miércoles, 27 de abril de 2016

Fundamentalismo político

Fragmento de un texto de Robert Spaemann titulado ¿Qué es el fundamentalismo?. Publicado en la Revista Atlántida de Chile (Julio/Septiembre de 1992).

Max Weber
El fundamentalismo político está en estrecho contacto con lo que Max Weber llamaba «ética de la convicción». En todo caso, parece que la distinción entre «ética de la convicción» y «ética de la responsabilidad» no existe en realidad. Weber llama «ética de la responsabilidad» a la que desarrolla una acción política que quiere alcanzar o provocar a medio plazo situaciones que considera deseables en el área limitada que le ha sido confiada. En cambio, la «ética de la convicción» es o bien la que contempla la responsabilidad como directa y limitada, es decir, que hay un responsable del resultado de una acción concreta, por ejemplo, la muerte de un hombre, o bien la que pone sus acciones al servicio de una estrategia a largo plazo en el marco de una visión global de los objetivos, y cuya justificación escapa, por tanto, a la valoración del common sense

Weber mostraba mayor respeto por la «ética de la convicción» en el primer sentido. Pero advertía que ésta no es una ética política. Sólo sería capaz de poner límites a la ética política. La segunda pretende ser ética política, pero tampoco lo consigue, porque, al fin y al cabo, sólo lleva a privar a las cosmovisiones políticas de su comprobación racional, y a exigir a su servicio una libertad de actuación ilimitada. Es por tanto, fanatismo en el sentido auténtico del término. 

La distinción entre las dos formas de «ética de la convicción» nos permite diferenciar también dos formas de fundamentalismo. El fundamentalismo es una postura esencialmente apolítica, porque el espacio de lo político es el espacio de la mediación, de la relativización funcional, de la ruptura con todas las exigencias de incondicionalidad. La absolutización del punto de vista político, la interpretación de todas las realizaciones humanas a través de su función política positiva o negativa es la característica del totalitarismo. Todo totalitarismo es antifundamentalista, aunque a menudo tenga un origen fundamentalista. Pero su antifundamentalismo no significa nihilismo, porque para la «humanidad común» podría decirse: cualquier persona es fundamentalista en algo. Hay símbolos de lo incondicionado que, aunque de naturaleza finita, contienen una exigencia incondicional para los seres finitos. Sin tales símbolos, la incondicionalidad se convierte en una palabra vacía y el hombre en un ser despreciable para el que nada es «sagrado», es decir, al que todo le está permitido. Por otra parte, lo incondicionado se presenta como objeto de respeto, no de imposición. Una política que impusiera los derechos humanos nunca podría tener la misma incondicionalidad que el mandato moral de respetar esos derechos.

El análisis de estos temas es antiguo. Está expuesto insuperablemente en dos tragedias griegas, la Antigona de Sófocles y la Orestiada de Esquilo. Antígona es el prototipo insuperable de una fundamentalista negadora del discurso. La obligación de enterrar a su hermano se basa en una ley inmemorial de los dioses, que a la vez responde a la ley del corazón: «No estoy aquí para odiar, sino para amar.» Creón, el rey, fundamenta su prohibición en razones de Estado. Su insolencia radica en imponer un cálculo racional que no respeta como medida aquello que es más antiguo y «más fundamental» que el sistema político. Sin embargo, todavía no ha caído en la trampa de Hobbes de devaluar la frase «hay que obedecer más a Dios que a los hombres», declarándose como soberano y único intérprete auténtico de ese mandato divino. Pero en este caso el fundamentalismo que encierra esa frase, igual que el que hay detrás del comportamiento de Antígona no es directamente amenazador, desde el punto de vista político, por cuanto da pie a acciones sin duda desobedientes, de resistencia activa, de rebelión, pero no políticas. 

Antígona no quiere que su hermana Ismene tome parte en la empresa. La actuación política sólo tiene sentido cuando es eficaz. Y sólo puede ser eficaz cuando sigue las leyes de la lógica política, cuando se aventura fuera de los muros de la fortaleza inexpugnable del fundamentalismo. La tragedia clásica tiene también una obra maestra sobre el trato político legítimo con el fundamentalismo: la Orestiada de Esquilo. El poder político, el poder fundador de la polis de la paz, aparece aquí en la figura de Atenea, que ante el Areópago deposita su voto en la balanza a favor de Orestes, asesino de su madre: hay que poner fin a la cadena de muertes. Pero las furias Erinias rugen. No quieren sacrificar su derecho fundamentalista y feminista a la vindicación del asesinato, a la nueva lógica de la paz. En realidad, Atenea no impone el derecho a las Erinias, sino que intenta, con éxito, apaciguarlas. Las invita a permanecer en la ciudad como «Euménides», como diosas benéficas, «despolitizadas» por así decirlo, y liga el bienestar de la ciudad a que estas diosas, que son más antiguas que ella misma, tengan siempre un lugar sagrado en su seno. Al ser privadas del poder político, su presencia se convierte en una garantía de que lo político no perderá su mesura y su respeto a lo «sagrado», que precede a toda política y que ella misma no puede generar.

