La
aceptación de la realidad del otro, el amor
benevolentiae, existe sólo como aceptación de su vida natural, es decir, de
su centralidad. El fundamento de esa aceptación sólo puede hallarse en que él
haya trascendido ya su propia centralidad.
La
potencia para una trascendencia como la referida se halla en la misma
centralidad viviente, la es objeto de la benevolencia. Podemos decir que la
forma y el contenido de la aceptación de los seres finitos no coinciden. De ahí
que dicha aceptación incluya siempre el momento del perdón: de perdón por el
hecho de que nadie cumpla lo que su ser promete.
En
todo hay un resplandor prestado. Mas precisamente por eso el perdón en cuestión
es también aceptación, pues la naturaleza finita que tenemos que perdonar es al
mismo tiempo el ser de aquél a quien se dirige el perdón, es decir, el
fundamento de su autotrascendencia.
En
esa autotrascendencia consiste el esplendor por cuya causa amamos con
benevolencia a un ente. En sentido fundamental, premoral, perdón significa
hacer justicia y respetar su dignidad sólo cuando no lo tomamos completamente
en serio, ya que eso significaría destruirlo, pues ser tomado perfectamente en
serio es algo que exige demasiado de nosotros.
Nadie
está completamente despierto. Naturalidad es inconsciencia. Es ontológico ese
perdón porque su objeto es nuestro ser: el ser como somos.
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