Los medios de comunicación suelen
mostrarnos diariamente con total realismo el destino de los hombres más
distantes de nosotros. El mundo se hace más pequeño. Lo alejado se acerca. Sin
embargo, este proceso provoca un efecto insensibilizador antes que solidario:
produce un sentimiento de impotencia.
Esta insensibilidad o resignación se presenta cuando el universalismo de la razón entra directamente en colisión con la particularidad y finitud de la vida individual sin formar la estructura de mediación del ordo amoris.
Desarrollar la estructura en cuestión es también una exigencia de la razón. Como seres racionales, sabemos que la realidad del otro forma un centro vital independiente. Como seres vivos finitos, este saber no se torna un saber vivo para nosotros, no tenemos vivencia de él. Estamos, en cierto modo, medio despiertos. Despertar del todo no puede significar que dejemos de ser individuos que sienten vivamente. Si dejáramos de serlo, se extinguiría por completo todo impulso a la solidaridad. Como seres en situación de duermevela, podemos querer despertarnos, pues, exclusivamente en el sentido de alcanzar, formando un ordo amoris, una vivencia de lo que sabemos.
Podemos colaborar según nuestras posibilidades en el perfeccionamiento de las estructuras políticas. Sin nivelar, hasta convertirla en indiferencia universal frente a todos, la distinción entre proximidad y lejanía, entre ciudadano y extranjero, el perfeccionamiento referido permite, no obstante, a todo hombre tener su patria en sentido pleno allí donde vive. Los derechos del hombre no son los derechos del ciudadano, aun cuando sea propio de todo hombre tener derechos ciudadanos en cualquier parte.
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