Si nuestro deber se limita siempre a perseguir un programa de optimización, no nos estará permitido hacer casi nada más, sencillamente porque con aquel programa nos quedamos tranquilos y toda creatividad queda ahogada en ese cálculo. De todas formas, aquí es válido el dicho de que “lo mejor es enemigo de lo bueno”. Si siempre mantenemos el criterio de “lo mejor posible”, según el punto de vista de las consecuencias, entonces dejaremos de preocuparnos más ante una reflexión tan simple.
El Apóstol Pablo condena en la Carta a los Romanos la máxima: “Permítenos hacer el mal de modo que salga de él algo bueno”. Los consecuencialistas no se sienten aludidos por esa condena; más bien al contrario, asumen la tesis de que lo que Pablo ahí condena no se da realmente. O sea, que ellos han redefinido lo bueno y lo malo: moralmente bueno es lo que tiene consecuencia buena. La frase de Mefistófeles: “Yo soy una parte de aquella fuerza que siempre quiere el mal, pero siempre procura el bien”, sería aplicable únicamente a los que no saben que están procurando el bien. Mefistófeles, que lo sabe –por eso él dice que sí– es eo ipso bueno.
Aristóteles ha introducido una distinción conceptual cuyo alcance no debe ser desestimado: la que se da entre “poíesis” y “praxis”, entre producir y actuar. El producir posee la medida de su rectitud en algo distinto del mismo producir, en un objeto producido o en una situación causada, mientras que la rectitud del actuar, por el contrario, radica en él mismo, en su adecuación a una situación, en su inserción dentro del plexo de las relaciones morales, en su “belleza”. La rectitud del producir viene juzgada por el “arte”, que los griegos denominan techné, mientras que la rectitud del obrar viene dada por la ética. Naturalmente, todo producir se halla inscrito por su parte en un contexto práctico, y por ello tampoco está exento de una evaluación moral.
¿Qué es lo que acontece, sin embargo, cuando la ética comienza a entenderse como técnica, como estrategia, como arte de la optimización? Lo que entonces ocurre es que se suprime la instancia que pone límites a la prosecución de nuestros objetivos. Se suprime lo que para los griegos representaban esos límites, el pudor –¿qué cara se pone cuando se dice algo así?, pregunta Neoptolomeo a Odiseo cuando le propone acabar con el amigo Filoctetes mediante una mentira para salvar a los griegos de Troya–; sólo queda entonces un imperativo: perseguir los fines buenos oportunamente, por lo que, con todo ello, finalmente desaparecen las que Hegel llamaba “relaciones morales”. En efecto, entre el que da su palabra y el que la recibe se establece una relación de este tipo. La obligación de mantener un compromiso nace de la palabra dada, y se trata de un compromiso frente a aquel a quien se le hizo la promesa. Para los consecuencialistas sólo existen obligaciones respecto a personas individuales de un modo indirecto. El auténtico objeto de la moral sólo sería “lo mejor”, tomado genéricamente. La posibilidad de fiarse de un compromiso representa, no obstante, un elemento importante en la convivencia humana, y la perturbación de esa confianza perjudica ese elemento. El deber de mantener un compromiso se deriva, para los consecuencialistas, del deber de la optimización. Ésta constituye una responsabilidad para el mantenimiento de la importante institución del compromiso. Pero, por ejemplo, quien se compromete a solas ante la petición de un moribundo, puede prometer lo que quiera, dada la circunstancia de estar sin testigos, sin sentirse vinculado en todo caso por la muerte del interlocutor. Promesa y ruptura de ésta quedan, pues, sin consecuencias.
Esto no es precisamente lo que la gente corriente entiende como moral, pero el consecuencialista tiene que encontrar también correcto que la gente corriente no piense de un modo consecuencialista. Esta gente podrá pensar tranquilamente en categorías de relaciones morales y seguir unas reglas normativas como si éstas contuviesen en sí mismas alguna importancia. Esto no puede ser sino una ventaja. El filósofo o teólogo consecuencialista conoce, no obstante, el arcano de la moral, y ese conocimiento lo eleva por encima de las personas corrientes. “Todo le está permitido”, y las normas morales le supeditan de la misma manera que a los peatones la prohibición de cruzar el semáforo en rojo. En buena ley, deberían respetarse, pero no hace falta, si las infracciones carecen de consecuencias, por ejemplo si es de noche y se cruza la calle sin niños. Ejemplo de una regla técnica, que solamente tiene consecuencia moral de modo secundario.
Tomás de Aquino dio en su Summa Theologiae un ejemplo convincente para fundamentar las normas morales que tiene conexión con lo que he denominado “relaciones morales” en Hegel. Tomás describe el caso de un hombre buscado por un delito. ¿Habrá que auxiliarle, o más bien habrá que ayudar a la policía? Tomás responde: depende de las responsabilidades concretas. El gobernante ha de pensar en la eficacia policial, y la mujer del delincuente debe ayudar a su marido a ocultarse, pues ella es responsable del “bienestar particular de su familia”, mientras que el gobernante, por el contrario, ha de responsabilizarse del “bien público del Estado”. Ambos, según y cómo, deben respetar el deber del otro; la mujer no puede convertirse en terrorista, y el juez no puede perseguirla por “obstrucción a la justicia”. (De este modo puede el Estado, cumpliendo con su deber, hacer disminuir el número de los abortos, y la Iglesia, cumpliendo con el suyo, no cooperar en ninguno de ellos, no poniendo en práctica ninguna de las conductas cuyo resultado es el aborto).
El derecho moderno de los Estados libres contempla, por lo demás, esa misma concepción. Ni el juez ni la mujer del delincuente antes mencionados saben lo que el consecuencialista afirma saber: que, en realidad, al final ocurrirá lo mejor para todos. Tomás dice: eso sólo lo sabe Dios. Él es el único que cuida por el “bien del universo”. A nadie le está permitido suplantar a Dios, pues tampoco nadie conoce lo suficiente. G.E. Moore, el fundador del “consecuencialismo axiológico”, ha reconocido como ningún otro de sus sucesores el carácter utópico de esta teoría, cuando dice que desconocemos fundamentalmente las consecuencias a largo plazo de nuestras acciones, por lo cual, como consecuencialistas, tampoco podemos conocer lo que sea lo moralmente bueno. No nos queda más que aceptar que los resultados benéficos a corto y medio plazo también lo sean a la larga. Pero, continúa Moore, no podemos afirmar tajantemente que las cosas no puedan ser de otra forma.
Que lo bueno tenga consecuencias buenas no lo consideraban Kant y Fichte como una verdad analítica, como hacen los consecuencialistas, sino como una cuestión religiosa, de fe en un gobierno divino del mundo. En lugar de querer lo que Dios quiere que suceda –y esto únicamente lo podemos conocer a posteriori– debemos, como afirma Tomás de Aquino, querer lo que Dios quiere que queramos. Esto, a diferencia de lo primero, sí podemos conocerlo, pues la razón práctica nos ilustra sin ningún esfuerzo moral de predicción.
Texto completo en el enlace http://www.noticiasglobales.org/articuloDetalle.asp?Id=820
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