martes, 27 de abril de 2021

Discrepancia insoportable

Noveno fragmento del discurso pronunciado por Robert Spaemann con el título Der Haß des Sarastro (El odio de Sarastro) en la «Conferencia Wiesenthal acerca de las fuentes del odio», en diciembre de 1998, en el Palacio Hofburg de Viena. Publicada por primera vez en: Transit Europäische Revue, nº 16, Frankfurt am Main, 1999. Reproducida en español en Límites: Acerca de la dimensión ética del actuar, capítulo 13

Justificación eufemística

Las posiciones particularistas, los nacionalismos, los agrupamientos étnicos o también religiosos tradicionales, generan odio cuando sienten amenazada su identidad o su estado de posesión tradicional. La relación «nosotros y los otros» es inherente a ellos. Esta relación puede ser pacífica, de enemistad o puede ser también una relación llena de odio. En ese marco el odio es aceptado, es confesado, pero por eso puede también combatirse bajo la influencia de una ética que es algo más que una moral grupal.

continuación

III

El odio de Sarastro, el odio que viene de posiciones universalistas, posiciones que per definicionem se entienden como morales, es un problema complicado. Pues este odio no admite ser tal. Dice ser sólo odio al odio: odio de los buenos a los malos, que obstaculizan la victoria definitiva del bien. Este odio no se aplica al enemigo, porque se ha eliminado la idea de enemigo. Se aplica a aquéllos que no la han eliminado. No es un odio de hombres dirigido contra hombres, sino de hombres contra seres infrahumanos. Recuérdese el odio de Voltaire a los judíos.

También este odio es de los que se deben a la debilidad. Se trata de una doble debilidad. Una descansa en la experiencia de la imposibilidad de hacer que lo que debería regir universalmente tenga de hecho vigencia universal. De este modo, el defensor de posiciones universalistas se ve, contra su propia voluntad, como miembro de un grupo enfrentado a otros grupos. Y, sin embargo, el no querría ser una parte, sino representar la totalidad. Así surge el odio a aquéllos que lo impiden, porque
«no se alegran de sus enseñanzas». Y ha de descubrir que todo universalismo, tan pronto se hace concreto, pasa a ser una posición particular entre otras. Así, el universalismo de la razón ilustrado es denunciado hoy por una parte de la humanidad como eurocentrismo, y por otra como chovinismo* masculino, cosa que, por ejemplo en La flauta mágica, es patente que es.

Esta incómoda situación de toda posición universalista se ve todavía agravada por el hecho de que representa no sólo un obstáculo externo, sino a la vez una amenaza interna
. Toda evidencia que cree ver una verdad indudable  -ya se trate de la verdad del relativismo, que también es una convicción incondicionada de estar en posesión de la verdad- se ve atacada por la experiencia de que otros no tienen en absoluto esa evidencia: de que tienen por verdadero lo que yo pongo en duda y ponen en duda lo que yo tengo por verdadero. Quizá también por el hecho de que tienen algo por verdadero incondicionalmente, mientras que el relativista considera que eso no tiene ningún sentido. Ya eso bastará para perturbar la aspiración relativista, pues se convertirá al parecer en idiosincrasia, en la mera expresión de ser-así de aquél que tiene dicha convicción. Pero esto es una amenaza a la propia identidad y seguridad, y ante ello, en el caso de que esa identidad no sea lo suficientemente fuerte como para librarse de esa amenaza, ya sea mediante la flexibilidad, ya sea mediante una hipertrofia de la conciencia individual, se reacciona con odio.

