jueves, 28 de junio de 2018

El contraste entre el placer y la realidad

Quinto fragmento del capítulo II: Educación o el principio del placer y de la realidad del libro de Robert SpaemannÉtica: cuestiones fundamentales

La fragilidad entronca con el sentido de la vida

El mundo no nos sitúa frente al ambiente de una manera determinada ya por el instinto, sino frente a un reino abierto a innumerables posibilidades de satisfacción y también a innumerables amenazas, ya que no podemos realizar sin castigo todos nuestros deseos.

(continuación)

Por eso, Sigmund Freud ha descrito el desarrollo inicial del niño con la ayuda de estos dos conceptos: principio de placer y de realidad. Él lo vio así: al principio, el niño está dotado tan sólo con una libido indeterminada, con un impulso hacia el placer, el contacto corporal y la unión. Pero el niño experimenta la realidad como algo que no corresponde a voluntad, automáticamente y sin límites, a ese impulso. La naturaleza no se acomoda a nosotros; somos nosotros los que tenemos que acomodarnos a ella. Debemos por tanto renunciar a una parte de nuestros deseos para que se puedan realizar otros, incluso para podemos mantener en la existencia.

Freud vio en el principio de realidad el origen de la razón. En un país de jauja donde todos los deseos se cumplieran inmediatamente y sin esfuerzo, y no debiésemos tener en cuenta ninguno de los condicionamientos que no dependen de nosotros, no se desarrollaría algo como la razón. Freud vio toda la vida humana como un compromiso - y ello en razón de la autoconservación- entre lo que podemos -la realización sin límites de la libido- y la adaptación a la realidad que se opone a esa realizaciónVisto así, el hombre es, por así decir, un hedonista frustrado. Ahí reside la causa de todas las neurosis; pero también la de todas las más altas realizaciones culturales que brotan de la así llamada sublimación de los impulsos primarios.

Freud descubrió fenómenos ocultos hasta entonces. Pero, ¿los interpretó correctamente? Para responder a esa pregunta hagamos el siguiente experimento mental: imaginemos un hombre que está fuertemente atado sobre una mesa en una sala de operaciones. Está bajo el efecto de los narcóticos. Se le han introducido unos hilos en la cubierta craneal, que llevan unas cargas exactamente dosificadas a determinados centros nerviosos, de modo que este hombre se encuentra continuamente en un estado de euforia; su rostro refleja gran bienestar. El médico que dirige el experimento nos explica que este hombre seguirá en ese estado, al menos, diez años más. Si ya no fuera posible alargar más su situación se le dejaría morir inmediatamente, sin dolor, desconectando la máquina. El médico nos ofrece ponernos de inmediato en esa misma situación. Que cada cual se pregunte ahora si estaría alegremente dispuesto a trasladarse a ese tipo de felicidad.

¿Qué se sigue de nuestra negativa a aceptar esa oferta? Se sigue que lo que de verdad y en el fondo queremos no es, en absoluto, el placer, ya que el hombre que está sobre la mesa disfruta de la más alta sensación de placer; y sin embargo no queremos cambiarnos por él. Preferimos continuar con nuestra mediocre vida. ¿Por qué no queremos cambiarnos? Porque ese hombre se encuentra al margen de la vida verdadera, de la realidad. Ciertamente que no siente nada, y que su sueño está seguramente poblado de gentes amables; pero preferimos gentes mediocres y, por lo mismo, reales.


No es exacto de ningún modo que la realidad sea ante todo lo contrario y opuesto a nosotros; algo a lo que debamos acomodarnos por fuerza. También es aquello de lo que no podemos prescindir. En la realidad dolor y placer aparecen mezclados. El dolor, si no es excesivo, tiene una importante función: nos muestra los peligros de la vida y está así al servicio de la autoconservación; el instinto de conservación limita en efecto el apetito de placer, pero no en el sentido de un perezoso compromiso; la obtención de placer no es evidentemente lo principal, lo que de verdad y en el fondo deseamos, sino un deseado aspecto que acompaña.


