Fragmento de un texto de Robert Spaemann titulado La ética como doctrina de la vida lograda respuesta a “¿Cómo se debe vivir?”. Publicado en el número 3 de la Revista Atlántida de Chile. Traducción de José Luis del Barco.
La primera objeción kantiana, referida a la transformación
de la ética en una forma de tecnología psicológica para producir estados de
felicidad, tiene su fundamento en la reducción del concepto clásico de eudemonía
al de obtención de placer, en la identificación del eudemonismo con el mero
hedonismo. La expresión vida
lograda impide incurrir en un error semejante. Además, permite evitar aquella
equivocada interpretación de la realización plena de la vida que la entiende
como un fin particular de la acción que eventualmente podemos no querer. Se
puede renunciar a lo que comúnmente llamamos felicidad por algún otro fin que
parece más importante o por algún otro hombre. Frente al de felicidad, el
concepto de vida
lograda posee un carácter
estrictamente formal, pues no expresa más que un modo determinado de pensar positivamente la vida como totalidad, de
encontrarla correcta en su conjunto. Justamente por
eso, no sugiere una concepción instrumental de la ética. Alcanzar la vida
lograda no es, en modo alguno, un fin determinado para el que los demás
contenidos del querer se conviertan en meros medios. Es, más bien, un cierto
compendio obtenido reflexivamente que articula la multiplicidad desiderativa en
una totalidad deseable.
Sin embargo, aquí se inserta la segunda objeción, según
la cual esta totalidad reflexiva no es en absoluto lo que nos incumbe hacer en
la praxis ética. La reflexión sobre la consumación de la propia vida sería,
como tal, esencialmente egoísta y, en consecuencia, inadecuada para llegar a
advertir la incondicionalidad del punto de vista moral. No podemos examinar
todavía esta objeción. Antes habría que aclarar el concepto de vida lograda. En su lugar, lo que hay que
hacer es justificar de manera provisional la elección renovada de un punto de
vista eudemonista para la ética. Esta elección viene determinada por el hecho
de que el tipo de ética que se desentiende de la pregunta por la vida lograda y
define el punto de vista moral de modo precisivo ha perdido desde Nietzsche su
plausibilidad incuestionable. El propio Kant estimaba todavía que el punto de
vista de la moralidad sería irrelevante para la vida real si, en última
instancia, no conseguía converger con la vida lograda. Para pensar esta
convergencia recurrió al concepto de bien
supremo.
Naturalmente, la pensó a partir de la moral, es decir, concibió la felicidad como
recompensa por la dignidad de merecerla, y esta dignidad como moralidad. Sin
embargo, la moralidad debería poderse definir independientemente de toda
componente eudemonista. En sus Cartas sobre la educación estética, Schiller
distingue expresamente la estimación moral de un hombre de su apreciación antropológica global. Schopenhauer separa radicalmente el punto de
vista moral de cualquier consideración hedonista. Schopenhauer se burlaba de
Kant, que comenzó enseñando una ética del desinterés para extender la mano al
final y recoger la recompensa. Pero fue también Schopenhauer el que sacó las
consecuencias de una tal moralidad independizada y pura:
constató su hostilidad frente a la vida y la afirmó. Para Schopenhauer, la vida
recta consiste en vencer la voluntad de vivir. Nietzsche retomó esta concepción
moral, pero más tarde la dirigió contra la moral misma. Nietzsche intentó
depurar la idea de vida lograda de todos los elementos que tradicionalmente se
consideraban morales, preferentemente de la idea de generalización y del
postulado de la justicia. Su tesis era que al menos la ética racional
tradicional de cuño platónico-cristiano es perniciosa para la vida lograda. Ni
para él ni para Schopenhauer supone esto, sin embargo, decir algo contra la
vida, sino contra la moral.
No es éste el lugar para abordar las razones históricas y objetivas de esta
nueva separación de kalón y agathón, en cuya síntesis se asienta la
fundamentación platónica de la ética filosófica. En la tradición kantiana
parece como si únicamente la disolución referida dejara brillar la esencia de
lo moral en toda su pureza. Sin embargo, esta ética racional purificada de todo
contagio con la realidad de la vida se transforma en un postulado expuesto
desde fuera a la critica ideológica. El interés escondido se descubre,
precisamente, detrás de la racionalidad aparentemente pura. El propio Kant no
consiguió poner de manifiesto que lo ético tiene su sede en la vida. Después de intentar en vano derivar el imperativo categórico,
a lo mas que llegó fue a percibir la conciencia moral como hecho originario,
como factum de la razón, de modo semejante a un bloque
errático en la realización de nuestra vida, que, sin ese requisito, quedaría
estructurada de modo completamente distinto.
Para no hacer violencia a ninguno
de ellos, debemos abstenernos en este lugar de prejuzgar si aún es posible
conseguir la unificación de estos dos puntos de vista divergentes: el de la
justificación intersubjetiva de la acción y el de la vida lograda. Es preciso
ver, ante todo, que la autonomía de una ética filosófica, que intenta
constituirse al margen de la idea de eudemonía, es una autonomía sólo aparente.
La autonomía queda inevitablemente atrapada en esa idea, pero de una manera
destructiva. Aparece como una ideología en desacuerdo consigo misma, al
servicio de la vida u hostil a ella. Esta interpretación destruye la dimensión
moral, pues define la moral, desgajada de la vida, por su relación a una vida
premoral y extramoral, es decir, concebida de modo naturalista. La consideración
extramoral de lo moral fue precisamente el gran postulado de Nietzsche. En
cualquier intento reduccionista de ese estilo se presupone siempre que se trata
de la vida lograda y que sabemos ya en qué consiste. Pero el biologismo -y el
de Nietzsche no es una excepciónse halla muy lejos de saberlo. De ello tiene sólo
ideas confusas que, cuando se determinan con mayor precisión, se percibe fácilmente
que son falsas. La dimensión específicamente ética no se puede construir
funcionalmente, tanto si su intención es apologética como si es
desenmascaradora, a partir de un concepto de la vida o de un modo de entender
los intereses de la vida en que no se incluya también la dimensión en cuestión.
Toda reconstrucción semejante produce algo distinto de lo moral, pues, al
hacerlo así tiene que dejar de lado su peculiar incondicionalidad.
Sin un
conocimiento de lo que entendemos propiamente por vida lograda no podemos
llegar a un acuerdo sobre el sentido que tiene la acción justificada en el ámbito
de nuestras vidas, ni sobre las instancias a las que corresponde la referida justificación. Tampoco podemos entender el
significado que en la vida de cada uno tiene el discurso con los demás acerca
de la justificación de la acción. Los deberes son sólo una parte de nuestra
vida, y actuar de acuerdo con esos preceptos es sólo un aspecto del obrar y del
omitir. Su sentido no se puede clarificar sin referirlo a la vida como
totalidad acabada y a la única perspectiva completa sobre ella, a saber, la de
su plena culminación. La pregunta acerca de si cabe derivar el sentido en
cuestión de la perspectiva aludida; sobre si se identifica plenamente con ella
o, por el contrario, se hallan entre sí en una relación tensa, es una cuestión
abierta. Independientemente de la respuesta que se le dé, la pregunta socrática
¿cómo se debe vivir? tiene primacía, por ser más abarcante, que otras
preguntas, como ¿cual
es mi
deber?, ¿qué puedo o qué debo hacer?.
Texto completo en el enlace www.disc.ua.es/~gil/seleccion-de-articulos.pdf "Artículos filosóficos y teológicos. Capítulo 11. Páginas 131 a 145"
No hay comentarios:
Publicar un comentario