*Chovinismo: 1. m. Exaltación desmesurada de lo nacional frente a lo extranjero. (RAE)




viernes, 23 de abril de 2021

Tergiversación de la justicia

Octavo fragmento del discurso pronunciado por Robert Spaemann con el título Der Haß des Sarastro (El odio de Sarastro) en la «Conferencia Wiesenthal acerca de las fuentes del odio», en diciembre de 1998, en el Palacio Hofburg de Viena. Publicada por primera vez en: Transit Europäische Revue, nº 16, Frankfurt am Main, 1999. Reproducida en español en Límites: Acerca de la dimensión ética del actuar, capítulo 13

Soporte estratégico

El propio Marx y los posteriores líderes marxistas se veían como ejecutores de una visión científica del mundo. Más que personas que odian, eran cínicos. Sus adversarios, los capitalistas, fueron a sus ojos también vehículos del progreso durante un cierto periodo de tiempo. A quienes Lenin odiaba con toda el alma eran a los sacerdotes, que ponían en cuestión la idea del progreso en cuanto tal. Eran los representantes del reino de la noche.

continuación


Por otra parte, los líderes marxistas han tratado de provocar artificialmente e instrumentalizar el odio de las masas, hasta en los jardines de infancia. Pero la motivación productora del odio era la voluntad, profundamente enraizada en el hombre, de justicia. El propio Marx escribe –en la Crítica del programa de Gotha- que la idea de justicia en cuanto tal es ideológica. No existe algo así como una solución justa de conflictos de intereses. El problema de la justicia de los intercambios, al igual que la justicia en la distribución, esto es, produciendo la abundancia, que permite a todos servirse sin atender a los intereses de los demás. La propia teoría marxista de la historia no es apta para provocar el odio. Sólo que necesita del odio como combustible para el motor del proceso. Y para producirlo es imprescindible recurrir a la idea de justicia y a la de combatir el mal.


Las posiciones particularistas, los nacionalismos, los agrupamientos étnicos o también religiosos tradicionales, generan odio cuando sienten amenazada su identidad o su estado de posesión tradicional. La relación «nosotros y los otros» es inherente a ellos. Esta relación puede ser pacífica, de enemistad o puede ser también una relación llena de odio. En ese marco el odio es aceptado, es confesado, pero por eso puede también combatirse bajo la influencia de una ética que es algo más que una moral grupal.

Recuerdo la predicación del obispo de Münster, el conde von Galen. En 1944 predicó contra la petición de ataques de represalia por la destrucción de ciudades alemanas, y en general contra cualquier propaganda política del odio. A ninguna madre alemana, decía, le consolará que se le diga: «También nosotros mataremos a los hijos de las madres inglesas». El odio es indigno de un soldado cristiano.
 
Menciono precisamente a este obispo que con respecto a la licitud moral de esa guerra mantenía unos puntos de vista patrióticos convencionales muy cuestionables, y que creía poder simplemente hacer abstracción de los objetivos de Hitler en la guerra. Por eso es tanto más impresionante su inequívoca condena de la guerra total y de la propaganda política del odio inherente a ella. Y es significativo que nada le reportó tanto odio de los gobernantes como su condena del odio. Esta condena se produjo en nombre de un ethos que, si bien a menudo era dejado de lado, durante mil años había sido reconocido en Europa como vinculante y de rango superior a cualquier moral grupal.

lunes, 19 de abril de 2021

Sublimación del particularismo

Séptimo fragmento del discurso pronunciado por Robert Spaemann con el título Der Haß des Sarastro (El odio de Sarastro) en la «Conferencia Wiesenthal acerca de las fuentes del odio», en diciembre de 1998, en el Palacio Hofburg de Viena. Publicada por primera vez en: Transit Europäische Revue, nº 16, Frankfurt am Main, 1999. Reproducida en español en Límites: Acerca de la dimensión ética del actuar, capítulo 13

Odio respondiendo al odio

No «el hombre tal como es», escribe Marx, es el ser supremo que merece ser respetado, sino el hombre del futuro, ya liberado... La guillotina, la delirante degollación de masas, el primer genocidio planificado de mujeres y niños en la Vendée, se produjeron en nombre de las ideas universalistas de libertad, igualdad y fraternidad. La hecatombe de los asesinados en los años del poder soviético, los millones de víctimas de la revolución cultural china, unidos a las indescriptibles humillaciones de personas, tuvieron lugar en nombre de una concepción científica del mundo, de la liberación respecto del mundo de la procedencia.

continuación


El nacionalsocialismo parece ser aquí una excepción. Parece haber sido un movimiento antiuniversalista, una sublevación contra la razón y la ilustración en nombre de la particularidad alemana. Pero la cosa es más complicada. Que el nacionalsocialismo representó la entrada de Alemania en la modernidad es, desde los análisis de Dahrendorf, por todos reconocido. Y no lo fue sólo, por así decirlo, sin intención y en contra de la ideología, sino en total consonancia con ella. Nietzsche había visto ya que la completa ilustración destruiría también la idea de la razón universal, viendo en ella un error evolutivo, y haría sitio a una nueva mitología.