La experiencia de la realidad, al contrario, muy lejos de ser un impedimento para la realización de la vida, es más bien su contenido más genuino. El hecho de que nuestra conservación esté siempre en juego -incluso sabiendo del mortal desenlace final-, por curioso que resulte, pone sentido en nuestra vida.

domingo, 24 de junio de 2018

Placer y dolor

Cuarto fragmento del capítulo II: Educación o el principio del placer y de la realidad del libro de Robert SpaemannÉtica: cuestiones fundamentales

La pugna con la autoconservación

Epicuro... no afirmaba que todos los hombres fueran hedonistas, sino que les recomendaba serlo. Debían aprender que el bien supremo no está en las cosas ni en el hombre, sino tan sólo en el placer que en ellos encontramos.

(continuación)

Dos variantes podemos distinguir en este hedonismo: positiva una y negativa la otra. Mientras que una trata sobre todo de lograr un máximo de placer, la otra se ocupa de evitar el dolor. La primera es a menudo propia de las clases dominantes de una sociedad, que pueden permitirse el lujo de alargar sus deseos, ya que piensan tener los medios para lograr su satisfacción. La otra variante tiene más bien un corte ascético: tiene pocos apetitos, para reducir al máximo, desde el principio, las posibles frustraciones. Esta última fue la postura de Epicuro, y por lo general va unida al cuidado de la salud: el logro del placer a largo plazo supone la salud. 

Todavía una tercera reflexión. El grado de la sensación de felicidad que se experimenta depende, y no en último lugar, del horizonte de la esperanza. Quien se ha acostumbrado a la satisfacción de múltiples y variadas necesidades, no logra a la larga más placer que quien tiene unas necesidades más modestas, siendo su placer más difícil de conseguir. Su preparación requiere más tiempo de vida del que tampoco un hombre rico dispone en mayor cuantía; y además están expuestos a más peligros. Por eso es razonable, al parecer de Epicuro, reducir los deseos. 

Finalmente, para Epicuro, también las virtudes de la benevolencia, liberalidad y amistad, pertenecen a la buena vida, ya que estas cualidades son una fuente de alegría para quien las posee. La frase de Jesús: "dar es mejor que recibir" se puede fundamentar también hedonísticamente. El hedonismo contiene bastantes ideas que pertenecen a la ciencia de la vida; pero, a la vez, las echa a perder porque, como veremos, al centrarse en la obtención del propio placer estorba a la verdadera felicidad

Pero, en primer lugar, conviene aclarar lo siguiente: incluso si partimos de que el hombre desea ante todo el placer, muy pronto en el desarrollo de cada hombre otro impulso sustituye a aquel: el apetito de la autoconservación. En los animales el instinto de conservación, propio y de la especie, va unido al de satisfacción y al de obviar las situaciones de malestar. Entre las condiciones del medio ambiente al animal le gustan las que son necesarias para su conservación. Y tampoco necesita pensar en la conservación de la especie. El mismo se cuida de satisfacer el instinto sexual.

También el hombre posee los instintos del hambre y de la sed, y el instinto sexual. Pero reflexionando expresamente sobre la satisfacción de esos impulsos puede separarlos de su fin natural, que es la conservación propia y de la especie. El mundo no nos sitúa frente al ambiente de una manera determinada ya por el instinto, sino frente a un reino abierto a innumerables posibilidades de satisfacción y también a innumerables amenazas, ya que no podemos realizar sin castigo todos nuestros deseos.

jueves, 21 de junio de 2018

La satisfacción del deseo

Tercer fragmento del capítulo II: Educación o el principio del placer y de la realidad del libro de Robert SpaemannÉtica: cuestiones fundamentales

Irrupción del hedonismo

...se nos pueden inculcar normas morales que, en sí mismas, no sirven en absoluto a nuestros intereses...  Pero también es no-natural una moral que nos entregue en manos de nuestro capricho, es decir, en manos de nuestros deseos y gustos del momento, que nos hacen errar sobre lo que propiamente queremos por falta de conocimiento o de autodominio.

(continuación)

Ahora bien, ¿existe un deseo fundamental del ser humano, un deseo tal que se puedan medir con él todos los deseos particulares y todas las aspiraciones, lo mismo que las normas vigentes en una sociedad? Si es así, ¿en qué consiste? 

La respuesta más antigua a esta pregunta, y aún hoy muy extendida, dice así: lo que nosotros queremos de verdad en el fondo, y aquello por lo que queremos todo lo demás, es lograr el placer y evitar el dolor, o dicho de otro modo más simple: sentirnos a gustoLo que contribuya al logro de ese objetivo será bueno, y malo lo que lo dificulte.

