Cuarto fragmento del discurso pronunciado por Robert Spaemann con el título Der Haß des Sarastro (El odio de Sarastro) en la «Conferencia Wiesenthal acerca de las fuentes del odio», en diciembre de 1998, en el Palacio Hofburg de Viena. Publicada por primera vez en: Transit Europäische Revue, nº 16, Frankfurt am Main, 1999. Reproducida en español en Límites: Acerca de la dimensión ética del actuar, capítulo 13
El odio inducido
...el que odia se procura a sí mismo el mayor daño. Estar a merced del propio odio es un terrible destino. El odio nos vuelve ciegos.
continuación
Esta Conferencia no trata del odio individual, del odio por razones personales, por causa de agravios personales o por frustraciones personales, sino del odio colectivo. ¿Existe un odio colectivo? El odio es un sentimiento individual, y unas personas tienen mayor tendencia a él que otras. Pero el hecho de que este sentimiento se deba también a razones individuales o no, marca una diferencia.
Se da también el odio sin tales razones, odio en virtud de la simpatía hacia otros con los que se cree que se ha cometido una injusticia, odio debido a la justicia indignante o a la crueldad hacia personas que nos son desconocidas. Los crímenes sexuales que tienen por víctima a los niños despiertan por lo general una ola de odio. Y hay también un odio debido a la pertenencia a grupos que uno ve amenazados, humillados o dañados. A veces tales perjuicios son experimentados también de forma individual y concreta, son entonces percibidos como típicos de un grupo y hacen surgir una especie de odio colectivo. Pero este odio colectivo puede estar también completamente desligado de dichas experiencias y, precisamente por eso, es fácil producirlo de forma artificial.
Hay antisemitas que nunca han visto un judío, a quienes nunca un judío ha hecho daño alguno y que tampoco conocen personalmente a nadie a quien haya hecho daño un judío. Y menos aún varios judíos en enorme medida, que es lo único que haría de alguna manera comprensible asociar el daño con la pertenencia del agresor a una religión. La curiosa animosidad de algunos jóvenes holandeses contra los alemanes, que no hace mucho lamentaba el embajador holandés en Bonn, es inversamente proporcional a las experiencias personales que esos jóvenes han tenido con sus vecinos alemanes.
En cualquier caso, hay que distinguir ahí las antipatías colectivas, por irracionales que puedan ser, del odio colectivo. Naturalmente, en ocasiones propicias pueden convertirse en odio colectivo, por lo que no dejan de ser peligrosas. Pero este paso no ha de darse necesariamente, más bien se produce raras veces y sólo cuando ya ha tenido lugar aparece luego la antipatía como algo odioso.
El antisemitismo que por término medio se daba en Europa central entre, digamos, 1870 y 1925, nos parece tan intolerable porque los nacionalsocialistas pudieron servirse de él y lo hicieron. Antes de que sucediera esto, los propios judíos lo veían tan inofensivo que no dieron la señal de alarma a tiempo. Y quisiera señalar que la relación entre grupos étnicos y religiosos sólo puede considerarse normal cuando a cualquiera le es posible, sin ningún problema, no sentir particular simpatía por otros grupos sin que ello se asocie al asesinato, la vulneración de derechos humanos o de derechos civiles. Sólo entonces es también posible apreciar especialmente lo que tiene lo distinto de distinto sin que a ello vayan ligados los mecanismos de asociación inversos: la sospecha de que uno se está reprimiendo, de la compensación, la adulación, la political correctness, etc.
Cuando las garantías del Estado de derecho dependen de la simpatía, uno debería plantearse la posibilidad de emigrar, especialmente si pertenece a una minoría. Pues esas garantías están pensadas precisamente para el caso de falta de simpatía, al igual que el derecho matrimonial está hecho en primer lugar para los matrimonios que funcionan mal. Dado que en Alemania existían desde hacía mil años autoridades estatales y eclesiásticas que habían protegido a los judíos de los estallidos de odio del populacho, los judíos no contaban con que el propio Estado podía caer en manos de éste.
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