 
La concepción del mundo de Hitler era el naturalismo científico. Odiaba las tradiciones religiosas y políticas de Alemania como distorsión, debida a influencias extrañas, de la verdadera realidad subyacente, la de la raza. La historia es en verdad historia natural. Y esta es la lucha en pro de los respectivos genes propios, sólo que todavía no disponía de esta expresión. El odio a muerte es parte de esa lucha. No se trata en último término del destino de un pueblo determinado, tampoco del alemán, sino del triunfo del más fuerte. En nombre de esta razón superior de la historia, Hitler estaba dispuesto no sólo a aceptar el hundimiento de su propio pueblo, sino incluso a favorecerlo.
 
Hitler instrumentalizó el odio en este contexto. Sólo que el odio a los judíos parece haber sido para él no un motivo instrumental, sino un estímulo fundamental. Y esto precisamente porque, bajo su punto de vista, los judíos, en cuanto pueblo sin tierra –y claramente programados genéticamente para serlo- obstaculizan el curso natural de las cosas, esto es, el despliegue natural de las fuerzas étnicas, mediante su infiltración parasitaria en los colectivos primarios, racialmente definidos. Es característica de Hitler la justificación universalista del particularismo. Universal es sólo la lucha, y el fanatismo, al igual que el odio, es una actitud que proporciona superioridad en esta lucha. Y puesto que la lucha es eterna, también lo es el odio.

Entretanto se han ido desvaneciendo las ilusiones que nos querían hacer creer que el odio al servicio de la supresión del odio es un odio de alguna manera mejor, moralmente privilegiado, un odio que al menos merece indulgencia, como decía Bertolt Brecht en su poema
A las generaciones futuras: «También el odio a la bajeza / desfigura las facciones. / También la ira por la injusticia / hace que enronquezca la voz. / Oh, nosotros, que queríamos preparar el terreno para la amabilidad / no pudimos nosotros mismos ser amables. / Pero vosotros, cuando llegue la hora / en que el hombre sea un aliado del hombre, / pensad en nosotros / con indulgencia» (3).

 
¿Indulgencia con Stalin, indulgencia con Pol Pot, indulgencia con el desprecio de Mao por los hombres, sólo porque han asesinado en nombre de un hombre futuro que será un aliado del hombre y que, por eso, por primera vez merecerá llamarse «hombre»? El propio Marx y los posteriores líderes marxistas se veían como ejecutores de una visión científica del mundo. Más que personas que odian, eran cínicos. Sus adversarios, los capitalistas, fueron a sus ojos también vehículos del progreso durante un cierto periodo de tiempo. A quienes Lenin odiaba con toda el alma eran a los sacerdotes, que ponían en cuestión la idea del progreso en cuanto tal. Eran los representantes del reino de la noche.
 
(3) Die Gedichte von Bertolt Brecht in einem Bond, Frankfurt am Main, 1981, p. 725 (3ª estrofa del poema)


A LAS GENERACIONES FUTURAS
(Traducción de Eduardo Gómez)

I

«En verdad, vivo en tiempos sombríos.
La palabra ingenua es insensata. Una frente lisa
indica insensibilidad. El que ríe
no ha recibido la terrible noticia.
¿Qué tiempos son estos
en los que una conversación sobre árboles es casi un delito
porque incluye un callar sobre tantos crímenes?
¿El que va allí tranquilo por la calle
no es ya accesible para sus amigos
que están en la miseria?
Es cierto : yo gano todavía el sustento.
Pero creedme, es solamente una casualidad. Nada
de lo que hago me da derecho a saciarme.
Fortuitamente me he preservado
-cuando cese mi suerte estaré perdido-.
Se me dice: ¡come y bebe! ¡Está contento porque tienes!
Pero ¿cómo puedo comer y beber, cuando
arrebato a los hambrientos lo que como
y mi vaso de agua falta a un sediento?
Y sin embargo, como y bebo.
Me gustaría también ser sabio.
Los viejos libros dicen qué es ser sabio:
mantenerse fuera de las luchas del mundo
y nuestro breve tiempo prodigarlo sin miedo.
Pasarse sin violencia,
pagar el mal con el bien
no realizar sus deseos y olvidarlos
es tenido por sabio.
No puedo hacer todo eso:
en verdad, !vivo en tiempos sombríos¡

