Fragmento de un texto de Robert Spaemann titulado La ética como doctrina de
la vida lograda respuesta a “¿Cómo se debe vivir?”. Publicado en el número 3 de la Revista Atlántida de Chile. Traducción de José Luis del Barco.
La ética como doctrina de
la vida lograda Robert Spaemann
Como toda reflexión, la filosofía práctica se
ocupa de lo correcto y lo incorrecto. Lo correcto y lo incorrecto se nos presentan
de forma plural: como bello y feo, como plenitud de sentido y ausencia de él,
como útil e inútil, sano y enfermo, conveniente e inconveniente y, finalmente,
como bueno y malo. En el discurso científico y extracientífico sobre la
realidad, los hechos, las leyes naturales o las relaciones de cantidad aparecen
como lo verdadero y lo falso, pues este tipo de discurso consta de
proposiciones que son verdaderas o falsas. Por lo general, nos parece
igualmente incuestionable que las acciones humanas puedan ser correctas o
incorrectas. En sentido estricto, sólo hablamos de acciones cuando se trata de
una forma de obrar susceptible de ser juzgada desde el punto de vista de lo
correcto y lo incorrecto.
Ahora bien, las acciones pueden ser, por su parte, correctas o
incorrectas de diverso modo, con la particularidad de que los modos de corrección
e incorrección se ordenan en una jerarquía inequívoca. En muchos casos, la
corrección e incorrección de las acciones remite a la verdad o falsedad de las
suposiciones sobre la realidad. Hay, incluso, una tradición filosófica que lo
hace así sin excepción. Las acciones que se deben a un error se denominan faltas, equivocaciones.
Las faltas se corresponden con los errores de que proceden. Así, podemos
equivocarnos acerca de las leyes de la naturaleza. Un error de este tipo indujo al sastre de Ulm
a saltar desde la torre de la catedral.
Nos podemos equivocar acerca de la
existencia o inexistencia de hechos que son importantes para alcanzar el fin de
una acción. En este sentido alguien puede manipular una red eléctrica creyendo
erróneamente que la corriente no está dada. O podemos cometer faltas por
desconocer determinadas reglas convencionales de actuación. El que está
aprendiendo a jugar al ajedrez puede dejar desprotegida una torre por no saber
que puede ser atacada por un peón situado en la diagonal inmediata. Por
desconocimientos de ese tipo podemos transgredir las reglas de cortesía en un
país extranjero. Un cristiano puede presentarse en una sinagoga con la cabeza
descubierta, y un judío en una iglesia con el sombrero puesto. Los errores que
provocan estas faltas son, en efecto, de carácter teórico; se trata de falsas
suposiciones sobre la realidad, las leyes de la naturaleza o los hechos, entre
los que se encuentra también el factum de determinadas convenciones. Se comete
una falta porque se desconocen los hechos.
Sin embargo, la incorrección de la
acción y el error que subyace en ella no son lo mismo. La incorrección, la
falta, consiste en que el agente no alcanza el fin de la acción, no realiza su
intención; o en que hace algo que no hubiera querido hacer en absoluto. Es
obviamente distinto que el agente haga una conjetura falsa sobre la realidad y
actúe con plena conciencia del riesgo que corre en caso de que sea
efectivamente errónea, a que crea saber lo que no sabe. Sólo al último modo de
proceder lo denominamos error. El error es un falso conocimiento semejante al que nos
permite hablar de dinero falso, es decir, de un papel que parece dinero sin serlo
verdaderamente. Si definimos una acción como la producción intencionada de
hechos, cualquiera de las que se asiente en un error parecerá ser una acción
falsa en el sentido indicado, es
decir, que aún pareciendo una acción y considerándola como tal, no es más que
el fracaso de sí misma como acción. La razón está en que lo que se logra con
ella no es lo que se pretendía. El error parece destruir el carácter de la acción
en cuanto tal.
Esta consideración tiene un profundo alcance. Es la misma que
subyace en el llamado intelectualismo de la filosofía platónica
y en la tradición que
procedente de ella llega hasta Spinoza. Según esta tradición, las malas
acciones tienen su fuente en el error, pues nadie actúa mal voluntariamente.
Las acciones incorrectas no son otra cosa que equivocaciones.
Según esto, actuar correctamente y actuar sin más vendrían
a ser uno y lo mismo. Por esa razón, el imperativo moral se podría formular,
siguiendo a Fichte, como una exigencia de este tipo: ¡actúa! El supuesto de
esta idea es que en toda acción hay algo semejante a una intención suprema o
propósito último y que esa aspiración no es resultado de una opción, sino
expresión natural de nuestra constitutiva trascendencia volitiva; que, pese a ello,
podemos tener un falso saber acerca del propósito de nuestra acción y de los
medios para alcanzarla y, en consecuencia, perseguir algo falso. Este falso propósito no
consiste tampoco en que la acción no obedezca a un criterio externo superior a
ella. Pues ¿qué importancia podría tener para nuestro propósito un criterio que
no es inmanente al fin perseguido? Lo falso se reduce a considerar como propósito
último de nuestra acción algo que verdaderamente no lo es. Con ello entramos,
empero, en contradicción con nosotros mismos. Queremos lo que no queremos.
