viernes, 27 de mayo de 2022

Exposición a la incertidumbre

Sexto fragmento de la conferencia de Robert Spaemann pronunciada en Madrid el 19 de mayo de 2005 titulada Confianza. Publicada en la revista Empresa y Humanismo Vol. IX, 2/05, pp. 131-148. El texto de la conferencia completa se puede obtener en el enlace: https://dadun.unav.edu/bitstream/10171/7007/4/Confianza.pdf

VI. La confianza es una prestación adelantada

Por cierto, para la confianza en uno mismo es válido lo mismo que para la confianza en los demás. Puede ser razonable y justificada, pero también puede no serlo. Puedo haber tenido malas experiencias conmigo mismo y no sería razonable no tenerlo en cuenta. Cuando yo era director del Instituto de Filosofía de la Universidad de Munich existía la costumbre de que los profesores sacaran sin hoja de préstamo libros de la biblioteca de consulta para sus necesidades inmediatas. Suprimí esta costumbre porque tenía malas experiencias conmigo mismo en lo que se refiere a la devolución de libros después de usarlos. Di orden de que no se fiaran demasiado de mí en este aspecto. Ahora bien, tampoco es totalmente erróneo animar a alguien a tener confianza en sí mismo. Esforzándose, uno puede adquirir virtudes, es decir, buenos hábitos que todavía no tiene. La esperanza de conseguirlo da alas al esfuerzo y si uno quiere llamar autoconfianza a esta esperanza, entonces la confianza fomenta el merecimiento de confianza. Y esto es válido para cualquier confianza y hace patente que la confianza -a diferencia del comportamiento frente a aparatos- es una relación interactiva. La confianza surte efecto en la persona a la que se dispensa, y favorece el hecho de que sea digno de ella.

La situación se conoce desde siempre en la educación, pero también es válida en otras circunstancias. Una gran confianza obliga y motiva a aquel al que se le dispensa a mostrarse digno de ella y a justificarla a posteriori. De ahí se deduce que la confianza posee esencialmente la propiedad de una prestación adelantada. Incluso si es justificada a través de la experiencia de que la persona en cuestión haya sido digna de confianza, siempre queda un resto de incertidumbre objetiva, mientras aquel al que se le dispensa sea un ser libre. Pero también somos seres libres en el sentido de que no estamos definidos de una vez para siempre por lo que hicimos hasta un determinado momento. “Al que miente una vez no se le cree, incluso si dice la verdad”, es ciertamente un dicho (alemán) a tomar en serio por aquel que está tentado a mentir. Como regla apodíctica ignora, sin embargo, algo esencial en las personas: la capacidad de cambiar de actitud. Cuando se cambia, entra en vigor otra lógica que la del “al que miente una vez…”: es la lógica del perdón y de la confianza renovada. ¿Cuántas veces se puede repetir? No hay reglas. Jesús dice que setenta veces siete, pero habla del perdón y no de la confianza.

Dostoievski y su esposa Anna
Perdonar es un acto de voluntad, la confianza es un acto cognitivo, una convicción, y ésta no se puede producir y reproducir voluntariamente. Lo que se puede hacer es actuar como si uno confiara sin confiar realmente. Debe haber sido el caso de la mujer de Dostoievski, cuando éste volvió otra vez a sablearla para conseguir que le diera dinero para jugar. Era el último dinero que a ella le quedaba, una pequeña herencia. Y él le habló de una inversión de grandes perspectivas, para la cual necesitaba el dinero. Se lo dio amablemente y sin vacilar. Supongo que no le creyó ni una palabra. Pero hizo lo que le pidió. Y él ¿cómo no? lo perdió todo en el juego. Pero la vergüenza por haber abusado de la confianza -aunque no se tratase por parte de su mujer, según pienso, de confianza cognitiva, sino práctica- lo curó de una vez para siempre de su adicción al juego. Un ejemplo heroico de la fuerza transformadora de la confianza.

lunes, 23 de mayo de 2022

Confusión con la expectativa

Quinto fragmento de la conferencia de Robert Spaemann pronunciada en Madrid el 19 de mayo de 2005 titulada Confianza. Publicada en la revista Empresa y Humanismo Vol. IX, 2/05, pp. 131-148. El texto de la conferencia completa se puede obtener en el enlace: https://dadun.unav.edu/bitstream/10171/7007/4/Confianza.pdf

