Herramienta que no cierra el debate
...el utilitarismo radical... quiere adoptar una perspectiva divina y, por tanto, no permite ningún ordo amoris, el cual se funda en relaciones de proximidad y lejanía finitas.
continuación
Al utilitarismo se le ha objetado que no puede deducir el principio de justicia, y que incluso lo excluye, ya que para este principio cuentan todos, y no sólo la mayoría. Para la reconstrucción de este principio se ofrece, como segunda de las escuelas hoy dominantes, si bien ante todo en los países de lengua alemana, la ética del diálogo. Pero estos diálogos sólo podrían ser en realidad prácticos cuando el diálogo específico correspondiente a cada caso hubiera terminado de hecho, y de tal manera que ya no fuera realmente posible que ninguna de las partes planteara objeción alguna. Este caso no se ha dado sencillamente nunca.
Para llegar a tomar decisiones hay pues que imaginar un diálogo ideal, libre de imposiciones, en el que se formulen todos los intereses. Y luego debe uno juzgar cuál sería el resultado de tal diálogo. Pero si eso es posible, la razón práctica individual ha de preceder al diálogo, el cual por tanto no puede sustituirla. Hay que suponer interlocutores que no sólo formulen intereses, sino que también estén dispuestos a relativizar esos intereses y a establecer una jerarquía de los mismos en función de criterios objetivos. De otro modo, el grado de intensidad correspondiente a un deseo ocuparía el lugar de ese criterio. En otras palabras, la justicia está tan lejos de ser el resultado de ese diálogo que es más bien su condición previa. Además, en ese diálogo no aparecen los intereses de los débiles -esto es, de todos aquéllos que no pueden formular sus intereses-, mientras que proporciona a los intelectuales una ventaja abusiva. En la evaluación de los intereses, a éstos les resultará más sencillo adjudicar a sus preferencias el premio moral de lo obvio e intimidar a los defensores de otras escalas mediante la discriminación moral.
¿Puede ser práctica la ética? Sí, puede serlo. Pero precisamente por eso estamos obligados a desconfiar. Pues los filósofos morales no son más morales que cualquier otra persona. Cuando discuten públicamente las cuestiones fundamentales de la ética, están desarrollando un diálogo imprescindible en una sociedad libre. Pero cuando dan consejos inmediatos para la praxis, estos consejos no tienen más valor que los argumentos inteligibles para todo el mundo en que puedan apoyarlos. Y para esos argumentos hay contraargumentos. Su ayuda consiste esencialmente en que a quienes tienen que decidir pueden servirles de ayuda para clarificar por qué deciden de esta manera y no de otra.
Estas explicaciones suenan escépticas. El escepticismo no se refiere a la posibilidad de razones éticas relevantes para la acción y de validez incondicionada. Se refiere a la suposición de que la vigencia pública, el mejor argumento y la mejor manera de vivir estuvieran en una especie de armonía preestablecida. Puesto que no creo en esa armonía, defiendo que no sea simulada mediante una orientación política institucionalizada de carácter filosófico. No en el sentido de que los filósofos no pudieran asesorar a los políticos. Pero la contingencia de tales relaciones de asesoramiento no debería ser encubierta por la institucionalización, una institucionalización que a estas relaciones les concede algún tipo de solemne consagración. La filosofía sólo puede florecer en medio de la anarquía.