En
el curso de las siguientes reflexiones se pondrá de manifiesto lo que hay de
descubrimiento irrenunciable en esta visión clásica. La acción recta tiene que
ver con la claridad de visión, la incorrecta, con la ceguera. Ahora bien, es
evidente que conocimiento y ceguera han de ser algo distinto de lo que llamamos
saber y error.
Pues al enjuiciar las acciones, distinguimos efectivamente la incorrección que
denominamos falta de otras formas de
yerro, tales
como el extravío, la culpa, el delito o la maldad. Nos parece una frivolidad, o
una paradoja intencionada, que de una acción malvada se diga que es una falta,
pues con ese término designamos exclusivamente el fracaso del propio propósito, no un
propósito incorrecto. El género de error e ignorancia que nos hace cometer
faltas parece incluso atenuar la incorrección de nuestras acciones. Platón fue
el primero en llamar la atención sobre esta paradoja, poniendo así de
manifiesto que el intelectualismo que acabamos de esbozar es completamente insuficiente
para caracterizar su propia teoría. En el diálogo Hippias Menor, Platón hace
decir al interlocutor de Sócrates que el médico que hace enfermar a alguien a
sabiendas e intencionadamente es mejor que el que comete un error técnico y
daña a sus pacientes por ignorancia. Sin embargo, una vez concedido esto, Sócrates
replica: ¿no se debería decir también que el embustero que miente
intencionadamente sabiendo la verdad es mejor que el
embustero que miente involuntariamente? Sólo la sabiduría pone a aquél en
condiciones de elegir entre decir la verdad o mentir. El resultado de esta
reflexión es, pues, el siguiente: luego es propio del
hombre bueno
cometer injusticia voluntariamente, y del malo, hacerlo involuntariamente (376c). Sócrates acaba
admitiendo su descontento con este argumento que contradice la intuición espontánea.
Sin embargo, no sabe dónde está el error.
Nos sentimos impulsados a socorrerle,
aclarándole la ambigüedad de la palabra mejor.
Es evidente que el término mejor significa, en un caso, algo
semejante a más capacitado o aventajado y, en el otro, más honesto o moralmente mejor.
Al Sócrates platónico no le hace falta, sin embargo, esta ayuda. La
intención del diálogo es, precisamente, llamar la atención sobre este doble
sentido. De ahí que si lo entendemos de entrada como una pura equivocidad,
perdamos de vista lo fundamental del diálogo platónico. La lengua griega disponía
en tiempos de Platón de dos vocablos distintos para designar lo bueno: uno de
ellos significaba lo conveniente, lo provechoso o lo deseable; el otro, lo
moralmente bueno. El primero nombraba lo bueno,
agathon; el segundo, lo bello,
kalon. Los griegos no creían que lo bueno fuera siempre bello, ni lo bello siempre
bueno, es decir, admitían que lo ventajoso no es siempre necesariamente noble
ni lo noble forzosamente ventajoso. La intención de Platón va dirigida a
mostrar que lo bello no es bueno de modo derivado, o por
motivos externos, sino por sí mismo, es decir, atañe a nuestros verdaderos intereses e
incluso los define. En último término, la palabra bueno sólo es equívoca para Platón en la medida en que ese interés verdadero
y originario no llega a ser cabalmente entendido. Hacer que lo sea es tarea de
la filosofía. La filosofía pone de manifiesto que el crimen es efectivamente
una falta, pero no que lo sea independientemente de su condición delictiva, ni
tampoco que sea en realidad sólo una falta.
Más bien
enseña lo contrario: es una falta, la peor de todas incluso, precisamente por
tratarse de un crimen.
Si nos paramos a considerar el significado habitual de
la palabra falta, da la impresión de que el
equivoco reside exclusivamente en ella, pues evidentemente hay faltas que es
mejor cometer voluntaria que involuntariamente, y otras en las que acontece
exactamente lo contrario. Aristóteles retomó la pregunta del Hippias Menor en
el libro sexto de la Etica a Nicómaco y la aclaró por vez primera mediante una
diferenciación terminológica y temáticoobjetiva. En el arte -dice el Estagirita- el que yerra
voluntariamente es preferible, pero tratándose de la prudencia, no, como
tampoco tratándose de las virtudes (1140b 20). ¿Por qué?
La respuesta que da Santo Tomás (S. Th. Iae, qu.
21) tiene el mismo sentido que la de Aristóteles. El Aquinate distingue
igualmente entre los puntos de vista técnico y moral,
entre las faltas de un tipo y las de
otro. La
razón -escribe- procede de un modo en el ámbito de lo técnico y de otro en el ámbito de lo
moral.
