales y por ello tomen el carácter de «medios». Y es que los medios siempre son al mismo tiempo a su vez fines, esto es, «objetos» de acciones, a saber, aquellos contenidos que mencionamos cuando se nos pregunta qué estamos haciendo. Como es natural, también un movimiento corporal mínimo puede convertirse en una acción; tal es el caso, por ejemplo, del movimiento de un dedo que en el contexto de los ejercicios de piano llegue a ser consciente y se entrene expresamente. Pero será una acción si y solo si es eso lo que sucede. Hablar de «acciones inconscientes» sólo tiene sentido si suponemos una intención inconsciente, y esto solo puede significar: una intención de la que en principio podemos llegar a ser conscientes y a cuyo objeto podemos dar un nombre. Por lo demás, se puede aplicar aquí lo que Aristóteles dice sobre el continuum: que sea infinitamente divisible no significa que conste de infinitas partes.
La diferenciación de nuestra praxis vital en acciones concretas identificables presupone algo así como unidades de significado en calidad de objetos de actos de conciencia. Esas unidades de significado prácticas, que como tales son contenidos de propósitos, no tienen por qué coincidir necesariamente con las unidades de significado teóricas que integran las proposiciones. La «acción de informar a un policía de cómo se ha producido un accidente de tráfico» puede constar de la expresión de varias proposiciones. La expresión de cada una de esas proposiciones solamente será una acción concreta si con ello se persigue un propósito específico, por ejemplo el propósito que el policía se haga una determinada idea sobre la cuestión de quién ha sido el culpable. Si no es ese el caso, sucederá, ciertamente, que toda proposición tendrá sus propias condiciones de verdad y su propio valor de verdad, que no dependerá del contexto, pero la expresión de esa proposición no constituirá una acción concreta que esté sometida también a un juicio moral específico. Precisamente cuando el propósito que persigamos sea solamente prestar al policía una información veraz, la expresión de cada proposición individual carecerá de «objeto» práctico propio, y por ello su valor moral será meramente función del valor de la acción compleja.
(1) Confrontar, por ejemplo, Tomás de Aquino: Suma teológica, libro primero, Parte I-II, cuestión 18: Bondad y malicia de los actos humanos en general, artículo 9: ¿Algun acto individual es indiferente?: «A veces un acto es indiferente según la especie y, sin embargo, es bueno o malo considerado individualmente; precisamente porque el acto moral... no recibe la bondad sólo de su objeto, sino también de las circunstancias, que son como accidentes.» Extraído de https://hjg.com.ar/sumat/b/c18.html#a1
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