V. ¿Confianza en el futuro?

Actualmente se habla también de confianza en otro sentido impropio, a saber, la “confianza en el futuro” ¿De quién hay que fiarse ahí, en el fondo? La palabra “confianza” ahí sólo tiene sentido si quiere decir: confianza en Dios. Sin embargo, la confianza en Dios es absoluta e inquebrantable ocurra lo que ocurra. Precisamente por eso, no equivale al optimismo en el futuro: la fe de que en el futuro nos irá, si no mejor, por lo menos no sustancialmente peor que hasta ahora. Esta fe a veces es justificada, otras veces no. Los judíos que en 1933 creyeron en Alemania que el futuro no iba a ser tan malo como pensaban los pesimistas, se equivocaron terriblemente. El pesimismo hubiera sido más realista. La confianza en Dios nos hace libres frente a doctrinas deterministas, pero no nos fuerza a ser optimistas, a no ser con respecto a aquello que está más allá del límite de la muerte. Los pronósticos de futuro del Nuevo Testamento, respecto de lo que en su lenguaje es “este mundo”, son todo menos optimistas: son catastróficos.

Hablar de confianza en el futuro, tiene a lo sumo un núcleo racional si se refiere a una confianza en la buena voluntad, la competencia y la capacidad de decisión de nosotros mismos, de nuestros conciudadanos y de aquellos que nos gobiernan, y a la fe fundada en la posibilidad de eliminar los obstáculos estructurales que se oponen al despliegue de este potencial. Digo: la fe fundada, la convicción fundada. Aquí reside la paradoja de la confianza. A diferencia del riesgo mínimo calculado al que me expongo si subo a un coche o a un avión, la confianza siempre es un polo dentro de una interacción entre seres humanos. Se refiere a sujetos libres que pueden actuar de un modo o de otro. Pero, el hecho de poder actuar así o de otro modo no significa que nos hallemos en una incertidumbre permanente. En primer lugar, porque ellos poseen una naturaleza humana que los dispone, es decir, los inclina a actuar de un modo y no de otro en una determinada situación; tienen, además, ciertos intereses preestablecidos por su naturaleza y que, por regla general, o bien se pueden perseguir sobre la base de hábitos establecidos o de raciocinios previsibles. Todo ello hace calculable su actuación hasta cierto punto.

Por otro lado sin embargo, ese carácter calculable todavía no fundamenta la confianza. Poder calcular de antemano los movimientos estratégicos y tácticos del enemigo no equivale a confiar en el amigo. Confiar en alguien significa estar convencido o esperar con un alto grado de seguridad que el otro no persigue sus intereses de modo deshonesto a costa de mis intereses o de los intereses de otros. ¿Qué motivo podemos tener para suponerlo? El primer motivo que justifica también la confianza limitada que podamos tener en personas que no conocemos, es que a largo plazo tener en cuenta hasta cierto punto los intereses de los demás satisface también los bienintencionados intereses propios, y que la mayoría de los hombres -si exceptuamos a los suicidas- normalmente persiguen su propio interés. El confiado húngaro del cuento de Bergengrün evidentemente se amaba a sí mismo. Es peligroso el hombre que no se ama a sí mismo. Sin embargo, no llamamos digno de confianza en el sentido propio de la palabra al egoísta racional, sino al hombre del que sabemos por experiencia que por convicción ha convertido en hábito el mirar por los intereses de los demás; un hábito del que puede fiarse él mismo. En este caso hablamos de un buen carácter. Antiguamente se designó como virtud. La virtud no es, como mostró Aristóteles, una disminución de la libertad, sino su aumento. Es la capacidad, consolidada por el hábito, de hacer realmente lo que uno ha reconocido como bueno y deseable. Se podría afirmar que la virtud es aquello que capacita a alguien para fiarse de sí mismo. Y sólo aquel que puede fiarse de sí mismo, que puede confiar en sí mismo, justifica también la confianza que otros puedan tener en él.

jueves, 19 de mayo de 2022

Una apuesta personal

Cuarto fragmento de la conferencia de Robert Spaemann pronunciada en Madrid el 19 de mayo de 2005 titulada Confianza. Publicada en la revista Empresa y Humanismo Vol. IX, 2/05, pp. 131-148. El texto de la conferencia completa se puede obtener en el enlace: https://dadun.unav.edu/bitstream/10171/7007/4/Confianza.pdf

