miércoles, 4 de mayo de 2016

Una ética estratégica no es ética

Fragmento de un texto de Robert Spaemann titulado La perversa teoría del fin bueno. Publicado en Frankfurter Allgemeine Zeitung (Bilder und Zeiten), edición del 23 de octubre de 1999 y en castellano en Cuadernos de Bioética, marzo 2002. Traducción José María Barrio Maestre y Ricardo Barrio Moreno.

Tomás Moro estaba preparado para morir si en ello consistía el precio por la omisión de algo que consideraba reprobable. Tampoco se dejó arrastrar por las sugestiones de su hija, que decía que finalmente todos los obispos de Inglaterra, con excepción de unos pocos, no veían la reprobación que sí veía Moro. Éste se apoyaba en el amplio consenso alcanzado por la cristiandad en los últimos mil quinientos años, consenso que ha sido quebrado, en lo que se refiere a la definición de las acciones buenas y malas, en el campo de la ética filosófica desde hace más de cien años. En el seno de la doctrina moral católica se ha roto desde hace más tiempo incluso, y en el de la teología moral católica desde hace unas décadas. No hay lugar aquí para ocuparnos de las causas de estas quiebras. El hecho es que en el debate sobre el certificado de asesoramiento que se exige como condición del aborto legal en Alemania, ambas partes se acusan recíprocamente de falta de respeto a la vida humana –una, por cooperación a la muerte, otra por omisión de la prestación de ayuda–, lo que hace que esa fractura se manifieste abiertamente sin que las partes en litigio le den su verdadero nombre.

Quizás pueda destacarse más claramente la distinción acudiendo a Kant, si bien este autor no puede ser considerado como un representante cabal de la ética clásica. Kant propone considerar las acciones desde el punto de vista de si pueden ser representadas como parte de un orden general de la vida digno del hombre. La nueva ética, en cambio, propone preguntarse si una acción es idónea para producir un cierto estado de cosas humanamente digno. A lo que nosotros hoy denominamos buenas acciones, los griegos las llamaban “bellas” acciones, es decir, aquellas que se conciben en sí mismas como justas y, por ello, como posibles partes de un orden de vida justo. La nueva ética, por el contrario, considera buena una acción si el conjunto de sus efectos resulta más deseable que el conjunto de resultados que se deriven de cualquier otra alternativa disponible.

La nueva ética juzga las acciones como parte de una estrategia. La acción moral va a ser entonces una acción estratégica. Esta forma de pensar, que en un principio se denominaba corrientemente “utilitarismo”, tiene su origen en el pensamiento político. Bentham, padre del utilitarismo, tenía ante los ojos la política social. Y aquí se encuentra el ámbito legítimo origen de esa forma de pensamiento. La política es siempre utilitarista, y si existen límites al utilitarismo, entonces se trata de los límites que hay que poner a la política, de límites éticos. Bentham creía asimismo disponer de un claro concepto determinante de la utilidad, el placer, y a ser posible con la mayor cantidad posible de bienestar subjetivo.

Cuando John Stuart Mill introduce criterios cualitativos en semejante concepto del bienestar, afirmando ser preferible un Sócrates infeliz que un cerdo feliz, entonces se da ya un paso más allá del utilitarismo político. Posteriormente, G.E. Moore cuestionó el principio hedonista del interés utilitario, así como el que éste hubiese asumido como objetivo de la estrategia ética el incremento del contenido axiológico del mundo. Tal “utilitarismo ideal” fue el que produjo, en los años sesenta, la orientación consecuencialista en la teología moral católica, cooperando en la irrupción de una visión moral de carácter estratégico enmascarada tras el equívoco concepto de una “ética teleológica”.

Antes de que esta ruptura encontrara su primera expresión dramática sociológicamente relevante en el asunto del certificado alemán, ya se había hecho reconocible a los observadores a través de tímidas manifestaciones. Así, por ejemplo, en las plegarias de la Iglesia ya no se pedía a Dios, como una dádiva suya, que nos haga justos, pacíficos y valientes, sino más bien que nos “predisponga” en favor de la justicia, la paz y los derechos humanos, etc., lo cual, según la nueva ética, se puede conseguir sin necesidad de poseer las virtudes antes reseñadas. A la luz de la ética estratégica, el cuidado de la propia salvación –que constituía una preocupación central, tanto para la filosofía antigua como para el Cristianismo– aparece como una forma de egoísmo espiritual.

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