Por razones que serán consideradas, la política y la economía -primero en la edad antigua y posteriormente en la modernidad- rompen el vínculo que hacía de ellas conjuntamente una doctrina de la vida buena y se independizan la una de la otra. Esa independencia alteró profundamente el modo de entender lo ético.
La Stoa y Kant son, en la antigüedad y en la era moderna respectivamente, las expresiones más claras de la nueva situación. A partir de entonces, la acción no se reconoce, en tanto que moral, atada a relaciones morales ni sostenida por ellas. Tampoco se entenderá ya como reproducción y modificación de esas relaciones, ni se podrá definir por la responsabilidad ante ellas. Para la acción moral, las relaciones políticas y económicas son naturales, es decir, algo exterior.
De ese modo, queda condenada a una completa ineficacia sobre la realidad y a replegarse sobre sí misma. La ética se convierte de ese modo en ética de la convicción. En ella, la bondad de las buenas acciones es solamente la buena voluntad del agente, al que las relaciones morales existentes -amistad, familia, colegio profesional, comunidad política, comunidad religiosa- no le proporcionan orientación adecuada. Eso sólo lo puede hacer la legislación ideal susceptible de representación. Adecuarse a ella constituye, desde ahora, la moralidad de una máxima individual de la acción.
Una teoría semejante reduce, de hecho, toda culpa moral a mera falta cometida por error. Sin embargo, es evidente que no es esto lo que entendemos por culpa. ¿Qué razones habríamos de tener, en última instancia, para estar agradecidos a alguien, si todo cuanto hace fuera sólo medio para satisfacer su propia aspiración a la felicidad? De ahí que toda ética eudemonista sea -suele objetarse también- esencialmente egoísta, en tanto que los fenómenos específicamente éticos hay que buscarlos en un modo de obrar desde puntos de vista desinteresados. La eficacia de una perspectiva generosa, de una motivación desprendida, parece mostrarse de manera más patente cuando la acción altruista se opone a los propios intereses del agente. Leibniz definió el amor, en efecto, como alegría por la felicidad del otro, y la acción ética como la satisfacción de ese tipo de inclinación altruista.
Sin embargo, a Leibniz se le puede hacer la objeción kantiana de que, de ese modo, o bien se hace depender lo ético de la existencia, meramente contingente, de una inclinación determinada, o bien hay que admitir algo así como el deber de fomentarla en cada uno. Si hay un deber semejante, su fundamento no puede ser la propensión referida, y el deseo de contar con una inclinación altruista no se puede interpretar como el resultado de la predisposición a obrar de forma desprendida. Según Kant, ese deseo ha de originarse en la razón práctica, no en la aspiración de cada uno a la felicidad.
Este argumento eudemonista se conserva sin cambios esenciales en algunas teorías morales recientes en las que, en lugar de la razón práctica kantiana -es decir, en lugar de la conciencia moral-, entra en escena el principio del acuerdo discursivo sobre la acción. La disposición a alcanzar ese entendimiento no se nos propone como medio para incrementar la propia felicidad, sino que se exige a todo ser racional como condición para reclamar justificadamente su propio derecho a ser feliz.
Reconocer el derecho de cada cual a la felicidad exclusivamente como medio para satisfacer el nuestro significa no entender en absoluto lo que significa la palabra reconocer.
Texto completo en el enlace www.disc.ua.es/~gil/seleccion-de-articulos.pdf "Artículos filosóficos y teológicos. Capítulo 11. Páginas 131 a 145"
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