¿En qué se distinguen esos
dos puntos de vista? No se diferencian sectorialmente, ni son ajenos uno para el
otro, de modo que pudiera plantearse la siguiente pregunta: ¿por qué tiene
siempre primacía el punto de vista moral sobre el técnico? La relación de ambos
aspectos entre sí es semejante a la del todo con las partes. El punto
de vista moral juzga la acción como buena o como mala en orden a la vida
como un todo; el técnico, teniendo presente la consecución de fines particulares.
Mientras que alcanzar la vida lograda es un fin que, como seres vivos
conscientes, encontramos necesariamente en nosotros mismos, el fin particular
es un objetivo libremente elegido, algo ideado (excogitatus): la producción de
coches, la fabricación de una bomba, la curación de un enfermo. Todos ellos son
fines posibles, cuya realización permite emplear con sentido las palabras mejor y peor.
Pero en cada caso se trata, sin embargo, de un mejor o peor relativos.
Tenemos que
habérnoslas, por tanto, con tres niveles de significación de estas palabras y,
en consecuencia, con otros tres del concepto falta:
1. El fin
objetivo de la acción, prefigurado socioculturalmente (el finis operis). 2. El
fin objetivo del agente (el finis operantis). 3. El fin subjetivo, o vida
lograda.
1. Fin objetivo de una acción es, por ejemplo, la fabricación de un
coche o de una bomba. Un coche y una bomba son buenos si cumplen óptimamente el
fin que normalmente espera de ellos el usuario. Si lo cumplen a medias, o no lo
cumplen en absoluto, hablamos de defectos.
2. Quien incurre en un
defecto objetivo de ese tipo lo hace
intencionada o
inintencionadamente. Si lo hace sin intención previa, comete también una falta
subjetiva, pues malogra asimismo el propio fin subjetivo de la acción. Es técnicamente
incompetente y, en ese sentido, es peor que quien se equivoca deliberadamente.
Quien hace algo mal a propósito alcanza el fin subjetivo en la misma medida en
que renuncia a conseguir el fin objetivo. Sólo cometería un error subjetivo si,
por casualidad, su producto fuera perfecto, o si aquel a quien quisiera
engañar llegara a conocer la verdad por medio de la mentira, como sucede a
veces.
3. Todavía disponemos
de un tercer nivel de significación de bueno y de malo, de acertar y de errar.
Con él podemos juzgar, una vez más, la intención del que premeditadamente hace algo bien o
mal, correcta o incorrectamente. Esa intención, por su parte, puede ser buena o
mala. El buen técnico que intencionadamente fabrica mal una bomba puede ser,
justamente por ello, mejor en el sentido que ahora nos ocupa; y el buen médico
que provoca la enfermedad a conciencia puede ser peor desde ese punto de vista,
es decir, como doctor. (A diferencia de lo que
ocurre con el concepto de médico, en el de doctor se incluye, junto a la
pericia en el arte médico, la intención de sanar). A este nivel de significación
se refiere Santo Tomás en el texto citado, cuando distingue entre la falta que
alguien comete inquantum artifex (como técnico) y la que realiza inquantum homo
(como hombre). En ambos casos se malogra el fin. El error que hace del técnico
un mal técnico no consiste en fabricar un mal producto, sino en fabricarlo
mejor o peor de lo que pretendía. La incorrección estriba en la falta de
adecuación de la acción a su fin, es decir, en ser defectuosa como acción.
Ahora bien, ¿qué significa errar en cuanto hombre? O, como dice Aristóteles, ¿qué
indica la carencia de sabiduría? El error humano
consiste también en un defecto de este tipo, en malograr el fin o, como
dice Santo Tomás, en no alcanzar el fin común de la vida humana en su
conjunto (en esta expresión, la palabra común no
significa primordialmente lo que es común a varios hombres, sino aquello que
integra todos los fines de un hombre). Este es el fin del hombre en cuanto hombre, el fin del hombre
en cuanto ser moral.
Frente a los fines particulares, el fin propio del
hombre no está simplemente puesto ni es inventado,
sino que se halla de antemano en nosotros como aquella suprema aspiración
constitutiva de nuestra existencia llamada eudaimonia. Este fin no puede ser
malogrado intencionadamente. Es claro que toda intención debe proponerse un
fin. Por eso, cualquier forma intencionada de rehusar el fin, toda falta
premeditada, tiene su origen en algún otro fin que da razón de la renuncia al
primero. El fin que conscientemente desecho no es, justo por ello, mi fin. La
tesis platónica según la cual nadie hace el mal voluntariamente se refiere,
ante todo, al hecho puramente formal de que nadie puede obrar deliberadamente
contra la estructura fundamental de la intencionalidad volitiva sin anular la
esencia de la acción en cuanto tal. Para Platón es imposible renunciar al fin
en que consiste la vida lograda. No hay motivo alguno capaz de movernos a ello,
pues si algo pudiera impulsarnos a sacrificar todos los demás fines, se
convertiría, con toda certeza, en elemento esencial de lo que consideramos vida
lograda.
Texto completo en el enlace www.disc.ua.es/~gil/seleccion-de-articulos.pdf "Artículos filosóficos y teológicos. Capítulo 11. Páginas 131 a 145"
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