Texto completo en el enlace eticaarguments.blogspot.com.es/2004/12/qu-es-el-fundamentalismo.html (Arguments 1 de diciembre de 2004)










martes, 26 de abril de 2016

El fundamentalismo verde

Fragmento de un texto de Robert Spaemann titulado ¿Qué es el fundamentalismo?. Publicado en la Revista Atlántida de Chile (Julio/Septiembre de 1992).

El fundamentalismo biológico ha sobrevivido a su variante nacional, estatal-terrorista, y ha acogido en su seno nuevos motivos. También el fundamentalismo verde es un movimiento de deslegitimación. Se deslegitima una evolución civilizadora en nombre de algo originario, elemental, que en esta evolución no se desplegó, sino que fue reprimido y negado. Este algo originario ya no son las razas humanas, sino las especies naturales de la Tierra, y entre ellas la especie homo sapiens y sus amenazadas condiciones naturales de supervivencia. Este movimiento es fundamentalista en tanto que rechaza toda mediación social-histórico-jurídica para su escala de valores. El sistema social de las culturas más avanzadas se basaba, desde su punto de vista, en la represión de la naturaleza y, por así decirlo, de la mujer como representante de la naturaleza dentro del sistema social. El racionalismo europeo no sería sino la culminación de tal historia de represión, que habría marcado y envenenado de forma sexista nuestras estructuras lingüisticas.

La fuerza de este nuevo fundamentalismo estriba en un hecho indiscutible y en una opinión igualmente indiscutible. El hecho: el sistema industrial ha llevado al límite de lo tolerable nuestras condiciones naturales de vida. Eso ha hecho que por primera vez, éstas sean tematizadas, y que se tome conciencia de que todos los seres humanos estamos en el mismo barco en lo que a este peligro se refiere. La opinión: en este sentido, lo bueno y lo malo son magnitudes más o menos fijas. Son como son, independientemente del consenso o aceptación de que gocen. Si en relación a las condiciones de supervivencia tiene lugar un consenso y aceptación erróneos, posiblememte sea demasiado tarde para aprender del error.

En este sentido, estamos ante uno de los muchos retornos inevitables del Derecho Natural, es decir, de lo correcto e incorrecto «por naturaleza». Cuando el fundamentalista no negocia algo es porque no está a su disposición. Rousseau decía que si los Estados infringían el Derecho Natural caerían en un estado de caos hasta que «la invencible naturaleza de las cosas vuelva a tomar el poder». Rousseau, al afirmar esto, pensaba en el caos social y político. Para los fundamentalistas verdes, el caos social es preferible, en determinadas circunstancias, a un orden social que produce tanto más caos externo cuanto más perfecta es su organización interna. Sin duda, también aquí vencerá al final «la invencible naturaleza de las cosas», pero en determinadas circunstancias eso llevará consigo la desaparición del homo sapiens de la superficie de la Tierra.


Del hecho de que las condiciones de supervivencia no dependen de él, el fundamentalista deduce, equivocadamente por otra parte, que tampoco sus ideas al respecto están disponibles para ser corregidas, y del hecho de que la verdad no admite compromisos deduce que los compromisos siempre serán malos a la hora de alcanzar lo que cree correcto. 

En relación con esto, también es muy instructiva la forma de entender los derechos humanos del fundamentalismo verde. En primer lugar, está determinada por la tendencia a hacer desaparecer la diferencia entre derechos civiles y derechos humanos. Ni el pasado histórico común, ni la comunidad linguística, ni la disposición para formar parte de una comunidad solidaria con fines a largo plazo definen de manera relevante la unidad política, sino la categoría puramente natural de la «afectación» común actual. Esta concepción se vuelve explosiva cuando se une a una idea de los derechos humanos que no los entiende como derechos de defensa, sino como derechos de exigencia incondicionados de cada persona, ejecutables directamente. Por ejemplo, el derecho de ser acogido en nuestra comunidad—por principio en toda—mientras la acogida del «afectado» se vea como una mejora de su situación vital, es decir, mientras se eliminen los declives de sus expectativas de vida, condicionados histórica y geográficamente, y la ley de la entropía de la sociedad mundial nivele todas las estructuras de la «buena vida». 

Texto completo en el enlace eticaarguments.blogspot.com.es/2004/12/qu-es-el-fundamentalismo.html (Arguments 1 de diciembre de 2004)

lunes, 25 de abril de 2016

Fundamentalismo y nacionalismo

Fragmento de un texto de Robert Spaemann titulado ¿Qué es el fundamentalismo?. Publicado en la Revista Atlántida de Chile (Julio/Septiembre de 1992).

Una civilización que rompe de manera rotunda con sus orígenes provoca un fundamentalismo radical, que se remonta a toda la tradición histórica de Europa, y es el biológico. Este comienza ya a finales del siglo XIX. El cristianismo había pedido a los pueblos de Europa que se dejaran adoptar como «gentiles» por una nueva genealogía, que llamaran a Abraham «nuestro padre» e imitasen a sus reyes David y Salomón. El reino de los alemanes no había sido un reino alemán, sino el mismo Imperio Romano. Liberado de esta historia «colonial» e «invasora», el fundamentalismo biológico esperaba el despliegue del genuino potencial de la raza céltica o germánica. El nacionalsocialismo fue la primera toma de poder del fundamentalismo naturalista, que, aunque hijo de la ilustración cientifista, contemplaba su universalismo racional en materia de derechos humanos como parte de la herencia judeo-romana que había que superar. 


