Criterios que evolucionan
«Limítate a hacer rectamente lo que te incumbe, y el resto se hará solo». Esta frase de Goethe caracteriza muy bien la actitud que subyace a todo ethos profesional. Ahora bien, en ella se presupone que se entiende por sí solo qué es «hacer rectamente lo que te incumbe». El ethos profesional tiene la función de exonerar. Nos exime en las actividades profesionales de reflexionar sobre los principios y normas últimos de lo moral, de efectuar una reflexión que tuviésemos que estar justificando constante e individualmente. Se sabe qué se tiene que hacer en una determinada situación típica, y, a la inversa, lo que no se debe hacer. Esa exoneración de la reflexión es una condición elemental de la acción: en el estado de completa normalidad el ethos profesional será poco menos que idéntico a la lex artis. Pues también la lex artis permite al médico renunciar a excesivas reflexiones sobre los principios fundamentales en cuestiones relacionadas con lo correcto y lo incorrecto, ya que en la situación concreta puede recurrir a ciertos estándares reconocidos en su profesión.
Ahora bien, el estado de completa normalidad es una ficción, un tipo ideal, similar al estado de equilibrio que viene dado por una competencia perfecta estudiado en la teoría económica. En realidad, la normalidad de la lex artis está siendo constantemente modificada por el progreso científico y técnico. Y en cierto modo queda relativizada tan pronto nos hacemos conscientes de las opciones metodológicas cuyo resultado es ya esa normalidad. Los estándares de la medicina china, de la homeopatía y de la denominada medicina académica no son lo que se dice idénticos.
Parecido es lo que sucede con el ethos profesional. Allí donde la ciencia y la técnica médica hacen que se incremente la eficiencia del actuar médico se plantean preguntas para las que no hay un «esto se hace así» y un «esto no se hace». Es más, incluso reglas ya firmemente establecidas vuelven a ser problematizadas, como, por ejemplo, la regla de hacer en todos los casos todo lo que se pueda para conservar la vida humana durante el mayor tiempo posible. Esta regla procede de una época en la que lo posible a ese respecto era muy limitado. La exigencia de agotar en todos los casos el ámbito de lo posible no chocaba con otros imperativos, como, por ejemplo, el de posibilitar una muerte digna del hombre. O piensen en la regla «nil noceri». Presupone que disponemos de un concepto inequívoco de perjuicio y que no estamos en condiciones de ponderar entre sí diversos perjuicios para el organismo, tampoco necesitados de hacerlo.
Pero el ethos profesional también puede verse sacudido por el lado de la fundamentación ética, a saber, cuando en una sociedad los principios en que descansa ya no pueden contar con el consenso. La perturbación de la normalidad se hace visible entonces en el hecho de que es necesario hablar de ella y de que cada médico tiene que decidirse expresamente y manifestar cuáles son sus estándares morales. Así, en el «Tercer Reich» se reconocía a los médicos no nacionalsocialistas en que en sus salas de espera colgaba de la pared el texto del juramento hipocrático, el juramento que prohíbe intervenir en abortos y en la eutanasia. Para estos médicos el consenso social de cada momento no era el criterio del actuar. Habían formado su conciencia con arreglo a criterios basados en lo inmemorial.
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