Undécimo y último fragmento de la conferencia de Robert Spaemann pronunciada en Madrid el 19 de mayo de 2005 titulada Confianza. Publicada en la revista Empresa y Humanismo Vol. IX, 2/05, pp. 131-148. El texto de la conferencia completa se puede obtener en el enlace: https://dadun.unav.edu/bitstream/10171/7007/4/Confianza.pdf
XI. ¿Quién merece confianza?
No hablaré de medidas para creación de confianza; para la obtención o, lo que es mucho más difícil, la reobtención de la confianza. Sólo quisiera decir una cosa: todas estas medidas son vanas, se consideran como manipulación y no dan resultado si no contienen el núcleo de aquello que constituye la confianza, que consiste en hacerse realmente vulnerable. Ello no significa vulnerabilidad total y, además, se desarrolla en forma gradual y abierta a la experiencia. Pero el límite de vulnerabilidad que cada uno pone es ciertamente el límite de la confianza. El punto hasta el que uno está dispuesto a ir no se puede determinar de una vez para siempre. Depende, en último término, de la naturaleza y de la propia cosmovisión. Hay quien es propenso a contar siempre con lo peor y quien prefiere suponer que le pire n’est pas toujours sur (lo peor no siempre es seguro). Y eso depende también de si uno cree en un gobierno divino del mundo, según el cual, pase lo que pase “para los que aman a Dios todo coopera para el bien”. Es decir, lo peor ni siquiera puede ocurrir, pues, pase lo que pase, por el hecho de haber sucedido, no puede ser lo peor. El que es capaz de pensar así es feliz, sobre todo si a ello une un carácter sereno, no exaltado, amable, para el que la desconfianza precisa justificación antes que la confianza.
Permítanme una observación final acerca de la cuestión del merecimiento de confianza. La confianza se refiere a dos contenidos: a la competencia y a las convicciones -el poder y el querer-, siendo las convicciones lo más fundamental, porque la competencia tomada por sí misma siempre es ambivalente. Ya Platón escribe que con el mismo arte médico con el que se puede curar se puede también hacer enfermar. O, dicho sea de paso, como ocurre hoy en Holanda, se puede matar. Cada vez más personas mayores holandesas se van a residencias alemanas de ancianos porque han perdido confianza en sus médicos y ya no se sienten seguros de su vida. Cuando digo que las convicciones son lo más fundamental lo digo también porque una actitud ética empuja a adquirir competencia y prohíbe suponer competencia allí donde no existe.
¿De qué tipo debe ser la convicción para que le vuelva a uno digno de confianza? No teman ustedes que ahora vaya a presentarles un tratado sobre los fundamentos de la ética. Sólo quisiera mencionar dos actitudes morales que descalifican a una persona en cuanto destinatario de confianza. Una es la actitud que llamamos utilitarismo o moral teleológica. La segunda consiste en la creencia de que la situación en la que tenemos que actuar es única e incomparable desde cualquier perspectiva y que nuestra acción tiene, por ello, el carácter de última batalla. Me explico: la ética utilitarista comprende las palabras bien y mal en el marco de un modelo de actuación tecnológica. El objetivo es la optimización del mundo, es decir: una actuación se considera ética cuando la totalidad de sus consecuencias vuelve más felices a la mayoría de los hombres de lo que lo haría cualquier posible actuación alternativa. O, en otra variante, la totalidad de consecuencias de una actuación vuelve más valioso el mundo que cualquier actuación alternativa. No quiero indagar aquí en las muchas dificultades que genera este tipo de ética, empezando por la dificultad de realizar un cálculo de consecuencias de esta índole. El problema de la confianza queda afectado, sin embargo, en tanto en cuanto no podemos saber nunca cuando un utilitarista piensa que su actuación sirve a la finalidad de la optimización. Tampoco tiene por qué decírnoslo, si opina que decir la verdad es nocivo para este objetivo. En cualquier caso, él opina que el fin justifica los medios. No existen para él medios malos, excepto aquellos que no facilitan el fin.
El que piensa así no es digno de confianza, sobre todo si añade una segunda convicción, la del carácter único del caso y que se trata de la última batalla que hay que librar. El ethos normal, el ethos de la normalidad, se basa en el hecho de que cada caso es, en cierto sentido, un precedente de otros, que la vida sigue y que debe ser posible acordarnos más tarde de lo que hacemos ahora, lo cual nos permitirá proceder según la misma máxima. Después de cualquier actuación debe ser posible decir: volveremos a vernos. También en la guerra -Kant lo advirtió- los enemigos deben tratarse de tal manera que no se cierre por mucho tiempo la posterior posibilidad de volver a ser amigos. La convicción de que una situación es incomparable dispensa de la idea de que el precedente influye. Lenin es un buen ejemplo de ello. “Agrupémonos todos en la lucha final”, reza la Internacional. Correspondiendo a esta llamada, Lenin parte del hecho de que es bueno lo que sirve a la revolución, a la última revolución de la historia universal, y de que es malo lo que la perjudica. El buen fin, para él, justifica por principio cualquier medio. Y dado que Lenin todavía tenía un concepto tradicional de ética, declaró: “En el marxismo no existe ni la más mínima ética”. Quería decir: la búsqueda eficiente del objetivo revolucionario no puede ser limitada por ninguna regla moral tradicional. La revolución genera una nueva situación del mundo, inconmensurable con la anterior, de modo que de la actuación revolucionaria no emana ningún efecto que sirva de precedente para la situación posterior.
Esta actitud no permite confianza alguna, y hace indigno de confianza al que la tiene. Pero incapacita también para la confianza en sí mismo, porque, dado que quien piensa así no puede arriesgar de ninguna manera el fallar en su objetivo, no puede hacerse vulnerable. “Si perdemos, la historia ha perdido su sentido”, dijo Hitler, que no estaba dispuesto a considerar la propia derrota y su fracaso como un caso de derrota cualquiera y un fracaso entre otros. Se trata de la totalidad, y siempre que se trata de ella se recomienda cautela y desconfianza.
La historia sigue y todo lo que sucedió en ella -también el genocidio de los judíos- se convierte en algún momento en un caso entre otros. Y ya deberíamos considerarlo así ahora, pues sólo así puede servir de aviso a las generaciones venideras. Lo incomparable ni puede avisarnos ni enseñarnos.
El que confía se arriesga a fracasar. Sólo puede confiar aquel que está dispuesto a aceptar el fracaso. Pero lo mismo es válido para el merecimiento de confianza. Sólo es digno de confianza aquel que está dispuesto a aceptar una derrota. No hay nada en el mundo por lo cual pagaría cualquier precio, dijo en una ocasión Solchenitzin. La disposición a pagar cualquier precio por algo, vuelve indigna de confianza a la persona. Sólo se puede confiar en aquel que está dispuesto a mucho, pero no a todo. Vista en todas sus dimensiones, la disponibilidad a la confianza es rentable. Pero incluye la disponibilidad a aceptar un desengaño. El que experimente esto se acordará de la frase de La Rochefoucauld: “Es más honroso ser defraudado por los amigos que desconfiar de ellos”.