La fragilidad entronca con el sentido de la vida
El mundo no nos sitúa frente al ambiente de una manera determinada ya por el instinto, sino frente a un reino abierto a innumerables posibilidades de satisfacción y también a innumerables amenazas, ya que no podemos realizar sin castigo todos nuestros deseos.(continuación)
Por eso, Sigmund Freud ha descrito el desarrollo inicial del niño con la ayuda de estos dos conceptos: principio de placer y de realidad. Él lo vio así: al principio, el niño está dotado tan sólo con una libido indeterminada, con un impulso hacia el placer, el contacto corporal y la unión. Pero el niño experimenta la realidad como algo que no corresponde a voluntad, automáticamente y sin límites, a ese impulso. La naturaleza no se acomoda a nosotros; somos nosotros los que tenemos que acomodarnos a ella. Debemos por tanto renunciar a una parte de nuestros deseos para que se puedan realizar otros, incluso para podemos mantener en la existencia.
Freud vio en el principio de realidad el origen de la razón. En un país de jauja donde todos los deseos se cumplieran inmediatamente y sin esfuerzo, y no debiésemos tener en cuenta ninguno de los condicionamientos que no dependen de nosotros, no se desarrollaría algo como la razón. Freud vio toda la vida humana como un compromiso - y ello en razón de la autoconservación- entre lo que podemos -la realización sin límites de la libido- y la adaptación a la realidad que se opone a esa realización. Visto así, el hombre es, por así decir, un hedonista frustrado. Ahí reside la causa de todas las neurosis; pero también la de todas las más altas realizaciones culturales que brotan de la así llamada sublimación de los impulsos primarios.


No es exacto de ningún modo que la realidad sea ante todo lo contrario y opuesto a nosotros; algo a lo que debamos acomodarnos por fuerza. También es aquello de lo que no podemos prescindir. En la realidad dolor y placer aparecen mezclados. El dolor, si no es excesivo, tiene una importante función: nos muestra los peligros de la vida y está así al servicio de la autoconservación; el instinto de conservación limita en efecto el apetito de placer, pero no en el sentido de un perezoso compromiso; la obtención de placer no es evidentemente lo principal, lo que de verdad y en el fondo deseamos, sino un deseado aspecto que acompaña.
La experiencia de la realidad, al contrario, muy lejos de ser un impedimento para la realización de la vida, es más bien su contenido más genuino. El hecho de que nuestra conservación esté siempre en juego -incluso sabiendo del mortal desenlace final-, por curioso que resulte, pone sentido en nuestra vida.