Max Weber |
Weber mostraba mayor respeto por la «ética de la convicción» en el primer sentido. Pero advertía que ésta no es una ética política. Sólo sería capaz de poner límites a la ética política. La segunda pretende ser ética política, pero tampoco lo consigue, porque, al fin y al cabo, sólo lleva a privar a las cosmovisiones políticas de su comprobación racional, y a exigir a su servicio una libertad de actuación ilimitada. Es por tanto, fanatismo en el sentido auténtico del término.
La distinción entre las dos formas de «ética de la convicción» nos permite diferenciar también dos formas de fundamentalismo. El fundamentalismo es una postura esencialmente apolítica, porque el espacio de lo político es el espacio de la mediación, de la relativización funcional, de la ruptura con todas las exigencias de incondicionalidad. La absolutización del punto de vista político, la interpretación de todas las realizaciones humanas a través de su función política positiva o negativa es la característica del totalitarismo. Todo totalitarismo es antifundamentalista, aunque a menudo tenga un origen fundamentalista. Pero su antifundamentalismo no significa nihilismo, porque para la «humanidad común» podría decirse: cualquier persona es fundamentalista en algo. Hay símbolos de lo incondicionado que, aunque de naturaleza finita, contienen una exigencia incondicional para los seres finitos. Sin tales símbolos, la incondicionalidad se convierte en una palabra vacía y el hombre en un ser despreciable para el que nada es «sagrado», es decir, al que todo le está permitido. Por otra parte, lo incondicionado se presenta como objeto de respeto, no de imposición. Una política que impusiera los derechos humanos nunca podría tener la misma incondicionalidad que el mandato moral de respetar esos derechos.
Antígona no quiere que su hermana Ismene tome parte en la empresa. La actuación política sólo tiene sentido cuando es eficaz. Y sólo puede ser eficaz cuando sigue las leyes de la lógica política, cuando se aventura fuera de los muros de la fortaleza inexpugnable del fundamentalismo. La tragedia clásica tiene también una obra maestra sobre el trato político legítimo con el fundamentalismo: la Orestiada de Esquilo. El poder político, el poder fundador de la polis de la paz, aparece aquí en la figura de Atenea, que ante el Areópago deposita su voto en la balanza a favor de Orestes, asesino de su madre: hay que poner fin a la cadena de muertes. Pero las furias Erinias rugen. No quieren sacrificar su derecho fundamentalista y feminista a la vindicación del asesinato, a la nueva lógica de la paz. En realidad, Atenea no impone el derecho a las Erinias, sino que intenta, con éxito, apaciguarlas. Las invita a permanecer en la ciudad como «Euménides», como diosas benéficas, «despolitizadas» por así decirlo, y liga el bienestar de la ciudad a que estas diosas, que son más antiguas que ella misma, tengan siempre un lugar sagrado en su seno. Al ser privadas del poder político, su presencia se convierte en una garantía de que lo político no perderá su mesura y su respeto a lo «sagrado», que precede a toda política y que ella misma no puede generar.
Texto completo en el enlace eticaarguments.blogspot.com.es/2004/12/qu-es-el-fundamentalismo.html (Arguments 1 de diciembre de 2004)