Adolf Hitler
Por lo demás, el nacionalsocialismo fue una enseñanza respecto al destino que espera a todo fundamentalismo que alcanza el poder político: dejar de ser fundamentalismo (esto también es válido para el Islam). No por casualidad Hitler hizo reescribir la historia en la segunda mitad de su período de gobierno imperialista: Carlos, el «asesino de los sajones», volvió a ser «Carlomagno», y fueron precisamente los nacionalsocialistas los que eliminaron la antigua escritura germánica y la sustituyeron por la latina, usual en el resto de Europa, de forma que hoy los niños ya no saben leer las cartas de juventud de sus abuelos.
Texto completo en el enlace
eticaarguments.blogspot.com.es/2004/12/qu-es-el-fundamentalismo.html (Arguments 1 de diciembre de 2004)



sábado, 23 de abril de 2016

Fanatismo y funcionalismo

Fragmento de un texto de Robert Spaemann titulado ¿Qué es el fundamentalismo?. Publicado en la Revista Atlántida de Chile (Julio/Septiembre de 1992).

La civilización occidental preparó desde el siglo XVII el vocablo despreciativo «fanatismo» para aplicarlo a las convicciones incondicionadas, que escapaban al discurso universal. Al principio la palabra fue empleada por los católicos contra los protestantes, después por los protestantes ortodoxos contra los utopistas y, por último, por los protagonistas de la ilustración contra toda forma de fe revelada. El Islam pasaba por ser la forma de fe revelada más resistente a la transformación en «religión natural», y por tanto—como dijera Voltaire—, el prototipo del fanatismo.


Georg Picht
El fanatismo es la contrafigura del ideal del imperio de la razón, es decir, del discurso universal, racional y sin presupuestos sobre lo verdadero y lo falso, lo bueno y lo malo. Un discurso así debía ser posible y fecundo porque la razón, como escribió Descartes, es la cosa más uniformemente repartida del mundo. Imperio de la razón y derechos humanos parecían ser casi sinónimos. El historicismo del siglo XIX nos ha hecho conscientes de que el universalismo de la razón, los derechos humanos y la ciencia misma sólo pueden surgir en el territorio de una determinada cultura, con presupuestos muy específicos. El relativismo cultural del siglo xx afirma que estos postulados permanecen ligados a sus presupuestos históricos, es decir, que precisamente no pueden pretender una vigencia universal. En este sentido, hace algunos años que Georg Picht salió al paso del universalismo de los derechos humanos como la expresión tardía de una metafisica fracasada en Europa. No tomaba en consideración que, para aquel que ha sido privado de ellos, la evidencia de los derechos humanos podría ser quizá un argumento a favor de la metafisica que llevan implícita. En la medida en que el universalismo europeo se emancipa de sus propios fundamentos, se autodisuelve. El resultado de esta autodisolución es un concepto teórico de racionalidad que se refleja sólo en la funcionalidad de los elementos del sistema y en los eventuales impulsos a la evolución producidos por las disfuncionalidades



El funcionalismo es una forma de pensar que, al entender todos los contenidos como funciones, los hace sustituibles por sus equivalentes funcionales. Convicciones dogmáticas, veredictos morales incondicionales —por ejemplo, frente a la tortura o el aborto , vínculos personales irrevocables, son cuerpos extraños en una civilización funcionalista. Sólo es capaz de entender los problemas morales que plantea la tecnología genética en términos de aceptación, pero no contribuye en nada a legitimar o impedir esa aceptación. Libertad y dignidad le parecen, a un cientifista ilustrado como Skinner, reliquias fundamentalistas que sólo pueden ser un impedimento en la construcción de una sociedad satisfecha y funcional. Se consideran obstáculos, como lo era para el teórico moderno de la soberanía, Thomas Hobbes, la frase bíblica «hay que obedecer más a Dios que a los hombres». 
Texto completo en el enlace
eticaarguments.blogspot.com.es/2004/12/qu-es-el-fundamentalismo.html (Arguments 1 de diciembre de 2004)



viernes, 22 de abril de 2016

Fundamentalismo católico e islámico

Fragmento de un texto de Robert Spaemann titulado ¿Qué es el fundamentalismo?. Publicado en la Revista Atlántida de Chile (Julio/Septiembre de 1992).


