Quinto fragmento del discurso pronunciado por Robert Spaemann con el título Der Haß des Sarastro (El odio de Sarastro) en la «Conferencia Wiesenthal acerca de las fuentes del odio», en diciembre de 1998, en el Palacio Hofburg de Viena. Publicada por primera vez en: Transit Europäische Revue, nº 16, Frankfurt am Main, 1999. Reproducida en español en Límites: Acerca de la dimensión ética del actuar, capítulo 13
Asociaciones prejuiciosas
...hay que distinguir ahí las antipatías colectivas, por irracionales que puedan ser, del odio colectivo. Naturalmente, en ocasiones propicias pueden convertirse en odio colectivo, por lo que no dejan de ser peligrosas. Pero este paso no ha de darse necesariamente, más bien se produce raras veces y sólo cuando ya ha tenido lugar aparece luego la antipatía como algo odioso.
continuación
II
En lo que sigue me gustaría ocuparme de una cuestión especial, a saber: ¿existe una relación clara entre el odio colectivo y cosmovisiones, religiones, convicciones políticas o identificaciones sociales determinadas? Cierto es que parece ser así, y un cierto prejuicio general va también en esta dirección. Se asocia el odio a cualquier clase de particularismo, y la superación del odio a posiciones universalistas; se asocia el odio al fundamentalismo, la tolerancia a la ilustración; el odio a pretensiones incondicionadas de verdad, la superación del odio al relativismo filosófico y religioso o, lo que es lo mismo, al tratamiento de todas las convicciones como hipótesis.
Prima facie habla en favor de esta idea el hecho de que el objeto del odio son siempre «los otros». Las convicciones universalistas y relativistas debilitan las identificaciones en virtud de las cuales hay algo así como «los otros», y, así lo parece, hacen desaparecer los objetos de odio en favor de una hermandad universal. El lugar del empecinamiento fanático lo ocupa el diálogo, que parte de la premisa de que ninguno de nosotros tiene un acceso privilegiado a la verdad. La hemos de buscar juntos. El lugar de la venganza lo ocupa la reconciliación, el lugar de los recuerdos que nos separan, el futuro común. «A quien tales enseñanzas no alegran, no merece ser un hombre» (1); esta conclusión del aria de Sarastro parece expresar algo que salta a la vista. Y, sin embargo, este verso final pone de manifiesto que en esta visión hay algo que no funciona. Pues negar a alguien el derecho a ser hombre, tacharlo de infrahumano, representa el regreso, por la puerta de atrás, del odio, en cuyas antípodas cree estar Sarastro.
Uno de los mayores logros de la Modernidad europea, más en concreto de los siglos XVII y XVIII, es haber atenuado el fenómeno de la enemistad política eliminando su carácter moral. El enemigo dejó de ser el malvado y en vez de ello se lo reconocía como iustus hostis, relativizándose de ese modo la convicción propia de tener la razón. También el otro tiene derecho a una convicción análoga. Y toda guerra ha de ser conducida, dice Kant, de tal modo que se vea ya en el adversario al futuro cofirmante del tratado de paz. Cuando se nos cuenta que durante la Primera Guerra Mundial, en Pascua, los soldados rusos se acercaban con banderas blancas a los soldados enemigos alemanes para llevarles el pastel de Pascua al saludo de «Cristo ha resucitado» -los ingleses cuentan algo parecido de los soldados alemanes en Flandes durante la Navidad- (2), se ve ahí con claridad que el odio no era el motor de la lucha. Y también de la Segunda Guerra Mundial se cuentan gestos de camaradería entre enemigos.
Segunda de las arias de Sarastro, cuando tranquiliza a Pamina diciéndole que allí estará segura. Es una voz de bajo-bajo adecuada para la solemnidad del personaje. A partir del cuarto verso oímos unas notas de violín en el registro agudo que acompañan y a la vez contrarrestan la gravedad profunda de la línea vocal.
«En estas naves sagradas
no se conoce la venganza;
y si un hombre ha caído,
el amor lo conduce al deber.
Entonces camina alegre y contento,
junto al amigo hacia un país mejor.
En estos muros sagrados,
donde el hombre ama al hombre,
no puede acechar ningún traidor,
porque al amigo se le perdona.
Quien no ama estas doctrinas
no merece ser un hombre.»
Recogido de:
(2) Fueron tan solo algunas horas, pero en 1914, durante la Primera Guerra Mundial, un grupo de soldados decidiría espontáneamente dejar la guerra de lado para confraternizar con el ser humano que se encontraba debajo del uniforme enemigo. La tregua comenzó en la víspera de la Navidad el 24 de diciembre de 1914, cuando las tropas alemanas comenzaron a decorar sus trincheras, luego continuaron con su celebración cantando villancicos: específicamente "Stille Nacht" -Noche de paz-. Las tropas británicas en las trincheras al otro lado respondieron entonces con villancicos en inglés. Recogido de: https://historia.nationalgeographic.com.es/a/tregua-navidad-primera-guerra-mundial_8801
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