II

Llegué a las ciudades en los años del desorden
cuando reinaba el hambre.
Estuve entre los hombres en tiempos de revuelta
y me indigné con ellos.
Así pase el tiempo
que me fue concedido sobre la Tierra.
Tomé mi alimento entre las batallas.
Para dormir yací entre los asesinos.
Viví el amor con negligencia
y vi la Naturaleza sin paciencia.
Así pasé el tiempo
que me fue concedido sobre la Tierra.
En mis tiempos, las calles conducían al pantano.
El lenguaje denunciaba al carnicero.
Yo podía muy poco pero creo que los poderosos
se sintieron más seguros sin mí.
Así pasé el tiempo
que me fue concedido sobre la Tierra.
Las fuerzas fueron mínimas.
La meta esperaba en la lejanía.
Ella fue claramente visible aunque también para mí
apenas alcanzable.
Así pasé el tiempo
que me fue concedido sobre la Tierra.

III

Vosotros, los que emergéis de la marea
en la que nosotros nos hundimos
pensad
-cuando habléis de nuestras debilidades-
en los sombríos tiempos a los cuales escapasteis.
Nosotros deambulamos
-a menudo cambiando más de país que de zapatos-
a través de las guerras de clase
desesperados
cuando no había sino injusticia y ninguna protesta.
Desde entonces sabemos con certeza:
también el odio contra la bajeza
desfigura los rasgos.
También la cólera contra la injusticia
enronquece la voz. Ay, nosotros
que quisimos preparar el campo para la amistad
no pudimos ser amistosos.
Pero vosotros, cuando hayais llegado tan lejos
que el hombre sea una ayuda para los hombres
pensad en nosotros con indulgencia.

martes, 13 de abril de 2021

Utopías devastadoras

Sexto fragmento del discurso pronunciado por Robert Spaemann con el título Der Haß des Sarastro (El odio de Sarastro) en la «Conferencia Wiesenthal acerca de las fuentes del odio», en diciembre de 1998, en el Palacio Hofburg de Viena. Publicada por primera vez en: Transit Europäische Revue, nº 16, Frankfurt am Main, 1999. Reproducida en español en Límites: Acerca de la dimensión ética del actuar, capítulo 13

Estandarización del individuo

Uno de los mayores logros de la Modernidad europea, más en concreto de los siglos XVII y XVIII, es haber atenuado el fenómeno de la enemistad política eliminando su carácter moral. El enemigo dejó de ser el malvado y en vez de ello se lo reconocía como iustus hostis, relativizándose de ese modo la convicción propia de tener la razón. También el otro tiene derecho a una convicción análoga. Y toda guerra ha de ser conducida, dice Kant, de tal modo que se vea ya en el adversario al futuro cofirmante del tratado de paz...