El tradicionalismo católico 
Marcel Lefebvre
La contraprueba de esta tesis es el tradicionalismo católico del arzobispo cismático Lefebvre. Él adoptó de hecho una postura fundamentalista, pero no en relación a la Biblia, sino en relación a antiguas manifestaciones doctrinales de la Iglesia que parecen difícilmente compatibles con las declaraciones del Concilio Vaticano II, sobre todo las referidas a la libertad religiosa. Sin duda, el Concilio ha declarado que «la doctrina, que nos ha sido transmitida de la obligación moral del hombre y las sociedades respecto de la verdadera religión y la única Iglesia de Jesucristo, permanece inalterada», pero no ha hecho intento alguno por garantizar la continuidad de la tradición y con ello la propia legitimidad haciendo que las nuevas manifestaciones mantuvieran una relación de re-interpretación con las antiguas. De este modo, era previsible el recurso fundamentalista a la validez «literal» de anteriores manifestaciones doctrinales eclesiásticas, aparentemente necesitadas de interpretación. Naturalmente, el fundamentalismo católico está en una situación tan trágicoparadójica como la ortodoxia protestante. Si el primero presupone de hecho un magisterio auténtico, esta última presupone el libre examen de los textos canónicos, es decir, un principio protestante. 
El fundamentalismo islámico 
Esta frase: «que dejen prevalecer la Palabra» podría servir también como grito de guerra de aquellos musulmanes que en Occidente se califica de fundamentalistas. También el fundamentalismo islámico es la reacción a la ruptura de una tradición y a la crisis de un identidad legitimadora de una evolución. Para que los cambios culturales puedan ser entendidos como progreso, hay que tener escalas que permitan distinguir las mejoras de los empeoramientos. Tales escalas aseguran la identidad, al unir la evolución a los propios orígenes, al entenderla como «cumplimiento» de lo que se ha dicho desde el principio.
Ayatollah Jomeini
En sus tiempos de grandeza, el Islam desplegó un poderoso potencial creativo, filosófico y científicoartístico, superior en su época al del Occidente cristiano. Sin embargo, la moderna revolución científico-técnica no ha surgido en suelo islámico, sino que ha irrumpido en éste desde fuera, la mayoría de las veces bajo el signo del colonialismo. No fue casualidad que el tenebroso y sangriento fundamentalismo tuviera su centro en el país al que un déspota ilustrado había sido el primero en importar ideas occidentales de reforma agraria, tecnocracia, emancipación de la mujer y alfabetización. La truculencia del régimen iraní y el desafío a la comunidad de Estados civilizados producido por la llamada al asesinato de un escritor, no dejaron lugar a duda sobre la seriedad del fenómeno. La peligrosidad es tan sólo la otra cara de una pretensión seria. 
Un ciudadano occidental medio difícilmente puede imaginar que alguien se tome en serio el honor de Alá y el respeto a lo que los creyentes consideran una revelación divina. El hecho de que la revelación tenga en el Islam la forma de la transmisión de un libro, y no como en el cristianismo —la de la aparición de un hombre-, hace del fundamentalismo, de la «literalidad», de la sola scriptura, un fenómeno genuinamente islámico, y de la cuestión de cómo «el padre puede venir en ayuda del libro» una cuestión abierta. Sólo una autoconciencia recobrada y fortalecida dará a los pueblos islámicos la tranquilidad, que es la única que puede hacer posible algunas respuestas creativas.

Texto completo en el enlace eticaarguments.blogspot.com.es/2004/12/qu-es-el-fundamentalismo.html (Arguments 1 de diciembre de 2004)

jueves, 21 de abril de 2016

¿Qué es el fundamentalismo?

Fragmento de un texto de Robert Spaemann titulado ¿Qué es el fundamentalismo?. Publicado en la Revista Atlántida de Chile (Julio/Septiembre de 1992).


