Octavo fragmento de la conferencia de Robert Spaemann titulada Sobre el ánimo para la educación. En alemán Über den Mut zur Erziehung publicada en el Frankfurter Algemeine Zeitung el 14 de abril de 1978. Incluido en libro de Robert Spaemann: Límites. Acerca de la dimensión ética del actuar, editorial EIUNSA, capítulo 42.
No es un experimento sociológico
El padre de casi todas las ideologías radicales de los dos últimos siglos, Rousseau, es probablemente quien con mayor agudeza ha visto el problema de la educación en el mundo moderno. Su crítica a la educación del siglo XVIII culminó en que esa educación daba lugar a un homme double, un hombre dividido, que ni puede ser individuo totalmente libre, contento en sí mismo, ni por completo citoyen, ciudadano. Rousseau diseñó por eso dos utopías educativas: una, el Émile, que tiene como meta el «hombre natural», libre de toda deformación social, y la otra que tiene como meta el citoyen. Es el bosquejo de una educación estatal totalitaria. En ambos casos, así lo creía Rousseau, el resultado sería la eliminación de la disociación del hombre en la civilización moderna, una nueva y radical identidad del hombre consigo mismo. Rousseau no educó a sus propios cinco hijos, sino que los dejó en la inclusa. Dado que no les podía ofrecer ninguna de sus dos educaciones utópicas, prefirió no educarlos en absoluto. Tanto el movimiento autoritario como las ideas totalitarias de una «educación absoluta», de Skinner, por ejemplo, pueden en cierta manera apoyarse en Rousseau. No obstante, en comparación con la manera como Rousseau veía el problema este se ha agudizado aún más. La más profunda disociación del hombre respecto de sí mismo se produce hoy a través de la ciencia.
Me parece que no se puede hablar del tema del «ánimo para la educación» sin hablar de la cientificación de la vida. Somos, por una parte, los sujetos de esa ciencia. Pero somos a la vez sus objetos, y en la medida en que somos sus objetos no podemos en absoluto entender nuestra posición de sujetos. En la actitud cientificada hacia el mundo, nosotros mismos no podemos entender cómo es que somos sujetos. La ciencia conoce sólo la voz pasiva: sólo puede tomar en consideración sucesos en la medida en que estos están causados por otros sucesos y estos a su vez por otros. Para la ciencia no puede haber libertad, espontaneidad, ser sí mismo. Y, no obstante, la ciencia tiene en todo esto su propia condición previa. Pero no puede pensarlo.
La educación, por el contrario, apunta al ser en sí mismo. Una educación moderna ha de renunciar a la idea de la simple eliminación de la disociación, idea presente en todo radicalismo. Pues la disociación está instalada en la propia estructura de la ciencia. La persona instruida ha de moverse hoy en un mundo científico. Ha de poder utilizar la ciencia, pero tiene que volver a aprender a no querer concebirse a sí misma en el lenguaje de la ciencia. El lenguaje de una persona libre es un lenguaje cotidiano bien matizado. La compulsión de expresarse en terminología científica también en contextos de la vida cotidiana, hoy característica de muchos jóvenes, es una de las peores expresiones de falta de libertad y autoalienación. En la compulsión de formular su propia experiencia en la jerga psicológica o sociológica, en la compulsión de decir «Estoy motivado», en vez de decir «Quisiera, quiero», el hombre se convierte a sí mismo en antropomorfismo. No por casualidad el lenguaje de los terroristas está totalmente marcado por la jerga científica. En la praxis vital científica la educación se convierte en un cuerpo extraño, y tanto más cuando actualmente las horas de clase son por completo racionalizadas científicamente como actos de la racionalidad instrumental cuyos pasos individuales están planificados y apuntan exactamente a un determinado objetivo didáctico. Cuando toda la vida escolar está metida en ese corsé, queda excluido ese elemento del trato sólo el cual da como producto derivado la educación.
-continuará-
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