Cuarto fragmento de la conferencia de Robert Spaemann pronunciada en Madrid el 19 de mayo de 2005 titulada Confianza. Publicada en la revista Empresa y Humanismo Vol. IX, 2/05, pp. 131-148. El texto de la conferencia completa se puede obtener en el enlace: https://dadun.unav.edu/bitstream/10171/7007/4/Confianza.pdf
IV. Confianza en personas y confianza en cosas
Permítanme hacer algunas observaciones acerca de éste fenómeno humano de la confianza, para poder delimitarlo más exactamente y excluir equivocaciones, evidentes en declaraciones políticas recientes. En primer lugar, habrá que distinguir claramente entre la confianza en las personas y la llamada confianza en las cosas. Cuando me subo a un avión lo hago con una sensación relativamente tranquila porque, por las estadísticas, conozco la incidencia mínima de riesgos de no llegar a mi destino sano y salvo. Esta sensación no se puede llamar realmente confianza.
La confianza es un acto humano que referimos a personas, por tanto a sujetos libres. Pero ¿qué pasa con la confianza en el cirujano a cuyo bisturí me someto? ¿Es algo básicamente distinto de mi actitud frente al avión? ¿Y no se suplanta actualmente cada vez más la “anticuada” confianza en el médico por la confianza en los aparatos de la que se sirve él o la clínica y en los que confía él mismo? Propongo no hablar aquí de confianza o, por lo menos, ser consciente del carácter metafórico de esta forma de hablar. Digo que el médico mismo cree en la eficiencia de sus aparatos; si confío en el médico es porque creo en su creencia. Es decir, creo que sólo me expone a aquellos aparatos de cuya eficacia y fiabilidad él mismo está convencido, y a los que se expondría él mismo si estuviera en mi situación. Confío en que no esté condicionado principalmente por consideraciones económicas, y en que no sea negligente o mal informado, y en que al aplicar tales aparatos no siga meramente unas modas, sin previas comprobaciones. El objeto de mi confianza no es, por consiguiente, el aparato, sino la fe de mi médico en la eficacia de este aparato. Aquí reside el aspecto ético alrededor del cual gira todo en todo tipo de confianza. Y precisamente este elemento no puede delegarse, ni en un aparato, ni en una comisión de ética. A un médico del que yo supiera que en cuestiones de vida y muerte no sólo consulta a una comisión de ética —lo que es un signo de escrupulosidad— sino que además pone sus decisiones en manos de una comisión tal, le negaría en seguida mi confianza. O bien sus convicciones éticas son de tal índole que yo puedo fiarme de él o no lo son; a los miembros de la comisión no los conozco. Y en cuestiones de moral -aparte del consejo y la corrección- no existe representación. El que no quiera aceptar consejos merece tan poca confianza como aquel que entrega sus decisiones a comités de asesoramiento.
Esto es válido, por cierto, también en política. Una de las razones del descenso de confianza en los gobernantes es la impresión de que en vez de dejarse asesorar y eventualmente convencer, ceden decisiones precarias a grupos de asesores. Lo mismo ocurre en los tribunales: ningún experto puede hacerse cargo de la decisión del juez. Sólo cuando el juez actúe convencido puede uno fiarse de él. La responsabilidad política y jurídica tiene siempre que ser personal, si pretende ser digna de confianza. En el fondo, ni siquiera existe la confianza en los comités o consejos asesores, pues ellos no tienen conciencia. Quienes tienen conciencia son los miembros de las comisiones, que siempre pueden ocultarse detrás del anonimato. A menudo las comisiones siguen leyes de dinámica de grupos que sólo de modo limitado tienen que ver con la verdad y el error, con la justicia y la injusticia. Por eso, en realidad sólo se puede confiar en miembros particulares de un comité.
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