Por razones que serán consideradas, la política y la economía -primero en la edad antigua y posteriormente en la modernidad- rompen el vínculo que hacía de ellas conjuntamente una doctrina de la vida buena y se independizan la una de la otra. Esa independencia alteró profundamente el modo de entender lo ético.
La Stoa y Kant son, en la antigüedad y en la era moderna respectivamente, las expresiones más claras de la nueva situación. A partir de entonces, la acción no se reconoce, en tanto que moral, atada a relaciones morales ni sostenida por ellas. Tampoco se entenderá ya como reproducción y modificación de esas relaciones, ni se podrá definir por la responsabilidad ante ellas. Para la acción moral, las relaciones políticas y económicas son naturales, es decir, algo exterior.
De ese modo, queda condenada a una completa ineficacia sobre la realidad y a replegarse sobre sí misma. La ética se convierte de ese modo en ética de la convicción. En ella, la bondad de las buenas acciones es solamente la buena voluntad del agente, al que las relaciones morales existentes -amistad, familia, colegio profesional, comunidad política, comunidad religiosa- no le proporcionan orientación adecuada. Eso sólo lo puede hacer la legislación ideal susceptible de representación. Adecuarse a ella constituye, desde ahora, la moralidad de una máxima individual de la acción.
Al final de la edad antigua se puede
apreciar ya este fenómeno. Parece que fue bajo condiciones de ese estilo como
se llegó a un tratamiento diferenciado de la motivación ética. Aristóteles
sigue considerando que el noble no es quien persigue dinero o placeres, sino
honor y reconocimiento de sus semejantes, todo lo contrario de la invitación
evangélica a no dejar que la mano derecha sepa lo que hace la izquierda. En el
fondo, el Estagirita es ya un pensador arcaizante, pues el propio Platón, para
realzar la pureza de la motivación moral, había concebido ya la idea del
crucificado que es totalmente justo y parece ser completamente injusto. ¿Se
puede decir que la vida de un hombre así se ha realizado plenamente? Para poder
responder afirmativamente, Platón tiene que ampliar la perspectiva más allá de
los límites de la muerte, de forma parecida a lo que hace Kant cuando habla del
bien
supremo. Pero entonces la vida lograda, la eudaimonia, deja de ser
el criterio para distinguir lo bueno y lo malo. Hemos de distinguirlos de algún
otro modo para unir posteriormente, digámoslo así, la vida lograda a las
condiciones de la bondad. ¿Sigue siendo una ética así, considerada
esencialmente, una teoría de la vida lograda? Toda ética que se orienta por ese
concepto se halla, desde Kant, bajo la sospecha de malograr desde el principio
lo específicamente moral. Para él, una ética eudemonista es una teoría
meramente instrumental que enseña cómo alcanzar un fin determinado, pero no si
está justificado en general querer un fin preciso y a qué precio. Una teoría semejante reduce, de hecho, toda culpa moral a mera falta cometida por error. Sin embargo, es evidente que no es esto lo que entendemos por culpa. ¿Qué razones habríamos de tener, en última instancia, para estar agradecidos a alguien, si todo cuanto hace fuera sólo medio para satisfacer su propia aspiración a la felicidad? De ahí que toda ética eudemonista sea -suele objetarse también- esencialmente egoísta, en tanto que los fenómenos específicamente éticos hay que buscarlos en un modo de obrar desde puntos de vista desinteresados. La eficacia de una perspectiva generosa, de una motivación desprendida, parece mostrarse de manera más patente cuando la acción altruista se opone a los propios intereses del agente. Leibniz definió el amor, en efecto, como alegría por la felicidad del otro, y la acción ética como la satisfacción de ese tipo de inclinación altruista.
Sin embargo, a Leibniz se le puede hacer
la objeción kantiana de que, de ese modo, o bien se hace depender lo ético de
la existencia, meramente contingente, de una inclinación determinada, o bien
hay que admitir algo así como el deber de fomentarla en cada uno. Si hay un
deber semejante, su fundamento no puede ser la propensión referida, y el deseo
de contar con una inclinación altruista no se puede interpretar como el
resultado de la predisposición a obrar de forma desprendida. Según Kant, ese
deseo ha de originarse en la razón práctica, no en la aspiración de cada uno a
la felicidad. Este argumento eudemonista se conserva sin cambios esenciales en algunas teorías morales recientes en las que, en lugar de la razón práctica kantiana -es decir, en lugar de la conciencia moral-, entra en escena el principio del acuerdo discursivo sobre la acción. La disposición a alcanzar ese entendimiento no se nos propone como medio para incrementar la propia felicidad, sino que se exige a todo ser racional como condición para reclamar justificadamente su propio derecho a ser feliz.
Reconocer el derecho de cada
cual a la felicidad exclusivamente como medio para satisfacer el nuestro
significa no entender en absoluto lo que significa la palabra reconocer.Texto completo en el enlace www.disc.ua.es/~gil/seleccion-de-articulos.pdf "Artículos filosóficos y teológicos. Capítulo 11. Páginas 131 a 145"
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