¿Qué es un fundamentalista? «Alguien que niega todo discurso, un fanático con el que no se puede hablar» Ésta sería la definición crítica del fundamentalismo. Otra de carácter apologético diría quizá: «Un hombre para el que algo es sagrado, y que no está dispuesto a negociarlo» De este modo podemos dibujar los contornos del problema que en nuestra civilización se esconde tras el término fundamentalismo. 
Origen del fundamentalismo 
El concepto ha dejado su ámbito de origen hace mucho tiempo. Pero hay que tener presente ese ámbito, para comprender este fenómeno universal. Fundamentalistas eran, en primer lugar, los protestantes americanos que—en contra de la ilustración científlca y la hermenéutica teológica—insistían en tomar al pie de la letra la Biblia y, especialmente, lo que dice sobre la creación, rechazando la teoría moderna de la evolución. El problema adquirió relevancia política con la cuestión de si el sistema educativo del Estado podía favorecer alguna de esas opiniones, concretamente, la teoría de la evolución. 
Es bueno dejar claro que un fundamentalismo suficientemente radical no entra en conflicto ni con la lógica ni con la experiencia. Desde David Hume sabemos que el common sense extrapola la validez de las leyes de la experiencia hacia el pasado y hacia el futuro, y esto hasta ahora nos ha ido bien. Pero no es posible hallar ni rastro de un argumento convincente contra aquellos que afirman que un día dejará de irnos bien, o que las leyes de la naturaleza empezaron a tener vigencia exactamente hace seis mil años, porque en aquel momento fue creado el universo, junto con su «pasado»—irreal—,es decir, junto con los fósiles. También en sueños vemos con frecuencia un pasado que trasciende la actualidad soñada, pero que es esencialmente pasado y nunca fue presente. E incluso dentro de la época en la que rigen nuestras leyes de la naturaleza, éstas no deciden sobre las excepciones, es decir, los milagros. Sólo dan la medida de su improbabilidad, pero esa medida carece de interés para lo que es esencialmente único. El sentido, visto como un todo, siempre es algo improbable, y una fe que se refiere al sentido de un acontecimiento se refiere por tanto, precisamente a lo inverosímil. 
El fundamentalismo cristiano es un fenómeno en gran medida protestante. «Que dejen prevalecer la Palabra y no se les dé las gracias por ello...» Este verso de Lutero presenta la Reforma como un movimiento fundamentalista, de regreso a los orígenes, lo que significa, sobre todo, regresar a las Sagradas Escrituras. Detrás de este movimiento latía la convicción de una falta de autenticidad de la corriente surgida en esa fuente, y de la falta de competencia de la instancia de interpretación que pretendía unir constantemente la evolución del cristianismo con su origen. 
Toda tradición es al mismo tiempo historia de la interpretación. Sócrates, preguntado acerca de por qué no escribió nunca un libro, respondió: «Un libro está indefenso, siempre precisa que su padre acuda en su ayuda.» Allí donde esta ayuda no se produce, mediante la delegación de poderes a una instancia que interprete —«quien a vosotros escucha, a mí me escucha»—, se puede cuestionar la legitimidad de la evolución de esa doctrina. Siempre puede y tiene que verse revisada por cada individuo. Pero la última instancia de revisión tiene que ser el propio texto, y a su vez éste sólo se da como interpretado, porque leer es ya interpretar. El fundamentalismo cree poder sustraerse a este círculo hermenéutico, que parece tornar todo arbitrario y todo —hasta el ateísmo compatible con la Biblia-, mediante una literalidad del texto aparentemente libre de interpretaciones. «Que dejen prevalecer la Palabra...» 
La historia enseña que de tales lecturas literales de determinados textos siempre han emanado impulsos de revitalización y renovación de tradiciones. Como ejemplo, puede bastar San Francisco con su interpretación literal de algunas partes del Evangelio referidas a la pobreza. Pero igualmente claro es que cada una de estas reformas tenía a su vez que constituir algo así como una ortodoxia, es decir, una tradición interpretativa vinculante y fundante de una identidad. 
Naturalmente, en el protestantismo la ortodoxia siempre ha tenido un estatuto precario, porque los escritos en los que se basa no pueden apoyarse por su parte en una autoridad interpretativa específica, basada en la escritura. De este modo, la ortodoxia protestante siempre estuvo amenazada por dos lados: por el lado de la crítica histórica o la ilustración científica y por el lado del utopismo, que invoca directamente el testimonio del Espíritu Santo en el iluminado lector de la Escritura. La ortodoxia, en cambio, es una construcción intelectual católica. Presupone una instancia legitimadora de la evolución de la doctrina, es decir, una instancia que se remonte al origen y la tradición. El fundamentalismo es, por así decirlo, su contrafigura «protestante».
Texto completo en el enlace eticaarguments.blogspot.com.es/2004/12/qu-es-el-fundamentalismo.html (Arguments 1 de diciembre de 2004)

lunes, 18 de abril de 2016

Las objeciones de Kant

Fragmento de un texto de Robert Spaemann titulado La ética como doctrina de la vida lograda respuesta a “¿Cómo se debe vivir?”. Publicado en el número 3 de la Revista Atlántida de Chile. Traducción de José Luis del Barco.

La primera objeción kantiana, referida a la transformación de la ética en una forma de tecnología psicológica para producir estados de felicidad, tiene su fundamento en la reducción del concepto clásico de eudemonía al de obtención de placer, en la identificación del eudemonismo con el mero hedonismo. La expresión vida lograda impide incurrir en un error semejante. Además, permite evitar aquella equivocada interpretación de la realización plena de la vida que la entiende como un fin particular de la acción que eventualmente podemos no querer. Se puede renunciar a lo que comúnmente llamamos felicidad por algún otro fin que parece más importante o por algún otro hombre. Frente al de felicidad, el concepto de vida lograda posee un carácter estrictamente formal, pues no expresa más que un modo determinado de pensar positivamente la vida como totalidad, de encontrarla correcta en su conjunto. Justamente por eso, no sugiere una concepción instrumental de la ética. Alcanzar la vida lograda no es, en modo alguno, un fin determinado para el que los demás contenidos del querer se conviertan en meros medios. Es, más bien, un cierto compendio obtenido reflexivamente que articula la multiplicidad desiderativa en una totalidad deseable.

