Quinto fragmento de la conferencia de Robert Spaemann titulada Sobre el ánimo para la educación. En alemán Über den Mut zur Erziehung publicada en el Frankfurter Algemeine Zeitung el 14 de abril de 1978. Incluido en libro de Robert Spaemann: Límites. Acerca de la dimensión ética del actuar, editorial EIUNSA, capítulo 42.
Educar no es discipular
La crítica radical de la cultura no se detuvo ni ante el tabú de la vida humana, ni ante las normas de conductas sexuales características de toda cultura superior, ni ante esas formas de interacción sólo en las cuales se constituyen y adquieren estabilidad los sujetos. Las normas de las subculturas recién surgidas, que exigen por su parte un estricto conformismo, fueron constantemente introducidas de manera clandestina por los medios de comunicación, como postulados emancipatorios, en la sociedad normal. En virtud de la creciente dependencia del ciudadano normal respecto de los medios de comunicación, esto sólo sirvió para aumentar la inseguridad del ciudadano normal en la praxis educativa. Ciertamente fueron pocos los padres y profesores que hicieron suya la visión del mundo emancipatoria radical, pero se resignaron y capitularon: «Vivimos en una época diferente», «La juventud de hoy es diferente, ahí no tenemos ya nada que decir», etc. Estas formas de hablar son conocidas.
Por lo demás, es propio de la sociedad mediática que padres y profesores pierdan su posición privilegiada como transmisores de información. Los jóvenes beben cada vez desde más temprano directamente de las fuentes públicas. La influencia a la que de ese modo están expuestos se distingue de la influencia educativa en que esas personas de las redacciones radiofónicas juveniles y similares que han pasado a ejercer influencia carecen de la vinculación institucional y emocional con aquellos a quienes se dirigen. Pero sobre todo les falta la conciencia de que las consecuencias de su influjo acompañarán a aquellos durante toda su vida. Sea cual sea su actitud interior, se encuentran objetivamente en una situación de falta de responsabilidad. En tal sentido, su influjo no puede denominarse propiamente «educación».
Hasta ahora he arrojado algunas pequeñas luces superficiales sobre un malestar experimentado de manera imprecisa, sin que nos hayamos preguntado por las razones más profundas del mismo. Ciertamente este fenómeno es al fin sólo la variante alemana de un proceso revolucionario-cultural mundial. A esta caracterización superficial corresponde también, por último, la hoy obligada a mención del terrorismo. Puesto que los terroristas alemanes proceden casi sin excepción de la revolución cultural emancipatorio-radical, y en parte incluso han actuado en ella como educadores, han puesto de nuevo en marcha un proceso de reflexión sobre lo que en realidad ha ido mal. La izquierda ha perdido algo de la aureola moral que la derecha perdió hace tiempo. En esa medida, las palabras «bien» y «mal» tienen ahora una nueva oportunidad de librarse de esa letal identificación con orientaciones políticas. Y así ha de entenderse también la nueva apelación a la educación, quizá mejor que como se entiende ella a sí misma.
La educación suscita conductas y actitudes que vienen de muy atrás y que han de mantenerse por largo tiempo, más que las orientaciones políticas. La lucha por el lugar y el contenido de la educación es una lucha política. Pero la educación no es un fenómeno político en primer lugar y antes que cualquier otra cosa. Se abusa de ella cuando se la entiende como instrumento de la revolución o como un seguro contra la revolución. No es tarea del educador programar las opciones políticas de los jóvenes y obrar en pro de lo que él se imagina como un futuro mejor. ¿Por qué debe el futuro permanecer encadenado a las utopías del educador de hoy? Los jóvenes no son un material del educador para la realización de sus esbozos del futuro.
-continuará-
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