IV. Confianza en personas y confianza en cosas

Permítanme hacer algunas observaciones acerca de éste fenómeno humano de la confianza, para poder delimitarlo más exactamente y excluir equivocaciones, evidentes en declaraciones políticas recientes. En primer lugar, habrá que distinguir claramente entre la confianza en las personas y la llamada confianza en las cosas. Cuando me subo a un avión lo hago con una sensación relativamente tranquila porque, por las estadísticas, conozco la incidencia mínima de riesgos de no llegar a mi destino sano y salvo. Esta sensación no se puede llamar realmente confianza.

La confianza es un acto humano que referimos a personas, por tanto a sujetos libres. Pero ¿qué pasa con la confianza en el cirujano a cuyo bisturí me someto? ¿Es algo básicamente distinto de mi actitud frente al avión? ¿Y no se suplanta actualmente cada vez más la “anticuada” confianza en el médico por la confianza en los aparatos de la que se sirve él o la clínica y en los que confía él mismo? Propongo no hablar aquí de confianza o, por lo menos, ser consciente del carácter metafórico de esta forma de hablar. Digo que el médico mismo cree en la eficiencia de sus aparatos; si confío en el médico es porque creo en su creencia. Es decir, creo que sólo me expone a aquellos aparatos de cuya eficacia y fiabilidad él mismo está convencido, y a los que se expondría él mismo si estuviera en mi situación. Confío en que no esté condicionado principalmente por consideraciones económicas, y en que no sea negligente o mal informado, y en que al aplicar tales aparatos no siga meramente unas modas, sin previas comprobaciones. El objeto de mi confianza no es, por consiguiente, el aparato, sino la fe de mi médico en la eficacia de este aparato. Aquí reside el aspecto ético alrededor del cual gira todo en todo tipo de confianza. Y precisamente este elemento no puede delegarse, ni en un aparato, ni en una comisión de ética. A un médico del que yo supiera que en cuestiones de vida y muerte no sólo consulta a una comisión de ética —lo que es un signo de escrupulosidad— sino que además pone sus decisiones en manos de una comisión tal, le negaría en seguida mi confianza. O bien sus convicciones éticas son de tal índole que yo puedo fiarme de él o no lo son; a los miembros de la comisión no los conozco. Y en cuestiones de moral -aparte del consejo y la corrección- no existe representación. El que no quiera aceptar consejos merece tan poca confianza como aquel que entrega sus decisiones a comités de asesoramiento.

Esto es válido, por cierto, también en política. Una de las razones del descenso de confianza en los gobernantes es la impresión de que en vez de dejarse asesorar y eventualmente convencer, ceden decisiones precarias a grupos de asesores. Lo mismo ocurre en los tribunales: ningún experto puede hacerse cargo de la decisión del juez. Sólo cuando el juez actúe convencido puede uno fiarse de él. La responsabilidad política y jurídica tiene siempre que ser personal, si pretende ser digna de confianza. En el fondo, ni siquiera existe la confianza en los comités o consejos asesores, pues ellos no tienen conciencia. Quienes tienen conciencia son los miembros de las comisiones, que siempre pueden ocultarse detrás del anonimato. A menudo las comisiones siguen leyes de dinámica de grupos que sólo de modo limitado tienen que ver con la verdad y el error, con la justicia y la injusticia. Por eso, en realidad sólo se puede confiar en miembros particulares de un comité.

domingo, 15 de mayo de 2022

En quién confiar

Tercer fragmento de la conferencia de Robert Spaemann pronunciada en Madrid el 19 de mayo de 2005 titulada Confianza. Publicada en la revista Empresa y Humanismo Vol. IX, 2/05, pp. 131-148. El texto de la conferencia completa se puede obtener en el enlace: https://dadun.unav.edu/bitstream/10171/7007/4/Confianza.pdf