Sin embargo, aquí se inserta la segunda objeción, según la cual esta totalidad reflexiva no es en absoluto lo que nos incumbe hacer en la praxis ética. La reflexión sobre la consumación de la propia vida sería, como tal, esencialmente egoísta y, en consecuencia, inadecuada para llegar a advertir la incondicionalidad del punto de vista moral. No podemos examinar todavía esta objeción. Antes habría que aclarar el concepto de vida lograda. En su lugar, lo que hay que hacer es justificar de manera provisional la elección renovada de un punto de vista eudemonista para la ética. Esta elección viene determinada por el hecho de que el tipo de ética que se desentiende de la pregunta por la vida lograda y define el punto de vista moral de modo precisivo ha perdido desde Nietzsche su plausibilidad incuestionable. El propio Kant estimaba todavía que el punto de vista de la moralidad sería irrelevante para la vida real si, en última instancia, no conseguía converger con la vida lograda. Para pensar esta convergencia recurrió al concepto de bien supremo. Naturalmente, la pensó a partir de la moral, es decir, concibió la felicidad como recompensa por la dignidad de merecerla, y esta dignidad como moralidad. Sin embargo, la moralidad debería poderse definir independientemente de toda componente eudemonista. En sus Cartas sobre la educación estética, Schiller distingue expresamente la estimación moral de un hombre de su apreciación antropológica global. Schopenhauer separa radicalmente el punto de vista moral de cualquier consideración hedonista. Schopenhauer se burlaba de Kant, que comenzó enseñando una ética del desinterés para extender la mano al final y recoger la recompensa. Pero fue también Schopenhauer el que sacó las consecuencias de una tal moralidad independizada y pura: constató su hostilidad frente a la vida y la afirmó. Para Schopenhauer, la vida recta consiste en vencer la voluntad de vivir. Nietzsche retomó esta concepción moral, pero más tarde la dirigió contra la moral misma. Nietzsche intentó depurar la idea de vida lograda de todos los elementos que tradicionalmente se consideraban morales, preferentemente de la idea de generalización y del postulado de la justicia. Su tesis era que al menos la ética racional tradicional de cuño platónico-cristiano es perniciosa para la vida lograda. Ni para él ni para Schopenhauer supone esto, sin embargo, decir algo contra la vida, sino contra la moral.  

No es éste el lugar para abordar las razones históricas y objetivas de esta nueva separación de kalón y agathón, en cuya síntesis se asienta la fundamentación platónica de la ética filosófica. En la tradición kantiana parece como si únicamente la disolución referida dejara brillar la esencia de lo moral en toda su pureza. Sin embargo, esta ética racional purificada de todo contagio con la realidad de la vida se transforma en un postulado expuesto desde fuera a la critica ideológica. El interés escondido se descubre, precisamente, detrás de la racionalidad aparentemente pura. El propio Kant no consiguió poner de manifiesto que lo ético tiene su sede en la vida. Después de intentar en vano derivar el imperativo categórico, a lo mas que llegó fue a percibir la conciencia moral como hecho originario, como factum de la razón, de modo semejante a un bloque errático en la realización de nuestra vida, que, sin ese requisito, quedaría estructurada de modo completamente distinto. 

Para no hacer violencia a ninguno de ellos, debemos abstenernos en este lugar de prejuzgar si aún es posible conseguir la unificación de estos dos puntos de vista divergentes: el de la justificación intersubjetiva de la acción y el de la vida lograda. Es preciso ver, ante todo, que la autonomía de una ética filosófica, que intenta constituirse al margen de la idea de eudemonía, es una autonomía sólo aparente. La autonomía queda inevitablemente atrapada en esa idea, pero de una manera destructiva. Aparece como una ideología en desacuerdo consigo misma, al servicio de la vida u hostil a ella. Esta interpretación destruye la dimensión moral, pues define la moral, desgajada de la vida, por su relación a una vida premoral y extramoral, es decir, concebida de modo naturalista. La consideración extramoral de lo moral fue precisamente el gran postulado de Nietzsche. En cualquier intento reduccionista de ese estilo se presupone siempre que se trata de la vida lograda y que sabemos ya en qué consiste. Pero el biologismo -y el de Nietzsche no es una excepciónse halla muy lejos de saberlo. De ello tiene sólo ideas confusas que, cuando se determinan con mayor precisión, se percibe fácilmente que son falsas. La dimensión específicamente ética no se puede construir funcionalmente, tanto si su intención es apologética como si es desenmascaradora, a partir de un concepto de la vida o de un modo de entender los intereses de la vida en que no se incluya también la dimensión en cuestión. Toda reconstrucción semejante produce algo distinto de lo moral, pues, al hacerlo así tiene que dejar de lado su peculiar incondicionalidad. 

Sin un conocimiento de lo que entendemos propiamente por vida lograda no podemos llegar a un acuerdo sobre el sentido que tiene la acción justificada en el ámbito de nuestras vidas, ni sobre las instancias a las que corresponde la referida justificación. Tampoco podemos entender el significado que en la vida de cada uno tiene el discurso con los demás acerca de la justificación de la acción. Los deberes son sólo una parte de nuestra vida, y actuar de acuerdo con esos preceptos es sólo un aspecto del obrar y del omitir. Su sentido no se puede clarificar sin referirlo a la vida como totalidad acabada y a la única perspectiva completa sobre ella, a saber, la de su plena culminación. La pregunta acerca de si cabe derivar el sentido en cuestión de la perspectiva aludida; sobre si se identifica plenamente con ella o, por el contrario, se hallan entre sí en una relación tensa, es una cuestión abierta. Independientemente de la respuesta que se le dé, la pregunta socrática ¿cómo se debe vivir? tiene primacía, por ser más abarcante, que otras preguntas, como ¿cual es mi deber?, ¿qué puedo o qué debo hacer?.

