Si
el amor, entendido como amor
benevolentiae, consiste en que el otro se torne real para mí hay que
resolver una contradicción: yo sólo podría entender realmente al otro si me
transformara en el otro, pero entonces dejaría de ser yo.
Cuando
Emmanuel Lévinas (1) define la relación metafísica con el otro como «deseo», como désir, está expresando con ello esa
infinitud inalcanzable de la afirmación. Sólo en el supuesto de que ambos
fuéramos nada podría consumarse la identificación con el otro.
De
ese modo los dolores del otro seguirían siendo para mí menos reales que los
propios. Esto es precisamente lo que tenemos que sentir como culpa.
La
culpa de que aquí se trata no es originariamente moral, es decir, no es la
transgresión de un deber fundado en un derecho de otro, sino en las
limitaciones derivadas del ordo amoris como con secuencia de nuestra finitud
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Anaximandro |
La
razón no puede transformar la vida de modo absoluto. Sin centralidad no hay
vida. Tampoco hay vida que no lo sea a costa de otra vida. La intelección que
nos instruye de tal circunstancia está acompañada de pesar. Sobre todo, está
acompañada del deseo de que el comportamiento propio que suponga una carga para
los demás no nos convierta a sus ojos en meros objetos o en enemigos. Lo que
esperamos es perdón.
Hay
acciones de las que no nos arrepentimos, pero lamentamos que las circunstancias
hayan unido nuestra ventaja con el perjuicio de otro. Eso no precisaría
naturalmente que se nos perdonara, porque vemos que la cosa no puede ser de
otro modo, pero no podemos prescindir de que también el otro es razonable, pues
en tanto que el otro sea real para nosotros no podemos estar en paz con
nosotros mismos mientras no nos perdone nuestra limitación.

(1)
Emmanuel Lévinas propone en su texto Totalidad
e Infinito que la verdadera vida está ausente y que debido a que estamos en
el mundo, surge la metafísica o -deseo de trascendencia-, dirigida a esa otra
parte, hacia lo Otro denominado así en un sentido eminente. Afirma que esa
búsqueda de aquello insaciable, que nos mueve hacia lo Otro es el deseo
metafísico, deseo absoluto dado que el ser que desea es mortal y lo deseado es
invisible e infinito, por lo cual es una necesidad incolmable. Esta relación
metafísica es más evidente en la “idea de lo infinito”, que se presenta como deseo
que no se satisface, que se autosuscita desinteresadamente, en la bondad.
(www.observacionesfilosoficas.net/eticalevinas.html)
(2) El único fragmento de Anaximandro que ha
sobrevivido hasta nuestros días [Diels, H. – Kranz,
W., Die Fragmente der Vorsokratiker (DK),
3 vols., Weidmann, Berlin 1958, 12 B1] ha llegado hasta nosotros gracias
a Teofrasto, a quien citan Simplicio, Hipólito y el Pseudo Plutarco. La versión
de Simplicio es la más extensa y precisa. Versiones más breves se encuentran
también en Diógenes Laercio [DK 12 A 1] y Aecio [DK 12 A 14].
El
texto de Teofrasto, citado por Simplicio, dice lo siguiente:
De
entre los que dicen que es uno, moviente e infinito, Anaximandro, hijo de
Praxíades, un milesio, sucesor y discípulo de Tales, dijo que el principio y
elemento de las cosas existentes era el ápeiron
[indefinido o infinito], habiendo sido el primero en introducir este nombre de
principio material.
Dice
que éste no es ni el agua ni ninguno de los llamados elementos, sino alguna
otra naturaleza ápeiron de la que
nacen los cielos todos y los mundos dentro de ellos.
De
ellos les viene el nacimiento a las cosas existentes y en ellos se convierten,
al perecer, según la necesidad, pues se
pagan mutuamente pena y retribución por su injusticia según la disposición del
tiempo, describiéndolo así en términos bastante poéticos [traducción de
Kirk, C. S. – Raven, J. E. – Schofield, M., Los
Filósofos Presocráticos, 2 vol., Gredos, Madrid, 1987, pg. 169].
http://www.philosophica.info/voces/anaximandro/Anaximandro.html#DK
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