La fragilidad entronca con el sentido de la vida
El mundo no nos sitúa frente al ambiente de una manera determinada ya por el instinto, sino frente a un reino abierto a innumerables posibilidades de satisfacción y también a innumerables amenazas, ya que no podemos realizar sin castigo todos nuestros deseos.(continuación)
Por eso, Sigmund Freud ha descrito el desarrollo inicial del niño con la ayuda de estos dos conceptos: principio de placer y de realidad. Él lo vio así: al principio, el niño está dotado tan sólo con una libido indeterminada, con un impulso hacia el placer, el contacto corporal y la unión. Pero el niño experimenta la realidad como algo que no corresponde a voluntad, automáticamente y sin límites, a ese impulso. La naturaleza no se acomoda a nosotros; somos nosotros los que tenemos que acomodarnos a ella. Debemos por tanto renunciar a una parte de nuestros deseos para que se puedan realizar otros, incluso para podemos mantener en la existencia.
Freud vio en el principio de realidad el origen de la razón. En un país de jauja donde todos los deseos se cumplieran inmediatamente y sin esfuerzo, y no debiésemos tener en cuenta ninguno de los condicionamientos que no dependen de nosotros, no se desarrollaría algo como la razón. Freud vio toda la vida humana como un compromiso - y ello en razón de la autoconservación- entre lo que podemos -la realización sin límites de la libido- y la adaptación a la realidad que se opone a esa realización. Visto así, el hombre es, por así decir, un hedonista frustrado. Ahí reside la causa de todas las neurosis; pero también la de todas las más altas realizaciones culturales que brotan de la así llamada sublimación de los impulsos primarios.
Freud descubrió fenómenos ocultos hasta entonces. Pero, ¿los interpretó correctamente? Para responder a esa pregunta hagamos el siguiente experimento mental: imaginemos un hombre que está fuertemente atado sobre una mesa en una sala de operaciones. Está bajo el efecto de los narcóticos. Se le han introducido unos hilos en la cubierta craneal, que llevan unas cargas exactamente dosificadas a determinados centros nerviosos, de modo que este hombre se encuentra continuamente en un estado de euforia; su rostro refleja gran bienestar. El médico que dirige el experimento nos explica que este hombre seguirá en ese estado, al menos, diez años más. Si ya no fuera posible alargar más su situación se le dejaría morir inmediatamente, sin dolor, desconectando la máquina. El médico nos ofrece ponernos de inmediato en esa misma situación. Que cada cual se pregunte ahora si estaría alegremente dispuesto a trasladarse a ese tipo de felicidad.
¿Qué se sigue de nuestra negativa a aceptar esa oferta? Se sigue que lo que de verdad y en el fondo queremos no es, en absoluto, el placer, ya que el hombre que está sobre la mesa disfruta de la más alta sensación de placer; y sin embargo no queremos cambiarnos por él. Preferimos continuar con nuestra mediocre vida. ¿Por qué no queremos cambiarnos? Porque ese hombre se encuentra al margen de la vida verdadera, de la realidad. Ciertamente que no siente nada, y que su sueño está seguramente poblado de gentes amables; pero preferimos gentes mediocres y, por lo mismo, reales.
No es exacto de ningún modo que la realidad sea ante todo lo contrario y opuesto a nosotros; algo a lo que debamos acomodarnos por fuerza. También es aquello de lo que no podemos prescindir. En la realidad dolor y placer aparecen mezclados. El dolor, si no es excesivo, tiene una importante función: nos muestra los peligros de la vida y está así al servicio de la autoconservación; el instinto de conservación limita en efecto el apetito de placer, pero no en el sentido de un perezoso compromiso; la obtención de placer no es evidentemente lo principal, lo que de verdad y en el fondo deseamos, sino un deseado aspecto que acompaña.
La experiencia de la realidad, al contrario, muy lejos de ser un impedimento para la realización de la vida, es más bien su contenido más genuino. El hecho de que nuestra conservación esté siempre en juego -incluso sabiendo del mortal desenlace final-, por curioso que resulte, pone sentido en nuestra vida.
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