III. El surgir de la confianza

¿Cómo surge esta impresión de confianza? No hay regla general para ello, pues, entre otras cosas, depende de la persona en la cual otro despierta confianza. Werner Bergengrün relata de su abuelo que una vez, en un viaje a Hungría, se encontraba ante otro viajero, el cual, para comer, sacó y se comió una oca, y ofreció al viajero del Báltico –o sea, el abuelo de Bergengrün- compartir una copa de su excelente vino. Era, como se supo más tarde, un bodeguero, y el viajero del Báltico le pidió después de la cata que le enviara una gran cantidad de botellas de ese vino de esa añada, y le pagó por adelantado. El húngaro se permitió preguntarle que cómo tenía la confianza de entregar un importe tan considerable a una persona a la que desconocía y sin tener, por tanto, la seguridad de recibir el envío. La respuesta fue: “¿Sabe usted?, yo miro a la gente. No tengo la menor duda de que merece mi confianza quien come una oca entera, bebe una botella del mejor vino y convida al que viaja con él”. La confianza era justificada: el envío llegó. El criterio del merecimiento de la confianza arroja muchas luces tanto sobre el abuelo de Bergengrün como sobre el bodeguero húngaro.

Por lo demás, la confianza y el hecho de que una persona sea digna de confianza es siempre también una cuestión de medida. Probablemente no haya ningún hombre que no merezca cierta confianza, siempre que se trate de asuntos de poca monta. Y hay, probablemente, muy pocos hombres absolutamente dignos de confianza desde cualquier punto de vista. Según se dice, Talleyrand, en una conversación en la que surgió la cuestión de si hay hombres insobornables, afirmó: “Soy de fiar hasta un millón de luises de oro”. Antes de poder contestar a esa cuestión, por tanto, habría que saber a qué se pretende inducir a alguien con dinero. Romper el propósito, ante unos honorarios respetables, de no volver a dar conferencias no tiene por qué ser un defecto de carácter. Pero el número de aquellas personas que ni por un millón harían algo que no se debe hacer, probablemente no es tan pequeño. Sin embargo, entre estos puede haber muy probablemente más de uno que no justificaría la confianza de un amigo que le dejara emprender un viaje con su mujer, su esposa, a la que quiere. El poema “Zwielicht” (“Entre dos luces”) de Eichendorff reza: “Si amas a una corza más que a otras, no dejes que vaya sola”; y termina con: “Ten cuidado, permanece despierto y sereno”. ¿Es un elogio a la confianza?

Todo el mundo elogia hoy la confianza, quejándose de la merma de ella que se aprecia actualmente. Por ejemplo, el presidente alemán saliente o la candidata a la presidencia de Alemania, Gesine Schwan. Ellos constatan la merma de confianza como problema social y político, mientras que yo acabo de examinar el fenómeno humano elemental, por así decir privado, de ética individual, de la confianza. Y tengo que demorarme todavía un poco más en el tema, pues, incluso si la confianza es un vivero de gran importancia social, económica y política, la multiplicación de ese vivero es un asunto puramente personal, y políticamente es tan poco producible y planificable como lo puedan ser la procreación y la fe religiosa; y ambas son de una importancia social inmensa. Lo que no significa que esos tres bienes tan escasos en la actualidad –confianza, procreación y fe- no pudieran recuperarse si se eliminan ciertas causas que contribuyeron a su debilitamiento. Pero estas causas están muy arraigadas y relacionadas, más estrechamente de lo que nos gustaría, con nuestro cómodo way of life. Por eso la mayoría de las veces los políticos rehúyen mencionarlas por su nombre. Por cierto, y dicho sea de paso, esto es aplicable también al descenso de confianza que sufren las iglesias cristianas en Alemania. Si se trata de conocer las causas, tenemos que aprender a diferenciar entre aquellas que son fatales y se resisten a nuestra influencia -ya que tienen que ver con modificaciones sociales estructurales de envergadura temporal y se sustraen por eso, en gran medida, a una actuación planificada- y aquellas causas que son accesibles a una actuación personal decidida. Dado que la confianza es un fenómeno fundamentalmente personal, se impone la suposición de que sólo podrá ser restablecida por individuos sobresalientes.

domingo, 8 de mayo de 2022

Cuándo confiar

Segundo fragmento de la conferencia de Robert Spaemann pronunciada en Madrid el 19 de mayo de 2005 titulada Confianza. Publicada en la revista Empresa y Humanismo Vol. IX, 2/05, pp. 131-148. El texto de la conferencia completa se puede obtener en el enlace: https://dadun.unav.edu/bitstream/10171/7007/4/Confianza.pdf

II. ¿Es natural la confianza?

Acaba de aparecer el concepto del que vamos a tratar. Y lo primero que puede decirse en su alabanza es que, en el fondo, no es necesaria, porque la confianza, alabada o no, es por principio inevitable. Al que rehúye por principio confiar en los demás, no le queda más que un remedio: suicidarse. Autonomía absoluta sólo existe para el hombre en el breve instante en el que pretende separarse del mundo. Si queremos vivir debemos renunciar al deseo de ser dueños de la situación: tenemos que confiar en los demás.

