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martes, 3 de mayo de 2016

El deber de una omisión incondicional

Fragmento de un texto de Robert Spaemann titulado La perversa teoría del fin bueno. Publicado en Frankfurter Allgemeine Zeitung (Bilder und Zeiten), edición del 23 de octubre de 1999 y en castellano en Cuadernos de Bioética, marzo 2002. Traducción José María Barrio Maestre y Ricardo Barrio Moreno.

Todo el mundo reconoce que nadie puede ser censurado por omitir una acción que le era físicamente imposible realizar, como por ejemplo en el caso de que no tuviera manos. El modo de pensar europeo –aunque no sólo de los europeos– siempre tuvo en cuenta que existen acciones que no es posible realizar moralmente. No existe responsabilidad alguna por lo que sucede sin poderlo evitar mediante tales acciones. Los médicos que no participaron en aquel asunto de la eutanasia, se encontraron como si carecieran de manos para rellenar las listas. El viejo legislador romano tenía, para esto, la clásica fórmula: “Las acciones que contradicen las buenas costumbres han de considerarse como aquellas que nos es imposible llevar a cabo” (Digesto XXVII). Se podría comparar la quintaesencia de ese pensamiento con la fórmula popular de que el fin no justifica los medios.

Esta concepción será calificada por sus nuevos adversarios como fundamentalismo ético. Según ellos, el fundamentalista ético es quien piensa que hay algo a lo que no está dispuesto, aunque esté en juego el más noble de los fines. En Europa, el arquetipo literario de dicho “fundamentalismo” ha sido siempre Antígona, cuya convicción de que estaba obligada a sepultar a su hermano, fundada en una tradición inmemorial, no se subordinaba a la razón de Estado. La ética filosófica clásica, que fue integrada en el cristianismo desde su comienzo, advierte que la bondad de una acción depende no sólo de ella misma –del tipo de acción que sea–, sino también de las circunstancias, de los efectos resultantes, de las alternativas disponibles y de las intenciones subjetivas de quienes toman parte en ella. Existen, no obstante, acciones cuya intrínseca malicia es perfectamente reconocible aun sin un conocimiento previo de las circunstancias, de las intenciones y motivaciones subjetivas. Son siempre reprobables, y el propósito de alcanzar un fin bueno a través de semejantes acciones nunca puede ser un buen propósito. El fin bueno no hace bueno al mal medio.

De aquí se infiere que no son válidos los imperativos que previamente desconsideran las circunstancias y que, más bien al contrario, existen mandatos incondicionales de omisión: hay cosas que el hombre debe estar dispuesto a no hacer. “Ese hombre es capaz de todo” es, ciertamente, una buena tarjeta de presentación en los regímenes totalitarios y en las bandas mafiosas. Para las personas normales, se trata de una advertencia, de una señal de peligro. Y lo mismo para la ética filosófica clásica, para Aristóteles, Tomás de Aquino, Kant o Hegel. Contraponerlas como “ética de la convicción” (Gesinnungsethik) y “ética de la responsabilidad” (Verantwortungsethik), en el sentido de Max Weber, es errar la puntería. La cuestión no es si asumimos una responsabilidad por las consecuencias de nuestras acciones y omisiones, sino más bien a qué se refiere esa responsabilidad y si ella nos alcanza. Por eso la noción de “ética teleológica” (teleologische Ethik) resulta también inadecuada como rasgo diferenciador. Toda ética es teleológica en tanto que se refiere a acciones que son siempre teleológicas, es decir, que tienen un fin. El carácter incondicionado de ciertos deberes de omisión descansa en que tenemos una responsabilidad preferente frente a los efectos por los que se define nuestra respectiva acción, así como frente a quienes están afectados inmediatamente por tales efectos. Determinadas acciones son, sin embargo, con independencia de sus consecuencias posteriores, incompatibles con esa responsabilidad. La acción de excluir a alguien de la lista para el exterminio, en el caso de los médicos mencionados al principio, afectaba directamente a quienes habían sido seleccionados para morir. De ahí que la acción sea irresponsable, aunque la contrapartida fuera que otros pudieron salvarse por ella.

En esta distinción se fundamenta el que la omisión de una acción reprobable sea una obligación absoluta, análoga a la de evitar o combatir cierta conducta. Quien considera el aborto como algo reprobable, nunca debe prestarle su cooperación. El deber que el Estado tiene de impedirlo es ciertamente un deber de rango superior, pese a la notoria insuficiencia de nuestra legislación en este punto. No obstante, ese deber ha de considerarse como la obligación de una intervención positiva con un tipo de incondicionalidad distinto al que corresponde al deber de omisión. El deber de intervenir siempre está sujeto a una ponderación en la que se tiene en cuenta que el principio del mal menor tiene un puesto legítimo, que sin embargo no entra en juego cuando se trata del deber de omisión.

