viernes, 23 de abril de 2021

Tergiversación de la justicia

Octavo fragmento del discurso pronunciado por Robert Spaemann con el título Der Haß des Sarastro (El odio de Sarastro) en la «Conferencia Wiesenthal acerca de las fuentes del odio», en diciembre de 1998, en el Palacio Hofburg de Viena. Publicada por primera vez en: Transit Europäische Revue, nº 16, Frankfurt am Main, 1999. Reproducida en español en Límites: Acerca de la dimensión ética del actuar, capítulo 13

Soporte estratégico

El propio Marx y los posteriores líderes marxistas se veían como ejecutores de una visión científica del mundo. Más que personas que odian, eran cínicos. Sus adversarios, los capitalistas, fueron a sus ojos también vehículos del progreso durante un cierto periodo de tiempo. A quienes Lenin odiaba con toda el alma eran a los sacerdotes, que ponían en cuestión la idea del progreso en cuanto tal. Eran los representantes del reino de la noche.

continuación


Por otra parte, los líderes marxistas han tratado de provocar artificialmente e instrumentalizar el odio de las masas, hasta en los jardines de infancia. Pero la motivación productora del odio era la voluntad, profundamente enraizada en el hombre, de justicia. El propio Marx escribe –en la Crítica del programa de Gotha- que la idea de justicia en cuanto tal es ideológica. No existe algo así como una solución justa de conflictos de intereses. El problema de la justicia de los intercambios, al igual que la justicia en la distribución, esto es, produciendo la abundancia, que permite a todos servirse sin atender a los intereses de los demás. La propia teoría marxista de la historia no es apta para provocar el odio. Sólo que necesita del odio como combustible para el motor del proceso. Y para producirlo es imprescindible recurrir a la idea de justicia y a la de combatir el mal.


Las posiciones particularistas, los nacionalismos, los agrupamientos étnicos o también religiosos tradicionales, generan odio cuando sienten amenazada su identidad o su estado de posesión tradicional. La relación «nosotros y los otros» es inherente a ellos. Esta relación puede ser pacífica, de enemistad o puede ser también una relación llena de odio. En ese marco el odio es aceptado, es confesado, pero por eso puede también combatirse bajo la influencia de una ética que es algo más que una moral grupal.

Recuerdo la predicación del obispo de Münster, el conde von Galen. En 1944 predicó contra la petición de ataques de represalia por la destrucción de ciudades alemanas, y en general contra cualquier propaganda política del odio. A ninguna madre alemana, decía, le consolará que se le diga: «También nosotros mataremos a los hijos de las madres inglesas». El odio es indigno de un soldado cristiano.
 
Menciono precisamente a este obispo que con respecto a la licitud moral de esa guerra mantenía unos puntos de vista patrióticos convencionales muy cuestionables, y que creía poder simplemente hacer abstracción de los objetivos de Hitler en la guerra. Por eso es tanto más impresionante su inequívoca condena de la guerra total y de la propaganda política del odio inherente a ella. Y es significativo que nada le reportó tanto odio de los gobernantes como su condena del odio. Esta condena se produjo en nombre de un ethos que, si bien a menudo era dejado de lado, durante mil años había sido reconocido en Europa como vinculante y de rango superior a cualquier moral grupal.

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