Texto completo en el enlace www.disc.ua.es/~gil/seleccion-de-articulos.pdf  "Artículos filosóficos y teológicos. Capítulo 11. Páginas 131 a 145"

domingo, 17 de abril de 2016

La separación de política, economía y ética

Fragmento de un texto de Robert Spaemann titulado La ética como doctrina de la vida lograda respuesta a “¿Cómo se debe vivir?”. Publicado en el número 3 de la Revista Atlántida de Chile. Traducción de José Luis del Barco.

Por razones que serán consideradas, la política y la economía -primero en la edad antigua y posteriormente en la modernidad- rompen el vínculo que hacía de ellas conjuntamente una doctrina de la vida buena y se independizan la una de la otra. Esa independencia alteró profundamente el modo de entender lo ético.

La Stoa y Kant son, en la antigüedad y en la era moderna respectivamente, las expresiones más claras de la nueva situación. A partir de entonces, la acción no se reconoce, en tanto que moral, atada a relaciones morales ni sostenida por ellas. Tampoco se entenderá ya como reproducción y modificación de esas relaciones, ni se podrá definir por la responsabilidad ante ellas. Para la acción moral, las relaciones políticas y económicas son naturales, es decir, algo exterior.

De ese modo, queda condenada a una completa ineficacia sobre la realidad y a replegarse sobre sí misma. La ética se convierte de ese modo en ética de la convicción. En ella, la bondad de las buenas acciones es solamente la buena voluntad del agente, al que las relaciones morales existentes -amistad, familia, colegio profesional, comunidad política, comunidad religiosa- no le proporcionan orientación adecuada. Eso sólo lo puede hacer la legislación ideal susceptible de representación. Adecuarse a ella constituye, desde ahora, la moralidad de una máxima individual de la acción.


Al final de la edad antigua se puede apreciar ya este fenómeno. Parece que fue bajo condiciones de ese estilo como se llegó a un tratamiento diferenciado de la motivación ética. Aristóteles sigue considerando que el noble no es quien persigue dinero o placeres, sino honor y reconocimiento de sus semejantes, todo lo contrario de la invitación evangélica a no dejar que la mano derecha sepa lo que hace la izquierda. En el fondo, el Estagirita es ya un pensador arcaizante, pues el propio Platón, para realzar la pureza de la motivación moral, había concebido ya la idea del crucificado que es totalmente justo y parece ser completamente injusto. ¿Se puede decir que la vida de un hombre así se ha realizado plenamente? Para poder responder afirmativamente, Platón tiene que ampliar la perspectiva más allá de los límites de la muerte, de forma parecida a lo que hace Kant cuando habla del bien supremo. Pero entonces la vida lograda, la eudaimonia, deja de ser el criterio para distinguir lo bueno y lo malo. Hemos de distinguirlos de algún otro modo para unir posteriormente, digámoslo así, la vida lograda a las condiciones de la bondad. ¿Sigue siendo una ética así, considerada esencialmente, una teoría de la vida lograda? Toda ética que se orienta por ese concepto se halla, desde Kant, bajo la sospecha de malograr desde el principio lo específicamente moral. Para él, una ética eudemonista es una teoría meramente instrumental que enseña cómo alcanzar un fin determinado, pero no si está justificado en general querer un fin preciso y a qué precio

Una teoría semejante reduce, de hecho, toda culpa moral a mera falta cometida por error. Sin embargo, es evidente que no es esto lo que entendemos por culpa. ¿Qué razones habríamos de tener, en última instancia, para estar agradecidos a alguien, si todo cuanto hace fuera sólo medio para satisfacer su propia aspiración a la felicidad? De ahí que toda ética eudemonista sea -suele objetarse también- esencialmente egoísta, en tanto que los fenómenos específicamente éticos hay que buscarlos en un modo de obrar desde puntos de vista desinteresados. La eficacia de una perspectiva generosa, de una motivación desprendida, parece mostrarse de manera más patente cuando la acción altruista se opone a los propios intereses del agente. Leibniz definió el amor, en efecto, como alegría por la felicidad del otro, y la acción ética como la satisfacción de ese tipo de inclinación altruista


Sin embargo, a Leibniz se le puede hacer la objeción kantiana de que, de ese modo, o bien se hace depender lo ético de la existencia, meramente contingente, de una inclinación determinada, o bien hay que admitir algo así como el deber de fomentarla en cada uno. Si hay un deber semejante, su fundamento no puede ser la propensión referida, y el deseo de contar con una inclinación altruista no se puede interpretar como el resultado de la predisposición a obrar de forma desprendida. Según Kant, ese deseo ha de originarse en la razón práctica, no en la aspiración de cada uno a la felicidad. 