Max Weber lo expuso claramente con el ejemplo del pacifista. Quien considera reprobable cualquier muerte, incluso en tiempo de guerra, puede negarse justificadamente a prestar el servicio militar. Weber sentía mayor respeto por la “ética de la convicción”, frente a quienes se alinean hoy con la mayoritaria “ética de la responsabilidad”, mientras no se politice la cuestión. Ahora bien, quien no sólo se niega a prestar el servicio militar, sino que trata de manipular políticamente la insumisión, se hace responsable de sus consecuencias, ya que se convierte en autor de aquélla. Si consigue, aunque sólo sea debilitar las fuerzas armadas de su propio país, sin llegar desde luego a suprimirlas completamente, podrá ser también responsable del estallido de la guerra, como fue el caso de los movimientos pacifistas occidentales antes de la segunda guerra mundial. En el contexto de estas ideas radica el sentido de la distinción propuesta por Weber.
Tomás Moro

Cuando Tomás Moro renunció a su puesto de Lord Canciller y volvió a su vida privada, siguió exactamente ese mismo principio. Reprobó el cisma de la iglesia de Inglaterra; no quiso contribuir de ninguna forma a su separación de la de Roma. Pero no se sentía obligado a actuar en contra como un político activo, conociendo sobre todo lo inútil de tal intento, pues a la hora de intervenir siempre se piensa en la posibilidad de éxito. Tomás Moro no estaba interesado en un inútil comando suicida. Si finalmente fue ejecutado, al no permitírsele vivir en paz ni tan solo como una persona privada, lo fue porque se esperaba de él una confesión que no concedió por ser incompatible con su conciencia. Él no se sintió llamado a hacer de héroe, que muere entregando su vida por una causa.

lunes, 2 de mayo de 2016

La perversa teoría del fin bueno

Fragmento de un texto de Robert Spaemann titulado La perversa teoría del fin bueno. Publicado en Frankfurter Allgemeine Zeitung (Bilder und Zeiten), edición del 23 de octubre de 1999 y en castellano en Cuadernos de Bioética, marzo 2002. Traducción José María Barrio Maestre y Ricardo Barrio Moreno.

Tribunal Supremo Federal
de Alemania
En el año 1952 el Tribunal Supremo alemán condenó a dos médicos por cooperación al homicidio. Los médicos, durante el año 1941, habían tomado parte en la campaña gubernamental de eutanasia masiva para los enfermos mentales. Habían elaborado listas de enfermos, entregándolos así a la muerte. Ante el Tribunal quisieron hacer valer de forma incontestable que sólo habían cooperado en la acción homicida para salvar a una parte de los enfermos que estaban amenazados de muerte. De hecho, habían excluido de las listas, aproximadamente un 25% de enfermos, infringiendo así las disposiciones vigentes. Con su conducta habían librado de una muerte segura en la cámara de gas a otros pacientes, poniéndolos a salvo o alojándolos en establecimientos confesionales.

Estos médicos fueron absueltos en la primera instancia judicial, aceptándose las alegaciones mencionadas. Sin embargo, el Tribunal Supremo federal revocó la resolución absolutoria y fundamentó su fallo del siguiente modo: “Cuando están en juego vidas humanas, sostener la oportunidad de aplicar el principio del mal menor en atención a valores efectivos razonables, así como intentar hacer depender la legitimidad jurídica de la acción del resultado global de la misma desde una perspectiva social, se opone a la cultura que mantiene la enseñanza moral cristiana acerca del ser humano y su índole personal”.

Los acusados “no habrían actuado en desacuerdo con la opinión mantenida entonces por los médicos más responsables y serios si se hubiesen negado a participar en la matanza de enfermos mentales, al precio de ser apartados de cualquier puesto de interés decisorio dentro de la maquinaria del exterminio”. El caso es que, como el juicio puso de manifiesto, hubo muchos médicos honestos que prefirieron dejar sus puestos de especialistas clínicos antes que cooperar, aun indirectamente, en la masacre de inocentes.

Los tiempos han cambiado. Los “patrones culturales dominantes” ya no están orientados por la enseñanza moral cristiana que, por su parte, poseía elementos comunes con las doctrinas judaica, griega y romana. Buena parte de los herederos de esa enseñanza, y que tienen la misión de transmitirla, renuncian precisamente a seguir haciéndolo. Los médicos que entonces se apartaron de toda cooperación en el exterminio –aun tratándose de una cooperación remota– y desistieron de cualquier intento de influir en el proceso, hoy serían censurados en Alemania por ciertos obispos católicos, pues para tales médicos es mucho más congruente con su “bata blanca” esa postura ética que la de contribuir a salvar el mayor número posible de vidas amenazadas y a rebajar la cifra total de muertos. Igualmente les censuraría el “Comité Central de los católicos alemanes”, incluso les acusaría del delito de omisión de auxilio, por su irresponsable retirada. El Papa, uno de los últimos defensores de la vieja Ética, con dos milenios y medio de antigüedad, ha sido cuestionado por algunos obispos alemanes por el hecho de que miles de no nacidos sean abandonados a la muerte. La respuesta clásica a esta cuestión es clara. Nadie tiene responsabilidad de lo que sin su intervención sucede, siendo así que esto sólo podría evitarse haciendo algo que no le incumbe hacer.