Ninguna cultura del mundo puede resistir a la sugestión del incremento de posibilidades de elección para el hombre que resulta de dicha praxis. Cuando hoy se habla de “desarrollo”, “subdesarrollo”, “países desarrollados”, etc., se está pensando en el parámetro de la modernidad europea como algo evidente. Que un europeo ponga en duda este parámetro es considerado frecuentemente por quienes no pertenecen a los países desarrollados como expresión de una envidia por el hecho de que esos países no envidien el standard de vida europeo. Nunca en la historia mundial ha habido un programa que haya tenido tanto éxito como este.
La racionalidad de la civilización técnico-científica hace del funcionalismo su forma de pensamiento universal que mediatiza todos los contenidos de la vida. Incluso la religión encuentra aquí su última justificación no en el hecho de dar gloria a Dios, sino en cuanto que es una satisfacción de las necesidades religiosas del hombre. La única diferencia es si esta necesidad se entiende como una constante antropológica o como un producto de la alienación humana.
Pero el pensamiento funcional es esencialmente un pensamiento de equivalencias. Todo es definido en función de aquello para lo que es bueno, con lo que resulta sustituible por aquello que cumple la misma función. De este modo, el funcionalismo no es lo mismo que la teleología, la ordenación de los medios respecto de un fin, donde los fines son objeto de una justificación de acuerdo con criterios absolutos. Los fines mismos son más bien funciones. Los productos sirven al hecho mismo de producir. La finalidad última termina siendo el funcionamiento mismo, el mantenimiento del sistema de satisfacción colectiva de las necesidades que busca en cada caso sus fines.
(1) objetivar: Dar carácter objetivo a una idea o sentimiento.
Texto completo en el enlace http://dadun.unav.edu/handle/10171/876
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