Tercer fragmento del discurso pronunciado por Robert Spaemann con el título Der Haß des Sarastro (El odio de Sarastro) en la «Conferencia Wiesenthal acerca de las fuentes del odio», en diciembre de 1998, en el Palacio Hofburg de Viena. Publicada por primera vez en: Transit Europäische Revue, nº 16, Frankfurt am Main, 1999. Reproducida en español en Límites: Acerca de la dimensión ética del actuar, capítulo 13
Sortear la inclinación al odio
Si se lograra hacer entender al que odia qué es la felicidad, todo se habría ganado. Pero esto es difícil. A menudo uno no tiene otra opción que defenderse o huir.
continuación
Decía que el amor a los enemigos es la única superación del odio que va a la raíz. Pero el amor a los enemigos es una difícil y rara virtud. En vez de eso, con frecuencia se recomienda algo más sencillo, a saber, no tener ningún enemigo, esto es, «borrar la idea de enemigo», como se dice. Este consejo es tan insensato como bien intencionado.
Después de 1933, en Alemania muchos judíos habrían hecho bien en formarse a tiempo una idea del enemigo clara y ajustada a la realidad, como por ejemplo hizo Dietrich von Hildebrand, quien desde Viena, ya en 1934, escribió que con los nacionalsocialistas no podía darse ninguna solución de compromiso o acuerdo pacífico, sino sólo el objetivo de su completo aniquilamiento político.
La idea que nos formemos del enemigo, como toda idea que nos formemos de lo real, ha de adecuarse lo más posible a la realidad. Hemos de formárnoslas o borrarlas, según el caso, pero siempre hemos de contrastarlas con la realidad para irlas corrigiendo. A menudo esto resulta difícil. Las imágenes de los enemigos tienden a volverse autónomas e influir sobre la realidad, en vez de dejarse influir por ella.
Pero no está en el poder exclusivo de nadie decidir si tiene enemigos o no. Si una persona, un pueblo, un Estado o un grupo ideológico se topa con una enemistad manifiesta, es cuestión de prudencia y de la relación de fuerzas cómo enfrentarse a ello. Aplacar al enemigo y convertirlo en amigo siempre es el mejor camino. Pero no siempre es una opción posible. No obstante, siempre puede evitarse lo peor, el camino del odio. Y el argumento más poderoso contra esta vía es que, a través de ella, el que odia se procura a sí mismo el mayor daño. Estar a merced del propio odio es un terrible destino. El odio nos vuelve ciegos.
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