continuación


Se levantan protestas contra esto. «Así se minimizan las matanzas en masa», se dice. ¿De qué le sirve al soldado recibir el pastel de Pascua de quien al día siguiente lo va a matar? La protesta probablemente fue expresada por primera vez por León Tolstoi. Tolstoi era pacifista. Para él la guerra era una atrocidad; pero sobre todo la guerra formalizada, ya que se funda en el reconocimiento de la guerra como un estado legal. Para él, contra esta guerra cualquier medio es justo. Y, así, su novela Guerra y paz se convierte en una glorificación de la guerra popular conducida con un odio pasional y sin atención a ninguna norma bélica, en la cual los soldados del poder enemigo son derribados a golpe de guadañas y hachas. No hay perdón y no se hacen prisioneros. Se impone la iusta causa, y hace desaparecer la idea de un iustus hostis, de un enemigo justo. Tras ello se encuentra siempre la utopía de la «batalla última», es decir, la guerra que pone fin a todas las guerras y cuya atrocidad no puede por tanto servir de precedente, mientras que la «regularización de la guerra» vela por salvar para las futuras guerras al menos un mínimo de humanidad. La noble idea del pacifismo justifica el decir: a quien tales enseñanzas no alegran, no merece ser un hombre. Y si a esto se une el odio de los oprimidos, entonces todo está dispuesto para que el obstinado pronto deje de ser realmente un hombre. Pero un hombre, y esto también lo sabe Sarastro, sólo puede dejar de ser un hombre dejando de ser. «A quien tales enseñanzas no alegran», así hay que traducir el verso, «no es realmente un hombre, sino un ser infrahumano, y por tanto no merece existir».
 
Nos encontramos aquí con una singular dialéctica: los poderes arcaicos no domesticados se ponen al servicio de una visión utópica de la vida buena. En La flauta mágica estos poderes se encuentran todavía en una relación de antagonismo. En Sarastro es la madre, la Reina de la Noche, la bruja, la diosa vengadora, la que no acepta que se le arrebate a la hija con el fin de darle una educación mejor, ilustrada. Las relaciones particulares, meramente naturales, deben ceder ante el sol de la racionalidad. Que alguien sea la madre de alguien tiene que quedar anulado, al igual que el hecho de que exista un niño que no ha sido planificado. O el hecho de que alguien tenga una patria, al igual que convicciones religiosas que no puedan transmitirse a cualquiera por medio de un discurso concluyente.
 
No «el hombre tal como es», escribe Marx, es el ser supremo que merece ser respetado, sino el hombre del futuro, ya liberado, y que los judíos se emancipen no puede significar que el judaísmo se emancipe, sino que los judíos, y con ellos la humanidad, se libere del judaísmo. Sólo cuando hayan dejado de ser judíos, serán los judíos hombres (1). ¿Qué son entonces hasta ese momento? Es claro que seres infrahumanos. «La tierra por completo ilustrada», se dice en la Dialéctica de la Ilustración de Horkheimer y Adorno, «resplandece bajo el signo de la calamidad triunfal» (2).

La guillotina, la delirante degollación de masas, el primer genocidio planificado de mujeres y niños en la Vendée, se produjeron en nombre de las ideas universalistas de libertad, igualdad y fraternidad
. La hecatombe de los asesinados en los años del poder soviético, los millones de víctimas de la revolución cultural china, unidos a las indescriptibles humillaciones de personas, tuvieron lugar en nombre de una concepción científica del mundo, de la liberación respecto del mundo de la procedencia.


 

(1) Karl Marx, Zur Judenfrage, en Marx/Engels, Werke, volúmen 1
(2) M. Horkheimer y T. W. Adorno, Dialektic der Aufklärung. Philosophische Fragmente.



jueves, 8 de abril de 2021

Reflejos identitarios

Quinto fragmento del discurso pronunciado por Robert Spaemann con el título Der Haß des Sarastro (El odio de Sarastro) en la «Conferencia Wiesenthal acerca de las fuentes del odio», en diciembre de 1998, en el Palacio Hofburg de Viena. Publicada por primera vez en: Transit Europäische Revue, nº 16, Frankfurt am Main, 1999. Reproducida en español en Límites: Acerca de la dimensión ética del actuar, capítulo 13

Asociaciones prejuiciosas

...hay que distinguir ahí las antipatías colectivas, por irracionales que puedan ser, del odio colectivo. Naturalmente, en ocasiones propicias pueden convertirse en odio colectivo, por lo que no dejan de ser peligrosas. Pero este paso no ha de darse necesariamente, más bien se produce raras veces y sólo cuando ya ha tenido lugar aparece luego la antipatía como algo odioso.

continuación

II

En lo que sigue me gustaría ocuparme de una cuestión especial, a saber: ¿existe una relación clara entre el odio colectivo y cosmovisiones, religiones, convicciones políticas o identificaciones sociales determinadas? Cierto es que parece ser así, y un cierto prejuicio general va también en esta dirección. Se asocia el odio a cualquier clase de particularismo, y la superación del odio a posiciones universalistas; se asocia el odio al fundamentalismo, la tolerancia a la ilustración; el odio a pretensiones incondicionadas de verdad, la superación del odio al relativismo filosófico y religioso o, lo que es lo mismo, al tratamiento de todas las convicciones como hipótesis.