Confiar en alguien (sich auf jemanden verlassen: abandonarse a alguien) es una perífrasis alemana maravillosa de lo que significa confiar. “Abandonarse” es lo contrario de “quedarse consigo mismo”. David Hume formuló la tesis opuesta, la tesis fundamental de la doctrina epistemológica empirista, con las palabras: “We never advance one step beyond ourselves” (no avanzamos nunca un paso más allá de nosotros mismos). Esta frase expresa con toda brevedad el principio fundamental del moderno selfish system. La alienación de la realidad, propia de este sistema, se hace patente en el hecho de que un fenómeno fundamental como el de la confianza se convierte en él en una prestación que precisa ser justificada.

Pero la confianza no es un invento. Los psicólogos hablan de una
“confianza originaria” del hombre, sin la cual no es posible una vida sana, y que tiene su fundamento en la confianza del niño pequeño en su madre. El niño no está primeramente consigo, no se conoce primero a sí mismo y luego a su madre. No “se decide” a confiar en su madre: es precisamente al revés, primero está con su madre y paulatinamente llega a ser él mismo. Toda la confianza posterior, todo abandonarse a otros, es la repetición de lo que pasaba en el principio. Y si no pasaba en el principio la consecuencia es a menudo una debilidad del yo; la incapacidad de abandonarse es a su vez la expresión de esta debilidad del yo. Sólo un yo fuerte puede abandonarse sin miedo a perderse. Lo que podemos aprender, por tanto, no es la confianza, sino la desconfianza. En una de las Historias magrebinas de Rezzori, un padre anima a su pequeño hijo a saltar a sus brazos abiertos, desde el árbol al que se había subido. El niño salta, el padre se retira y le deja caer al suelo. El niño llora y el padre le explica: “Lo hice para que aprendas a no confiar en nadie”.

El padre tiene razón: no es la confianza lo que se aprende, sino la desconfianza. La cuestión vital es ¿cuál de las dos es natural y cuál de ellas requiere justificación? Hace poco observé a la dueña de un pequeño teatro de Stuttgart mientras vendía entradas. Un joven pidió una rebaja de estudiante, pero no llevaba su correspondiente carnet. La vendedora, que a la vez era la dueña del pequeño teatro, le concedió la rebaja, con la observación: “No le conozco, por tanto, no tengo motivo para no fiarme de usted”. Esta actitud es inusual. ¿Cómo reaccionaríamos nosotros frente a ella? Probablemente con una mezcla de simpatía, admiración y una sonrisa escéptica. No sé cómo reaccionó el joven. Dependería probablemente de si era realmente estudiante o no. Si lo era, agradecería el gesto; si no lo era, quedaría avergonzado, a no ser que fuera un mentiroso sinvergüenza. La confianza que se nos otorga sin realmente merecerla nos avergüenza y, por regla general, es un motivo para intentar merecerla y justificarla posteriormente, de modo que con frecuencia se convierte en una self-fulfilling prophecy *. Mentir a alguien que, de todos modos, no nos cree es más fácil que mentir a alguien que se fía de nosotros.

¿Es la confianza o la desconfianza la que precisa justificación? La relación no puede ser simétrica, porque si fuera así, con tanta justificación no llegaríamos nunca a actuar. Pero la respuesta a la pregunta parece depender de la óptica y de la situación. Generalmente, me fiaré como extranjero de cualquier nativo si le pregunto por una calle. Pero ¿qué pasaría si un extranjero se ofreciera a llevarme una carta al buzón, si no tuviera tiempo de hacerlo yo mismo porque mi tren sale enseguida? Probablemente le daría la carta si no contiene nada importante o valioso, pero, si fuera el caso, dudaría. Sin embargo, esta duda la experimenta como ofensa aquel que me ofrece su ayuda, o por lo menos lo considera una descortesía. Y más aún si le explico que en la carta hay 1000 Euros. Cada uno tiene derecho a ser considerado digno de confianza por los otros. Y como cada uno sabe exactamente que esta exigencia no es justificada, el que tenga un poco de capacidad de reflexión y de tacto será prudente con ofertas cuya aceptación requiere una considerable cantidad de confianza. Una oferta así puede ser una exigencia exagerada: nos avergüenza y a la vez hace que nos sintamos a gusto.

