El propósito de este blog es difundir el pensamiento del filósofo alemán Robert Spaemann.
viernes, 15 de abril de 2016
Qué es una vida lograda
Fragmento de un texto de Robert Spaemann titulado La ética como doctrina de la vida lograda respuesta a “¿Cómo se debe vivir?”. Publicado en el número 3 de la Revista Atlántida de Chile. Traducción de José Luis del Barco. Así pues, la verdad
del eudemonismo de la filosofía clásica parece ser puramente lógica, es decir,
mera tautología y no una tesis con contenido. El eudemonismo no indica un
determinado contenido intencional de la vida, sino que ofrece una determinada
forma de reflexión como origen único de todo propósito. Por eso, la crítica al
eudemonismo sólo puede ser crítica de esa forma de reflexión. Una censura no
meramente formal se puede dirigir únicamente a los contenidos que dan realidad
a la idea de eudaimonia, por ejemplo, el placer o lavirtud.
Ciertamente, apenas hay traducciones de la expresión eudaimonia -cuyo carácter mítico
no es casual- que no sugieran ya algún contenido. La traducción tradicional de
eudaimonia porfelicidad sugiere su equiparación con un estado de euforia
subjetiva. En cambio, la que aquí se propone, vida lograda, podría inducir a
pensar que la vida es el producto objetivo de un proyecto racional de
optimización; o que ésa, la culminación, se puede separar de su vivencia
subjetiva. Las palabras no bastan para evitar malentendidos; para ello, es
preciso desarrollar conceptualmente las ideas que expresan. La idea de que la
vida puede culminar y malograrse, que nadie puede querer una vida fracasada,
que la vida lograda implica condiciones que no son caprichosas, implica, no
obstante, tres consecuencias en modo alguno triviales: en primer lugar, que la
vida puede ser algo así como un todo, o que, al menos, hemos de intentar
concebirla de ese modo. En segundo término, que la imperfección moral que
atañe al fin global de la vida humana en su conjunto se asienta
en un conocimiento insuficiente de las condiciones de la vida lograda, pues
quien las ha captado como condiciones suyas no puede por menos de quererlas. La
felicidad, la vida lograda, no tiene nunca un precio demasiado alto. En
realidad no tiene precio alguno, pues la relación adecuada de cualquier
aspiración con su precio es ella misma un elemento constitutivo de la vida
lograda. Finalmente la tercera implicación: parece ser que las acciones
moralmente malas son acciones falsas. En última instancia, ni siquiera serían
acciones reales, pues con ellas no hacemos lo que queremos hacer. Según esto,
aun cuando se dan las malas acciones, el fundamento de toda maldad práctica sería
en realidad un desacierto teórico: un error, falta de conocimiento o, bien,
heteronomía, poca firmeza o falta de autodeterminación. Lo que en modo alguno
existiría seria aquella singular forma de incorrección o imperfección prácticas
que llamamos mal. Sin excluir de antemano esta
posibilidad, se debe tener claro desde el principio que el peso de la prueba lo
asume el que niega las cualidades específicas del bien y el mal prácticos, pues
si tuviera razón al negarlas, reacciones humanas tan fundamentales como la admiración, la alabanza y el
agradecimiento, o el desprecio, la ira, la indignación, la censura y el
reproche se asentarían en un error. La verdad es, más bien, que en todos estos
casos se trata de reacciones cuya ausencia se considera generalmente un signo
de torpeza o de desprecio hacia el hombre, es decir, un defecto. De todos
modos, estas reacciones no se dan casi nunca cuando las acciones de los demás
contribuyen a alcanzar la vida lograda o a hacer que fracase, sino cuando
afectan a la vida de un tercero. Tal vez no ocurra necesariamente con la
admiración y el desprecio, con la alabanza y la censura, pero sí con el
agradecimiento y la indignación. Esas reacciones parecen aplicar a las acciones
criterios diferentes al de la eudaimonia del que obra. Según el planteamiento
desarrollado hasta ahora, esos criterios sólo pueden ser relevantes para el
agente, si se puede mostrar que la vida propia sólo puede lograrse ateniéndose
a ellos y que a quien no lo vea así le falta el conocimiento necesario para la
eudaimonia. Una de las preguntas centrales de la ética se refiere a la
importancia de esta falta de penetración intelectual,
de ceguera, referida a la vida como un todo y a las condiciones para hacerla culminar. Pueblo
afligido, que ha
perdido el bien del conocimiento, llama Dante a la massa
dannata que puebla el
infierno (Divina Comedia, Infierno, Canto tercero). Aristóteles repite en
cierto modo la concepción platónica cuando escribe: Todo malvado desconoce lo que debe hacer y
aquello de que debe apartarse, y por una falta de este tipo se hace el hombre
injusto y, en general, malo (Etica a Nicomaco 1110b, 28- 30). Aristóteles
distingue, sin embargo, entre este tipo de error y errores de
otra naturaleza, en particular de aquellos que mencionamos al comienzo de
nuestra exposición concernientes a las leyes naturales, los hechos y las reglas
convencionales. El error de ese tipo es censurable. Mas si en la base de toda
culpa hay un error, ¿cómo es posible que éste sea censurable? La culpa sobre la
que se asienta debería descansar, por su parte, en otro error, y así
sucesivamente. Ni la penetración intelectual ni la ceguera que están en el
fondo de la vida lograda o de su fracaso se pueden evidentemente definir como
acuerdo o desacuerdo teórico con la realidad. La razón de ello está en que el
conocimiento de que aquí se trata es un elemento de la realidad misma. La cosa como tal, la vida, es reflexiva. Sólo teniendo conciencia de sí propia puede culminar, y el
conocimiento de las condiciones de la vida lograda debe estimarse como la más
importante de todas ellas. Esto significa, sin embargo, que la condición sólo
se puede conocer cuando ya se ha cumplido; e, inversamente, que cumplirla implica
también conocerla. La estabilización de la estructura pulsional que hace
posible entender las condiciones de la vida lograda no se debe, por su parte, a
ese mismo conocimiento. Es, más bien, un don
divino o humano. Puede ser consecuencia de un entrenamiento que, aun siendo al
principio una forma de determinación exterior -por eso hablamos de educación-
se configura al final como esa capacidad de conducir conscientemente la vida
que desde la antigüedad llamamos virtud.
Según la
doctrina de los filósofos antiguos, sólo se puede considerar lograda la vida
dirigida conscientemente de ese modo.
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