Andrej Sinjawski |
Nietzsche pensó en la muerte de Dios e ideó la noción del superhombre para llenar el vacío que aquélla dejó, como equivalente funcional de la idea de Dios. Como ha ocurrido con todas las utopías de la época moderna, la utopía del superhombre constituía el sucedáneo de la religión. Las utopías debían buscar en un mundo futuro lo que los hombres habían proyectado en el cielo hasta entonces, tal como preconizaban Feuerbach y Marx. El sentido de la actuación humana debería satisfacerse finalmente en un futuro terreno de la humanidad. El hombre no es digno de respeto «en su estado actual», según Marx; sólo el hombre del futuro lo será. Pero, ¿acaso ha de ser mejor el hombre tan sólo porque esté mejor? El futuro sería el opio del pueblo. Las utopías proyectan arbitrariamente en un futuro terreno indeterminado tan sólo un pálido reflejo de aquello que para el hombre creyente es presencia viva. Dios es presencia viviente. Y el futuro mundo de Dios proyecta su potente luz sobre la vida cotidiana del hombre en los tiempos cristianos, no sólo en Navidad y Pascua, así como tampoco únicamente en los domingos, si bien mucho más en esos días.
Ese resplandor debía penetrar suficientemente la cotidianeidad humana, arrancándola de la banalidad. Incluso hacía de la pobreza una «pobreza más noble», en palabras que empleó Juan XXIII para referirse a su infancia. La presencia del mundo divino en el humano asimismo significa que el trabajo, que todo lo que se hace de bueno y de bello, se justifica no sólo por sus ulteriores resultados, sino que tiene ya, aquí y ahora, un sentido, toda vez que «está realizado en Dios», tal como se dice en la Biblia. Mas tanto la fiesta como el trabajo constituyen elementos de la cultura humana, en la que lo festivo, por cierto, tiene preeminencia. Las fiestas recordaban siempre el sentido presente del todo.
Texto completo en español: http://www.dfists.ua.es/~gil/seleccion-de-articulos.pdf (artículo 5, páginas 43 a 51)
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