martes, 30 de agosto de 2016

Trascendencia y utopía

Fragmento de la conferencia pronunciada por Robert Spaemann en Roma con el título: La cultura europea y el nihilismo banal, o la unidad de mito, culto y ética, en noviembre del 1991, en el Simposio Presinodal sobre Cristianismo y Cultura. Traducción del alemán: José María Barrio Maestre.

La naturaleza del hombre, su humanidad, no es algo meramente natural; podría decirse que no brota espontáneamente «de la naturaleza», o de sí misma. Como decimos en alemán, los hombres tienen que «dirigir su vida». Ser hombre significa dar forma, conformar la propia vida. Esto se consigue solamente cuando la vida posee un contenido que sobrepasa la conservación de sí misma y la reproducción de la especie. Un contenido que supera al propio hombre. El hombre es un ser que se autotrasciende. Necesita algo por lo que merezca la pena vivir. El corazón vuelto hacia sí mismo, del que habla San Agustín (cor curvatum in se ipsum) ya no es humano en un sentido propio. Pues bien, lo que denominamos cultura es la caracterización de la vida de una comunidad por medio de tales contenidos que la estructuran y le dan un sentido.


Andrej Sinjawski
Todos esos contenidos son al fin y al cabo relativos. Lo que constituye el único objeto adecuado de la propia trascendencia lo denominamos Dios. Friedrich Nietzsche consideraba la idea cristiana del amor divino como la más elevada de la humanidad precedente, porque enseñó al hombre a dirigirse a algo que es más grande que él, y porque de esta manera el hombre aprendía a crecer asimilando lo otro-que-él. Solamente de ese modo el hombre se humaniza en sentido propio. En este sentido escribía Andrej Sinjawski, en relación con la situación degradante del gulag siberiano: «¡Ya basta de pensar tanto en el hombre! ¡Es hora ya de pensar en Dios!»

Nietzsche pensó en la muerte de Dios e ideó la noción del superhombre para llenar el vacío que aquélla dejó, como equivalente funcional de la idea de Dios. Como ha ocurrido con todas las utopías de la época moderna, la utopía del superhombre constituía el sucedáneo de la religión. Las utopías debían buscar en un mundo futuro lo que los hombres habían proyectado en el cielo hasta entonces, tal como preconizaban Feuerbach y Marx. El sentido de la actuación humana debería satisfacerse finalmente en un futuro terreno de la humanidad. El hombre no es digno de respeto «en su estado actual», según Marx; sólo el hombre del futuro lo será. Pero, ¿acaso ha de ser mejor el hombre tan sólo porque esté mejor? El futuro sería el opio del pueblo. Las utopías proyectan arbitrariamente en un futuro terreno indeterminado tan sólo un pálido reflejo de aquello que para el hombre creyente es presencia viva. Dios es presencia viviente. Y el futuro mundo de Dios proyecta su potente luz sobre la vida cotidiana del hombre en los tiempos cristianos, no sólo en Navidad y Pascua, así como tampoco únicamente en los domingos, si bien mucho más en esos días.

Ese resplandor debía penetrar suficientemente la cotidianeidad humana, arrancándola de la banalidad. Incluso hacía de la pobreza una «pobreza más noble», en palabras que empleó Juan XXIII para referirse a su infancia. La presencia del mundo divino en el humano asimismo significa que el trabajo, que todo lo que se hace de bueno y de bello, se justifica no sólo por sus ulteriores resultados, sino que tiene ya, aquí y ahora, un sentido, toda vez que «está realizado en Dios», tal como se dice en la Biblia. Mas tanto la fiesta como el trabajo constituyen elementos de la cultura humana, en la que lo festivo, por cierto, tiene preeminencia. Las fiestas recordaban siempre el sentido presente del todo.


Texto completo en español: http://www.dfists.ua.es/~gil/seleccion-de-articulos.pdf (artículo 5, páginas 43 a 51)

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