Esta concepción se denomina "hedonismo", de la voz griega "hedoné", placer. El hedonismo fue la primera explicación de la razón de nuestra actividad y, a la vez, el primer principio de una moral sistemática. Más adelante veremos que este principio no es suficiente. Pero es bueno aclarar que contiene un descubrimiento, el descubrimiento del que hablábamos al comienzo: antes de tener el deber de hacer algo, debemos desearlo. Si tengo que hacer algo que es bueno en sí mismo, eso debe ser, en algún sentido, bueno para mí, ya que debe ser un motivo de mi actuación, y debo encontrar en él, de algún modo, una satisfacción; de lo contrario, no lo podría querer en absoluto.


Pero el hedonismo interpreta a la vez falsamente este descubrimiento: del hecho de que todo logro de un objetivo de la voluntad vaya unido a una satisfacción, concluye que el verdadero fin de nuestra actividad es esa satisfacción. Todo lo demás se quiere sólo en razón de ese fin. Ahora bien, tal afirmación carece de cualquier fundamento.

Naturalmente que me alegra el poder salvar la vida a un hombre, o mostrar mi agradecimiento a quien me ha ayudado, ya que le doy una alegría. Pero es totalmente falso afirmar que lo haya hecho sólo para conseguir una satisfacción. Esta es más bien una interpretación posterior hecha por un espectador ajeno, o fruto de una reflexión en la que, por decirlo así, nos hacemos espectadores de nuestros propios deseos, en lugar sencillamente de desear o hacer algo.

No siempre cayeron en este error los filósofos hedonistas. Muchos de ellos, por ejemplo Epicuro, sabían muy bien que el hombre no se mueve en general por estados de placer, sino por múltiples cosas de la vida, importantes y poco importantes, buenas y malas. Pero Epicuro tenía esto por un estado de autoalienación del hombre, por una situación, además, en la que uno se hace permanentemente desgraciado al no alcanzar nunca lo que desea. Por eso no afirmaba que todos los hombres fueran hedonistas, sino que les recomendaba serlo. Debían aprender que el bien supremo no está en las cosas ni en el hombre, sino tan sólo en el placer que en ellos encontramos.

domingo, 17 de junio de 2018

El deseo más profundo

Segundo fragmento del capítulo II: Educación o el principio del placer y de la realidad del libro de Robert SpaemannÉtica: cuestiones fundamentales

Los albores de la Ética

Para hacer algo, debemos quererlo. Si tenemos un deber, entonces eso quiere decir que debemos quererlo...  A quien nada quiere no se le puede plantear ninguna exigencia. Si uno se encuentra en un estado de apatía, de falta de voluntad, entonces cualquier deber cae en el vacío.

(continuación)

Cuando, hace 2.500 años, comenzó la reflexión filosófica sobre la Ética -es decir, sobre la vida recta-, no se inició con la pregunta sobre lo que debemos hacer, sino con la pregunta sobre lo que propiamente y en el fondo queremos, pues la mayor parte de lo que queremos no lo queremos propiamente en sí ni por sí mismo, sino que gracias a eso pretendemos lograr una cosa distinta; es lo que muestran los ejemplos del atracador y del médico.

Todo deber tiene que fundarse en un querer previo, de otro modo no tendríamos razón alguna para hacer propio ese deber. Si supiésemos lo que queremos verdaderamente y en el fondo -pensaban los griegos-, entonces sabríamos lo que tenemos que hacer, y sabríamos en qué consiste la auténtica vida. Lo que verdaderamente y en el fondo queremos, causa de cualquier otro deseo y acción, lo denominaron los griegos "el bien" o "bien supremo".

La pregunta: "¿cuál es el supremo bien?", sobre la que giraba toda la Ética antigua, no significa: "¿qué es lo moralmente justificado?", sino: "¿cuál es propiamente el último fin de nuestras tendencias?". Si se conociese, entonces se podrían diferenciar también las morales atendiendo a si son naturales o no-naturales y represivas. Naturales serán aquellas que nos ayuden a alcanzar lo que de verdad y en el fondo queremos; y serán no-naturales las que no lo hacen. Los sistemas normativos pueden ser antinaturales de dos maneras: por entregar al hombre en manos de otro, o por hacerlo al propio capricho.

