Nació usted en Berlín en 1927 y se crió en Colonia. Estudió en Münster, München, París y en el Friburgo suizo. ¿En qué entorno creció?
Soy berlinés, pero mis padres se marcharon de Berlín cuando yo sólo tenía tres años. Mi padre era historiador del arte y colaborador de los Cuadernos socialistas mensuales. Nos mudamos a Colonia, y la época que más marcó mi carácter fue precisamente ésa. La época nazi y todo lo que pasaba, digámoslo así, en el otro bando fue impactante para mí. Mi vida transcurrió normalmente. Primero fui corrector de pruebas en la editorial Kohlhammer, de Stuttgart. Antes me había doctorado en Filosofía. Estudié Filosofía y, como materias complementarias, Romanística, Historia y Teología. En 1962, me habilité para enseñar Filosofía y Pedagogía. El mismo año obtuve una Cátedra en Stuttgart. Más tarde, sucedí a Gadamer en Heidelberg. Finalmente, fui, durante 20 años, profesor de Filosofía en München.
Siempre me interesa comprender cómo encuentra alguien su camino hacia la filosofía. ¿De qué forma lo encontró usted? ¿Cómo consiguió armonizar la teología y la filosofía? ¿Por qué no se hizo teólogo?
También se podría plantear la pregunta a la inversa: ¿por qué razón debiera haber sido teólogo? Pero usted no deja de tener razón. En realidad, estuve pensando durante mucho tiempo en la posibilidad de ser teólogo. Sin embargo, quedé enganchado a la filosofía. Ya en mi época de Bachillerato, comencé a orientar mi interés en este sentido. Leía yo entonces las obras de Platón. Me influyó mucho cierto profesor de Colonia, que enseñaba alemán, griego y latín. En realidad, representó para mí la primera imagen del filósofo. Era un hombre que consiguió inmunizar a toda nuestra clase contra la ideología nazi. En aquel tiempo, tuve la ocasión de leer principalmente a Platón y a Kierkegaard. Fueron esos dos autores los primeros que estudié en el campo filosófico.
¿Me equivoco al ver que en su filosofía ha asumido la tesis central que establece que el hombre ha sido instalado en la trascendencia?
Bueno, cada filósofo elabora su pensamiento a partir de determinadas experiencias básicas. La filosofía no comienza de la nada, sino que cada planteamiento se alimenta de experiencias. Naturalmente, también esto vale en mi caso. Si tales experiencias previas están marcadas por lo religioso, no puede evitarse que sean visibles de algún modo en la propia filosofía. Pero esto le ocurre a todo filósofo, pues incluso el solipsista, partidario de aquella frase de Hume: «Nunca damos un paso más allá de nosotros mismos», también ha realizado, de una forma muy ostensible, determinadas experiencias fundamentales. Tales experiencias básicas, en mi opinión, surgen de vivencias incompletas.
Si usted habla de trascendencia en lo que respecta a mi filosofía, puedo decirle que con ese término no pienso, en principio, en nada religioso. Más bien pienso que el hombre está llamado a descubrirse a sí mismo en el otro; es decir, está situado en el mundo de manera que puede captar al otro, al mundo o a sí mismo como realidades extrasubjetivas. Yo no vivo solo en mi propia concha ni en el mundo de mis construcciones mentales, es decir, en una realidad virtual. En lugar de eso, yo diría que la apertura a la realidad es constitutiva para la razón. Esto es lo que, en primer término, entiendo por trascendencia.
Pero si esos pensamientos se prolongan en dirección a una ética filosófica, se llega a la convicción de que el hombre no es capaz de autonomía moral, sino que debe recurrir a algo que está fuera de él mismo. ¿No estaría en tal caso esa trascendencia orientada más decididamente hacia la trascendencia teológica?
No, puesto que en primer lugar se trata del otro como otro, es decir, del otro como real. Yo no soy solamente mi idea o mi construcción mental de mí mismo. Supongamos que estamos navegando por el mar, y surge en el lejano horizonte otro barco, o un avión diminuto, tan minúsculo que parece casi no existir; sin embargo, razonablemente uno se da cuenta de que allá hay hombres, cada uno con su propio mundo interior. La ética consiste justamente en tomar nota práctica de esa realidad.
¿Cómo ve usted lo que afirman los filósofos analíticos y empiristas: en concreto, la negación completa de la trascendencia y su marginación del discurso filosófico? Dicen que, aun cuando a alguien le pudiera personalmente ayudar la idea de la trascendencia, se le podría responder que, a pesar de ello, tal idea no juega papel alguno en el trabajo científico, ya que hay que proceder de manera puramente empírica y decididamente racional. ¿Cómo delimita usted su filosofía frente a esta actitud?
Yo diría que sólo están procediendo de manera empírica y no racional. Empíricos sí lo son en realidad: quienes están muy lejos son empíricamente muy pequeños, pero como ser racional sé que son igual de grandes que yo. Esta afirmación no es una afirmación empírica: esto lo sé de antemano, pero puedo posteriormente verificarlo de modo empírico: según me voy acercando a ellos, se me antojan más grandes. Pero aún sigue siendo verdad que se diferencian de mí.
Mire, si usted tiene dolores, eso nunca será empírico para mí, porque son sus dolores y no los míos. Su dolor de muelas no me duele a mí. Si usted me lo cuenta, o yo me hago cargo de que usted tiene dolor de muelas, y si me tomo igualmente en serio el dolor de muelas de otra persona que el mío propio, aunque para mí no sea empírico, entonces estoy actuando como un ser responsable y racional, un ser que trasciende, que asimila como propio algo ajeno a sí mismo.
Yo diría que los empiristas partidarios de la mencionada frase de Hume reducen la realidad a lo que puede percibirse inmediatamente por los sentidos. Esto no es racional ni responsable.
Naturalmente, los empiristas saben, y al mismo tiempo se lo echan en cara a los teólogos, que, con su concepto de Dios, éstos abren un vacío teórico y lo utilizan, por así decirlo, únicamente como tabla de salvación. ¿Qué dice al respecto?
En primer término, deseo subrayar que las reflexiones que he hecho anteriormente no incluyen el concepto de Dios. La realidad del dolor o de la alegría del prójimo también puede ser real si soy un ateo. Alguien puede decir que para él eso no existe, y asegurar: Para mí sólo existe lo que vivo y experimento. Entonces yo diría: una persona que fuese consecuente con ese planteamiento resultaría tan amoral que sería preferible no tener nada que ver con ella.
Si no puedo representar nada real para él, y si el mundo sólo se le antoja un sueño, entonces se excluye deliberadamente de la sociedad humana. Yo diría que la afirmación de la razón, básicamente, es la afirmación del mundo desde el punto de vista de la ley natural. Cualquier persona normal, de la calle, piensa así, gracias a Dios.
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