 Prima facie habla en favor de esta idea el hecho de que el objeto del odio son siempre «los otros». Las convicciones universalistas y relativistas debilitan las identificaciones en virtud de las cuales hay algo así como «los otros», y, así lo parece, hacen desaparecer los objetos de odio en favor de una hermandad universal. El lugar del empecinamiento fanático lo ocupa el diálogo, que parte de la premisa de que ninguno de nosotros tiene un acceso privilegiado a la verdad. La hemos de buscar juntos. El lugar de la venganza lo ocupa la reconciliación, el lugar de los recuerdos que nos separan, el futuro común. «A quien tales enseñanzas no alegran, no merece ser un hombre» (1); esta conclusión del aria de Sarastro parece expresar algo que salta a la vista. Y, sin embargo, este verso final pone de manifiesto que en esta visión hay algo que no funciona. Pues negar a alguien el derecho a ser hombre, tacharlo de infrahumano, representa el regreso, por la puerta de atrás, del odio, en cuyas antípodas cree estar Sarastro.
 
Uno de los mayores logros de la Modernidad europea, más en concreto de los siglos XVII y XVIII, es haber atenuado el fenómeno de la enemistad política eliminando su carácter moral. El enemigo dejó de ser el malvado y en vez de ello se lo reconocía como
iustus hostis, relativizándose de ese modo la convicción propia de tener la razón. También el otro tiene derecho a una convicción análoga. Y toda guerra ha de ser conducida, dice Kant, de tal modo que se vea ya en el adversario al futuro cofirmante del tratado de paz. Cuando se nos cuenta que durante la Primera Guerra Mundial, en Pascua, los soldados rusos se acercaban con banderas blancas a los soldados enemigos alemanes para llevarles el pastel de Pascua al saludo de «Cristo ha resucitado» -los ingleses cuentan algo parecido de los soldados alemanes en Flandes durante la Navidad- (2), se ve ahí con claridad que el odio no era el motor de la lucha. Y también de la Segunda Guerra Mundial se cuentan gestos de camaradería entre enemigos.
 
 (1) LA FLAUTA MÁGICA: Aria de Sarastro "En estos sagrados recintos"
Segunda de las arias de Sarastro, cuando tranquiliza a Pamina diciéndole que allí estará segura. Es una voz de bajo-bajo adecuada para la solemnidad del personaje. A partir del cuarto verso oímos unas notas de violín en el registro agudo que acompañan y a la vez contrarrestan la gravedad profunda de la línea vocal.

SARASTRO:
«En estas naves sagradas
no se conoce la venganza;
y si un hombre ha caído,
el amor lo conduce al deber.
Entonces camina alegre y contento,
junto al amigo hacia un país mejor.
En estos muros sagrados,
donde el hombre ama al hombre,
no puede acechar ningún traidor,
porque al amigo se le perdona.
Quien no ama estas doctrinas
no merece ser un hombre.»
 
Recogido de: 

(2) Fueron tan solo algunas horas, pero en 1914, durante la Primera Guerra Mundial, un grupo de soldados decidiría espontáneamente dejar la guerra de lado para confraternizar con el ser humano que se encontraba debajo del uniforme enemigo. La tregua comenzó en la víspera de la Navidad el 24 de diciembre de 1914, cuando las tropas alemanas comenzaron a decorar sus trincheras, luego continuaron con su celebración cantando villancicos: específicamente "Stille Nacht" -Noche de paz-. Las tropas británicas en las trincheras al otro lado respondieron entonces con villancicos en inglés. Recogido de: https://historia.nationalgeographic.com.es/a/tregua-navidad-primera-guerra-mundial_8801

 




