Justo por naturaleza
La doctrina de Platón invierte la tesis sofística, la tesis del origen natural del nomos y del carácter antinatural -es decir, ilusorio- de su validez. La tesis de Platón es: hay nomos natural, existe lo justo por naturaleza, y el fundamento de su validez está en su naturalidad. Pero esta naturalidad no es la del origen sino la de la adecuación de “conformidad con la naturaleza”. El conocimiento de esta adecuación es asunto de la razón. A quien no posee tal conocimiento, a quien pregunta por la génesis, se le ha de contar una “mentira noble”, es decir, un mito acerca del origen que transforma la racionalidad del asunto mismo en una historia sobre su comienzo.
¿Cómo es posible no poseer este conocimiento? ¿No es cada uno el mejor conocedor de sus propios intereses naturales? Platón ha cuestionado esto. Su ejemplo es, frecuentemente, la salud. Nosotros tenemos ciertamente un interés natural por ella; el médico, sin embargo, posee un mejor conocimiento de sus condiciones que el profano. Pero la razón decisiva de que no sepamos por naturaleza, es decir, de por sí, qué es lo mejor, qué es lo más conveniente para nosotros, reside en que para nuestra naturaleza es esencial la mediación de la relación con nosotros mismos. Si el hombre, como dice Aristóteles, es por naturaleza un ser vivo que habla, racional y político, esto significa que es constitutivo para su praxis el reconocimiento de la posición de otros sujetos y que se puede mostrar expresamente interesado en las condiciones básicas del obrar común y en la satisfacción de los intereses de todos. Los sofistas creyeron que el hombre sólo puede actuar por un interés común cuando entiende la realización del interés común en función de su interés individual. La tesis de Platón, en cambio, era que lo bueno, cuando se revela, es lo común a todos, lo koinon. Y creyó que podía llamarse a esto lo “justo por naturaleza”.
La tesis platónica de que existe lo justo por naturaleza, es decir, de que lo bueno es algo común, toma su argumento de la misma teoría sofística. Ha de existir lo común como idea, pues los mismos sofistas trabajan con ella. Niegan que exista algo así como una verdad supraindividual, pero la presuponen al entender el discurso como un “dominar por medio de la palabra”. ¿Cómo se domina por medio de la palabra, si el que la oye no la tiene por signo de lo verdadero? También el que amenaza con palabras sólo puede “dominar” si el que las oye supone que la amenaza es verdadera. ¿Y cómo puede imponer un nomos el fuerte al débil -o el débil al fuerte- si no está ya presupuesta la idea de legitimidad? Puede ser que la mayoría de las veces se sustituya de un modo ilegítimo la realidad de esta idea por su apariencia. Pero lo que no existe, no puede aparentar. Los nomoi son el proyecto de una realidad que podría alzar con derecho una pretensión de legitimidad. Rousseau reflejó este estado de cosas, bajo circunstancias totalmente diferentes, en las dos ocasiones en las que proyectó un contrato social: una vez, en el segundo Discours, donde el contrato, con ayuda de una ideología del bien común, vincula a los pobres con los intereses de los ricos; la segunda vez, en el Contract social, donde el contrato toma al pie de la letra la idea del bien común, buscando un orden que correspondiera efectivamente a esta idea.