Muchos perciben la “dignidad del hombre” de una forma más sentimental que teórica, como algo vacío de contenido. ¿Qué piensa usted de esto?
Por dignidad entiendo el carácter del hombre como un incondicional fin en sí mismo. Apreciamos el valor o bien la irrelevancia que para nosotros tienen las cosas. Cada valor tiene su precio. El hombre, en cambio, no tiene precio, ya que él es valioso por sí mismo, esto es, él mismo constituye la condición o supuesto de cada valor. Esto es lo que hemos de respetar. Si considero a un hombre sólo bajo el aspecto de lo que sea para mí y de lo que puedo hacer con él, en ese caso no lo estoy considerando bajo el aspecto de que él mismo es alguien, que quiere algo y que quiere hacer algo. Este respeto incondicional hacia el hombre es lo que se preceptúa en el concepto de dignidad humana.
¿Ve usted en la dignidad del hombre asimismo el fundamento para una concepción universal de los derechos humanos, transversal a todas las culturas?
Pienso que los derechos humanos constituyen la única forma en la que la dignidad humana puede sobrevivir en una civilización científico-técnica. Por eso Europa y América –esto es, los continentes en los que ha surgido la civilización científico-técnica– tienen el derecho y el deber de exportar los derechos humanos fuera de sus fronteras.
A menudo hoy se dice que los derechos humanos son tan sólo una idea europea, y se reprocha como injusto “eurocentrismo” la pretensión de hacer felices con ellos a personas de orígenes culturales distintos.
Sobre esto yo diría: A una cultura arcaica, todavía encerrada en sí misma –que en realidad apenas ya existe– se le debe dejar en paz con nuestras ideas sobre los derechos humanos. Cada cultura posee su propia consideración de la dignidad humana. Pero allá donde exportemos nuestra civilización técnico-científica también habremos de exportar las ideas acerca de los derechos humanos. Los países que dentro de la ONU se oponen a la exportación europea de los derechos humanos importan, en cambio, con mucho gusto nuestra civilización técnico-científica. No obstante, no quieren importar a la vez el “antídoto”. Hemos de insistir en que una cosa no se puede recibir sin la otra.
¿Qué piensa usted sobre el argumento de que cada cultura posee su propia ética y no puede haber, por principio, una ética universalmente válida?
De ningún modo esto es así. Detrás de ese argumento se oculta una ilusión óptica. Las diferencias nos llaman la atención con más fuerza porque las similitudes se nos presentan como algo natural. Además, esas similitudes entre las convicciones éticas de las personas de diversa extracción cultural son precisamente mayores que las diferencias. En todas las culturas se percibe la idea de que existen deberes mutuos entre padres e hijos. En todas partes la palabra “agradecimiento” suscita aprobación; en todas partes se considera despreciable al avaricioso y se aprecia al generoso, así como se valora la valentía y la bondad y se menosprecia la envidia y la traición. Cuando se cuenta la historia del padre Maximilian Kolbe a los pigmeos australianos, éstos se sienten tan conmovidos como cualquier europeo. ¿Qué cabe deducir de esto? ¿Que tan sólo se trata de normas triviales? ¿Que esos comportamientos son puramente biológicos, o socialmente útiles? Quien arguye de esta manera no ha comprendido qué es la ética. La conducta ética es exactamente aquella que corresponde a la naturaleza del hombre, a su más profundo ser, y de ahí que le haga más humano.
Usted se ha descrito en alguna ocasión como “fundamentalista” de la dignidad del hombre. La palabra fundamentalismo es para usted un término sugestivo. ¿Por qué?
Encuentro que esa expresión se emplea con frecuencia de un modo inadecuado. Originariamente, la noción de “fundamentalismo” procede de un determinado movimiento protestante americano que sostenía, frente a la arbitrariedad del protestantismo liberal, que la Biblia debe ser tomada literalmente. Más tarde este concepto se politizó. Hoy en día se designan como fundamentalistas, por un lado, a los grupos terroristas –aquí radica la confusión– y de otra a personas que sencillamente están convencidas de algo. A las personas que poseen convicciones se les asocia a menudo con los terroristas.
¿Tener convicciones y ser terrorista no es meterlo todo en un mismo saco?
Exactamente. Por lo demás, una persona que carece de toda convicción es alguien en quien ordinariamente no confiamos. Si se dice de alguien: “Para éste nada es sagrado”, eso significa: ¡Cuidado! Si hay algo sagrado para alguien, eso quiere decir que hay cosas que según él no están a la libre disposición. La cuestión es: ¿Hemos de relativizar todas nuestras convicciones?
¿Hemos de ser igualmente intransigentes con la convicción de que la paz es deseable?
Nunca es necesario abandonar esa convicción, excepto en el caso de que alguien esté convencido de que se debe aniquilar o vejar a alguien por sus convicciones.
Es decir, ¿hay que aprender a convivir con el conflicto?
En cierto modo, sí. Si tengo la convicción de que la ablación femenina es algo malo, en ese caso consideraré falsa la convicción contraria, y la combatiré. ¡De lo contrario no podría considerar mi convicción como tal!
¿Cómo puede impedirse entonces que las convicciones se asocien con la intolerancia?
Una parte de mi convicción es precisamente esa: que no se puede forzar a otras personas en cuestiones de convicción. Las convicciones son teóricamente intolerantes. Sin embargo, la intolerancia teórica no implica una intolerancia práctica. Si le recomiendan a usted un medicamento que usted no quiere tomar, no le pueden obligar a tomarlo. Quien se lo recomienda, ciertamente puede tener la convicción añadida de que no debe obligar a tomarla a ninguna otra persona.