Este argumento eudemonista se conserva sin cambios esenciales en algunas teorías morales recientes en las que, en lugar de la razón práctica kantiana -es decir, en lugar de la conciencia moral-, entra en escena el principio del acuerdo discursivo sobre la acción. La disposición a alcanzar ese entendimiento no se nos propone como medio para incrementar la propia felicidad, sino que se exige a todo ser racional como condición para reclamar justificadamente su propio derecho a ser feliz. 

Reconocer el derecho de cada cual a la felicidad exclusivamente como medio para satisfacer el nuestro significa no entender en absoluto lo que significa la palabra reconocer.

Texto completo en el enlace www.disc.ua.es/~gil/seleccion-de-articulos.pdf  "Artículos filosóficos y teológicos. Capítulo 11. Páginas 131 a 145"

sábado, 16 de abril de 2016

Vida lograda y sociedad

Fragmento de un texto de Robert Spaemann titulado La ética como doctrina de la vida lograda respuesta a “¿Cómo se debe vivir?”. Publicado en el número 3 de la Revista Atlántida de Chile. Traducción de José Luis del Barco.

La primera exposición coherente de las disposiciones operativas que constituyen la vida lograda -la praxis racional- se debe a Aristóteles. Para denominarla, se sirvió del neologismo de reciente creación ética. El término en cuestión se formó a partir de la palabra griega ethos, que de designar la morada habitual pasó a significar la disposición estable o el conjunto de hábitos y costumbres que sustenta nuestra acción y la dirige, al tiempo que se modifica y reproduce gracias a ella. Para distinguirla de la filosofía teórica, Aristóteles llamó también a esta disciplina filosofía de las cosas humanas (Etica a Nicómaco 1181b 15). 

Mas, al propio tiempo, la denomina investigación política (1049b 11). ¿Por qué? La vida lograda no es exclusivamente -así al menos lo cree Aristóteles coincidiendo con el sentido común- un asunto de la acción individual, de criterios individuales o disposiciones operativas. Entre otras cosas, depende de circunstancias felices que, por su carácter contingente, no pueden ser objeto de ciencia. La salud es una de ellas. Estar libre del acoso de la pobreza y contar con la posibilidad de decidir por sí mismo lo son igualmente. A juicio de Aristóteles, la vida de un esclavo, que carece por completo de condiciones para dirigir su acción, no puede alcanzar su estado de perfección. Pero la vida lograda depende, además, de determinadas estructuras de la vida común y de la constitución específica de las instituciones públicas, las cuales representan la disposición estable de las posibilidades operativas del hombre y la orientación de sus acciones. Si la configuración de la praxis depende básicamente de la educación, para alcanzar la vida lograda no es indiferente recibir una u otra, como no lo son los hábitos, costumbres y leyes que sustentan la educación y que ella se encarga de transmitir. Sin instituciones como las aludidas sería imposible obrar racionalmente. Pero también lo sería, si hubiera que entender la acción humana como mera función de las instituciones existentes, pues, en ese caso, no sería acción en sentido estricto. Con ello, la vida consciente sería solamente parte de un todo mayor, no el todo mismo. 

Si la vida se debe configurar como una totalidad acabada, enjuiciable desde el punto de vista de la vida lograda, los individuos particulares han de entender los propios presupuestos institucionales como condiciones de aquélla y ponerse de acuerdo con sus semejantes sobre ellos. Esto a su vez no es posible más que en la polis, en una comunidad de ciudadanos libres. Por eso puede decir Aristóteles que, como ser racional, el hombre no alcanza la vida que le conviene, ni realiza su naturaleza fuera de ella. La conocida proposición aristotélica el hombre es por naturaleza un animal político no quiere decir que viva, como las hormigas o las abejas, en unidades sociales, sino que sólo logra realizar su naturaleza conviviendo con los demás en una comunidad política. Sólo la convivencia de este tipo es, al menos para la mayoría de los hombres, una vida lograda. La polis es una comunidad de casas y de familias con el fin de vivir bien, de conseguir una vida perfecta y suficiente (Politica, 1280b 30-35). De ahí que la política, como doctrina que trata de determinar si las instituciones políticas son o no adecuadas para crear las condiciones de la vida lograda y si son o no conformes con la naturaleza, aparezca en Aristóteles junto a la ética. 

No deja de sorprender, por lo demás, que la polis no se defina como comunidad de hombres, sino como comunidad de casas y familias. Aparece, así, un tercer elemento de la vida lograda que media entre la ética y la política: la casa y la estirpe, la empresa económica y la familia, es decir, unidades que sobreviven a los individuos. Estas consideraciones no pretenden ocuparse detenidamente de la importancia de esas unidades intermedias sin las que, de hecho, no puede haber sociedades libres. Entenderlas exclusivamente como agentes de socialización significaría desconocer su entidad propia y su autonomía, y favorecer aquella deformación de la vida social que designamos con el nombre de totalitarismo. La teoría de la casa como unidad económica, la oikonomia, es para Aristóteles la última de las tres disciplinas que la tradición peripatética reúne bajo el título de filosofía práctica.

Texto completo en el enlace www.disc.ua.es/~gil/seleccion-de-articulos.pdf  "Artículos filosóficos y teológicos. Capítulo 11. Páginas 131 a 145"