 

sábado, 3 de abril de 2021

Impulsado por el prejuicio

Cuarto fragmento del discurso pronunciado por Robert Spaemann con el título Der Haß des Sarastro (El odio de Sarastro) en la «Conferencia Wiesenthal acerca de las fuentes del odio», en diciembre de 1998, en el Palacio Hofburg de Viena. Publicada por primera vez en: Transit Europäische Revue, nº 16, Frankfurt am Main, 1999. Reproducida en español en Límites: Acerca de la dimensión ética del actuar, capítulo 13

El odio inducido

...el que odia se procura a sí mismo el mayor daño. Estar a merced del propio odio es un terrible destino. El odio nos vuelve ciegos.

continuación

Esta Conferencia no trata del odio individual, del odio por razones personales, por causa de agravios personales o por frustraciones personales, sino del odio colectivo. ¿Existe un odio colectivo? El odio es un sentimiento individual, y unas personas tienen mayor tendencia a él que otras. Pero el hecho de que este sentimiento se deba también a razones individuales o no, marca una diferencia.

Se da también el odio sin tales razones, odio en virtud de la simpatía hacia otros con los que se cree que se ha cometido una injusticia, odio debido a la justicia indignante o a la crueldad hacia personas que nos son desconocidas. Los crímenes sexuales que tienen por víctima a los niños despiertan por lo general una ola de odio. Y hay también un odio debido a la pertenencia a grupos que uno ve amenazados, humillados o dañados. A veces tales perjuicios son experimentados también de forma individual y concreta, son entonces percibidos como típicos de un grupo y hacen surgir una especie de odio colectivo. Pero este odio colectivo puede estar también completamente desligado de dichas experiencias y, precisamente por eso, es fácil producirlo de forma artificial.
 
Hay antisemitas que nunca han visto un judío, a quienes nunca un judío ha hecho daño alguno y que tampoco conocen personalmente a nadie a quien haya hecho daño un judío. Y menos aún varios judíos en enorme medida, que es lo único que haría de alguna manera comprensible asociar el daño con la pertenencia del agresor a una religión. La curiosa animosidad de algunos jóvenes holandeses contra los alemanes, que no hace mucho lamentaba el embajador holandés en Bonn, es inversamente proporcional a las experiencias personales que esos jóvenes han tenido con sus vecinos alemanes.
 
En cualquier caso, hay que distinguir ahí las antipatías colectivas, por irracionales que puedan ser, del odio colectivo. Naturalmente, en ocasiones propicias pueden convertirse en odio colectivo, por lo que no dejan de ser peligrosas. Pero este paso no ha de darse necesariamente, más bien se produce raras veces y sólo cuando ya ha tenido lugar aparece luego la antipatía como algo odioso.

El antisemitismo que por término medio se daba en Europa central entre, digamos, 1870 y 1925, nos parece tan intolerable porque los nacionalsocialistas pudieron servirse de él y lo hicieron. Antes de que sucediera esto, los propios judíos lo veían tan inofensivo que no dieron la señal de alarma a tiempo. Y quisiera señalar que la relación entre grupos étnicos y religiosos sólo puede considerarse normal cuando a cualquiera le es posible, sin ningún problema, no sentir particular simpatía por otros grupos sin que ello se asocie al asesinato, la vulneración de derechos humanos o de derechos civiles. Sólo entonces es también posible apreciar especialmente lo que tiene lo distinto de distinto sin que a ello vayan ligados los mecanismos de asociación inversos: la sospecha de que uno se está reprimiendo, de la compensación, la adulación, la political correctness, etc.
 
Cuando las garantías del Estado de derecho dependen de la simpatía, uno debería plantearse la posibilidad de emigrar, especialmente si pertenece a una minoría. Pues esas garantías están pensadas precisamente para el caso de falta de simpatía, al igual que el derecho matrimonial está hecho en primer lugar para los matrimonios que funcionan mal. Dado que en Alemania existían desde hacía mil años autoridades estatales y eclesiásticas que habían protegido a los judíos de los estallidos de odio del populacho, los judíos no contaban con que el propio Estado podía caer en manos de éste.