Por dignidad entiendo el carácter del hombre como un incondicional fin en sí mismo. Apreciamos el valor o bien la irrelevancia que para nosotros tienen las cosas. Cada valor tiene su precio. El hombre, en cambio, no tiene precio, ya que él es valioso por sí mismo, esto es, él mismo constituye la condición o supuesto de cada valor. Esto es lo que hemos de respetar. Si considero a un hombre sólo bajo el aspecto de lo que sea para mí y de lo que puedo hacer con él, en ese caso no lo estoy considerando bajo el aspecto de que él mismo es alguien, que quiere algo y que quiere hacer algo. Este respeto incondicional hacia el hombre es lo que se preceptúa en el concepto de dignidad humana.
¿Ve usted en la dignidad del hombre asimismo el fundamento para una concepción universal de los derechos humanos, transversal a todas las culturas?
Pienso que los derechos humanos constituyen la única forma en la que la dignidad humana puede sobrevivir en una civilización científico-técnica. Por eso Europa y América –esto es, los continentes en los que ha surgido la civilización científico-técnica– tienen el derecho y el deber de exportar los derechos humanos fuera de sus fronteras.
A menudo hoy se dice que los derechos humanos son tan sólo una idea europea, y se reprocha como injusto “eurocentrismo” la pretensión de hacer felices con ellos a personas de orígenes culturales distintos.
Sobre esto yo diría: A una cultura arcaica, todavía encerrada en sí misma –que en realidad apenas ya existe– se le debe dejar en paz con nuestras ideas sobre los derechos humanos. Cada cultura posee su propia consideración de la dignidad humana. Pero allá donde exportemos nuestra civilización técnico-científica también habremos de exportar las ideas acerca de los derechos humanos. Los países que dentro de la ONU se oponen a la exportación europea de los derechos humanos importan, en cambio, con mucho gusto nuestra civilización técnico-científica. No obstante, no quieren importar a la vez el “antídoto”. Hemos de insistir en que una cosa no se puede recibir sin la otra.
¿Qué piensa usted sobre el argumento de que cada cultura posee su propia ética y no puede haber, por principio, una ética universalmente válida?
De ningún modo esto es así. Detrás de ese argumento se oculta una ilusión óptica. Las diferencias nos llaman la atención con más fuerza porque las similitudes se nos presentan como algo natural. Además, esas similitudes entre las convicciones éticas de las personas de diversa extracción cultural son precisamente mayores que las diferencias. En todas las culturas se percibe la idea de que existen deberes mutuos entre padres e hijos. En todas partes la palabra “agradecimiento” suscita aprobación; en todas partes se considera despreciable al avaricioso y se aprecia al generoso, así como se valora la valentía y la bondad y se menosprecia la envidia y la traición. Cuando se cuenta la historia del padre Maximilian Kolbe a los pigmeos australianos, éstos se sienten tan conmovidos como cualquier europeo. ¿Qué cabe deducir de esto? ¿Que tan sólo se trata de normas triviales? ¿Que esos comportamientos son puramente biológicos, o socialmente útiles? Quien arguye de esta manera no ha comprendido qué es la ética. La conducta ética es exactamente aquella que corresponde a la naturaleza del hombre, a su más profundo ser, y de ahí que le haga más humano.
Usted se ha descrito en alguna ocasión como “fundamentalista” de la dignidad del hombre. La palabra fundamentalismo es para usted un término sugestivo. ¿Por qué?
Encuentro que esa expresión se emplea con frecuencia de un modo inadecuado. Originariamente, la noción de “fundamentalismo” procede de un determinado movimiento protestante americano que sostenía, frente a la arbitrariedad del protestantismo liberal, que la Biblia debe ser tomada literalmente. Más tarde este concepto se politizó. Hoy en día se designan como fundamentalistas, por un lado, a los grupos terroristas –aquí radica la confusión– y de otra a personas que sencillamente están convencidas de algo. A las personas que poseen convicciones se les asocia a menudo con los terroristas.
¿Tener convicciones y ser terrorista no es meterlo todo en un mismo saco?
Exactamente. Por lo demás, una persona que carece de toda convicción es alguien en quien ordinariamente no confiamos. Si se dice de alguien: “Para éste nada es sagrado”, eso significa: ¡Cuidado! Si hay algo sagrado para alguien, eso quiere decir que hay cosas que según él no están a la libre disposición. La cuestión es: ¿Hemos de relativizar todas nuestras convicciones?
¿Hemos de ser igualmente intransigentes con la convicción de que la paz es deseable?
Nunca es necesario abandonar esa convicción, excepto en el caso de que alguien esté convencido de que se debe aniquilar o vejar a alguien por sus convicciones.
Es decir, ¿hay que aprender a convivir con el conflicto?
En cierto modo, sí. Si tengo la convicción de que la ablación femenina es algo malo, en ese caso consideraré falsa la convicción contraria, y la combatiré. ¡De lo contrario no podría considerar mi convicción como tal!
¿Cómo puede impedirse entonces que las convicciones se asocien con la intolerancia?
Una parte de mi convicción es precisamente esa: que no se puede forzar a otras personas en cuestiones de convicción. Las convicciones son teóricamente intolerantes. Sin embargo, la intolerancia teórica no implica una intolerancia práctica. Si le recomiendan a usted un medicamento que usted no quiere tomar, no le pueden obligar a tomarlo. Quien se lo recomienda, ciertamente puede tener la convicción añadida de que no debe obligar a tomarla a ninguna otra persona.
Texto completo en el enlace https://www.interrogantes.net/robert-spaemann-ninguna-ciencia-puede-dar-razon-ultima-del-mundo/ (mal editada)
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