Segundo fragmento de la conferencia de Robert Spaemann titulada Sobre el ánimo para la educación. En alemán Über den Mut zur Erziehung publicada en el Frankfurter Algemeine Zeitung el 14 de abril de 1978. Incluido en libro de Robert Spaemann: Límites. Acerca de la dimensión ética del actuar, editorial EIUNSA, capítulo 42.
Frente a la arrogancia adanista
«La juventud solo puede ser guiada por la juventud», así rezaba en mi infancia el eslogan que los nacionalsocialistas tomaron del movimiento juvenil y que correspondía al posterior «No confíes en nadie que tenga más de 30 años», entre los que siempre quedaban exceptuados algunos gurúes autoelegidos. En aquella época los padres, por vez primera, ocultaban ante sus hijos sus escrúpulos liberales o humanitarios. Y cualquier dirigente de la organización infantil nacionalsocialista podía injuriar groseramente o denunciar a un profesor que se contara entre los «anclados en el pasado» y que no hubiera entendido los «signos de los grandes nuevos tiempos». Los contenidos educativos tradicionales se volvieron sospechosos de ser expresión de una milenaria extranjerización de la esencia alemana por Roma y Jerusalén, de un colonialismo intelectual que ahora, finalmente, debía llegar a su fin.
En esa época había padres y profesores que no se dejaban arrebatar el ánimo de educar. Padres que preferían ver a sus hijos convertidos en marginados a que cayeran bajo el imperio de la mentira, del odio y del culto a la violencia. Esos padres y profesores tenían en general dos características: convicciones firmes y confianza en sus hijos. Yo mismo tuve un profesor en cuya presencia nadie se atrevía a pronunciar la palabrería de la gran época. Su inquisitiva y sorprendida mirada bastaba para que a cualquiera le quedara patente la vaciedad de ese discurso; y unas pocas frases dispersas a lo largo de los años y cuya credibilidad quedaba avalada por su propio ejemplo eran suficientes para indicar que es lo importante, en qué consiste el valor de una persona: bondad, amor a la verdad y la capacidad de no darse demasiada importancia a uno mismo, ni como individuo ni como miembro de un colectivo. A ello se añadía una competencia en su materia que lo hacía digno de respeto y la decidida voluntad de transmitirla. Naturalmente, con tal actitud quedaba excluida cualquier posibilidad de promoción profesional.
Tras la guerra este hombre se convirtió en director. Era el tiempo de la denominada restauración. Hay que hablar de esa época si se quiere entender el segundo embate de la revolución cultural, en la segunda mitad de los años sesenta. La restauración no es de suyo ni buena ni mala. Es buena si restaura lo bueno, mala si restaura lo malo. Frente a la barbarie neopagana, volver en primer lugar la vista a los fundamentos de la civilización europea pareció evidentemente lo mejor. A partir de la voluntad del «¡Esto nunca más!» surgió una especie de consenso moral de la nación, a pesar del hecho de que la interpretación del fenómeno y las opiniones sobre las razones del mismo eran muy divergentes. El consenso comprendía la idea de que la contraposición de derecha e izquierda, de capitalismo y socialismo, no coincidía con la de bien y mal.
-continuará-
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