No olvidaré nunca a un piloto italiano que se hallaba ocioso en el aeropuerto de Roma, a causa de una erupción del Etna que impidió la salida de su avión, al que pedí consejo. Me habían robado, no tenía ni dinero, ni el billete de avión, ni pasaporte o tarjeta de crédito. Y el avión de regreso a casa ya había despegado. El piloto me ayudó, intentando persuadir a la línea aérea de que dieran una muestra de buena voluntad. En balde. A continuación me rogó que esperara un instante, me compró un billete y me lo entregó junto con una dirección a la que podía transferirle el importe una vez de vuelta en casa.
“Pero usted no me conoce en absoluto y no puedo identificarme”, objeté. Lo único que dijo fue: “Ya me pagará”. Sólo pude contestarle: “Querido señor, su amabilidad es mayor que la infamia de los ladrones y la pérdida que sufrí no es un precio demasiado elevado en comparación con la amabilidad que experimento”. El piloto no me pareció ser una persona de carácter tan entusiasta como para que, durante los diez minutos que nos tratamos, pudiera yo lisonjearme de haber despertado en él la impresión de ser digno de confianza; y como éste era el caso, una vez que hube regresado a casa yo no tuve nada más urgente que hacer que transferirle el importe en cuestión.

*Self-fulfilling prophecy: Profecía autocumplida

miércoles, 4 de mayo de 2022

Control y confianza

Primer fragmento de la conferencia de Robert Spaemann pronunciada en Madrid el 19 de mayo de 2005 titulada Confianza. Publicada en la revista Empresa y Humanismo Vol. IX, 2/05, pp. 131-148. El texto de la conferencia completa se puede obtener en el enlace: https://dadun.unav.edu/bitstream/10171/7007/4/Confianza.pdf

I. ¿Somos dueños de la situación?

Nadie es completamente dueño de la situación, y ello en un doble sentido: en un sentido, por así decir, cosmológico, y en otro antropológico. En sentido cosmológico nuestra vida está determinada por una serie de condiciones que no hemos escogido y que no dominamos nunca de modo completo, y ni siquiera substancial. Antropológicamente, fuimos engendrados y dados a luz sin nuestra participación. Por todo ello, en relación con estas condiciones dadas hablamos de “destino”. No dominamos nuestro destino pero podemos actuar frente a él. La filosofía clásica como doctrina de la vida siempre fue, en gran medida, doctrina del comportamiento frente al destino.

El empeño del hombre por crearse un cierto espacio de autodeterminación y autoafirmación dentro del conjunto de condiciones que le vienen dadas, se halla, a su vez, bajo otra condición antropológica adicional: que nadie puede crear para sí solo este espacio libre. Dependemos de la cooperación. La cooperación puede organizarse jerárquicamente; el poderoso puede mandar trabajar a otros hombres a su servicio, pero él tampoco se convierte por este hecho en dueño de la situación. En primer lugar, nunca es el único poderoso: siempre hay otros de cuya buena voluntad depende. Y también quienes trabajan para él, en dependencia de él, le son iguales en aspectos esenciales, y siempre trabajan también por su propio interés.

La identificación con los propios intereses del poderoso nunca es absoluta. El control que puede ejercer sobre esas personas es limitado, ya simplemente por el hecho de que sólo lo puede ejercer a través de controladores que a su vez deben ser controlados. Además, sabemos que la voluntad de ser continuamente dueño del espacio de cooperación resulta extremadamente negativa para la eficacia de dicha cooperación: los costes de transacción resultan demasiado altos.

Utilizada en el episodio 7 de la
primera temporada de la serie
televisiva Borgen
La famosa consigna de Lenin: “La confianza es buena, el control es mejor”, sólo es cierta en casos excepcionales, a saber: en los casos en los que la palabra “mejor” no se entiende moralmente, sino en el sentido de “más eficiente”. El control sin confianza no es eficiente.