También la heterodeterminación se apoya en la propia voluntad; pero quien tiene la fuerza puede hacer depender el logro de nuestros deseos del previo cumplimiento de los suyos, aunque éstos se opongan a aquéllos; lo mismo que en el caso del atracador que nos permite vivir a condición de que le entreguemos nuestra cartera.

En este sentido, se nos pueden inculcar normas morales que, en sí mismas, no sirven en absoluto a nuestros intereses, precisamente en cuanto que tan sólo podemos alcanzar lo que queremos si cumplimos esas normas. Tales morales son "dominación interiorizada". Pero también es no-natural una moral que nos entregue en manos de nuestro capricho, es decir, en manos de nuestros deseos y gustos del momento, que nos hacen errar sobre lo que propiamente queremos por falta de conocimiento o de autodominio.

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Uno de los diálogos entre Bastián y el león Graógraman de  La Historia Interminable puede ilustrar el texto expuesto de Spaemann:

Bastián le enseñó al león la inscripción del reverso de la Alhaja.
¿Qué significa -preguntó- “HAZ LO QUE QUIERAS”? Eso quiere decir que puedo hacer lo que me dé la gana, ¿no crees?
El rostro de Graógraman pareció de pronto terriblemente serio y sus ojos comenzaron a arder.
No -dijo con voz profunda y retumbante-. Quiere decir que debes hacer tu Verdadera Voluntad. Y no hay nada más difícil.
¿Mi Verdadera Voluntad? -repitió Bastián impresionado- ¿qué es eso?
Es tu secreto más profundo que no conoces.
¿Cómo puedo descubrirlo entonces?
Siguiendo el camino de los deseos, de uno a otro, hasta llegar al último. Este camino te conducirá a tu Verdadera Voluntad.
No me parece muy difícil -opinó Bastián-.
Es el más peligroso de todos los caminos -dijo el león-.
¿Por qué? -pregunto Bastián-. Yo no tengo miedo.
No se trata de eso -retumbó Graógraman-. Ese camino exige la mayor autenticidad y atención, porque en ningún otro es tan fácil perderse para siempre."
(Michael Ende: La historia interminable. Capítulo O)

jueves, 14 de junio de 2018

Querer y deber

Primer fragmento del capítulo II: Educación o el principio del placer y de la realidad del libro de Robert SpaemannÉtica: cuestiones fundamentales

Voluntad y exigencia

En el primer capítulo * se trató de algo que todos sabemos: que existe una diferencia entre lo mejor y lo peor, entre lo bueno y lo malo; una diferencia que hace relación no sólo a las necesidades de un individuo, de una persona determinada, sino que expresa una valoración absoluta, totalmente independiente de la correspondiente referencia.

Y lo que todos sabemos ya de modo espontáneo es que esta diferencia tiene un valor general, a pesar de todas las diferencias históricas y culturales que se dan en un individuo. Ciertamente podemos comparar una vez más los comportamientos estándar de las diversas culturas. Y podemos además dar una mejor calificación a los estándares morales de otras culturas que a los nuestros. 

Se trataba ante todo de defender ese conocimiento primario frente a las objeciones escépticas y relativistas. Una mejor comprensión de lo que entendemos exactamente por una vida auténtica o falsa, por bien o mal, bueno o malo, supone alguna reflexión más, que ahora iniciamos.

Tenemos costumbre de unir las susodichas cuestiones morales con la palabra deber, con la idea de exigencia, mandato. Las exigencias se dirigen a nuestra voluntad. Para hacer algo, debemos quererlo. Si tenemos un deber, entonces eso quiere decir que debemos quererlo

"Yo hago lo que quiero"; como tal, es una manera de hablar completamente banal, pues como vimos en el capítulo primero, cada uno hace lo que quiere. La pregunta es: “¿por qué yo quiero algo?". El que obedece al médico que le prohíbe el placer de comer carne asada, lo hace porque quiere curarse o porque quiere continuar sano. Quien entrega su cartera a un asaltante, lo hace porque quiere salvar su vida o sus huesos. A quien nada quiere no se le puede plantear ninguna exigencia. Si uno se encuentra en un estado de apatía, de falta de voluntad, entonces cualquier deber cae en el vacío.

*Desarrollado en las entradas precedentes con el título Sobre el bien y el mal