Fundamento de la identidad moral
del hombre es toda relación incondicionada, que es siempre simbólica. Por eso,
toda acción moral es ritual, es decir, no está ordenada racionalmente a fines; es una representación de la benevolencia que rompe su universalidad.
De ordinario nadie da sin recibir
algo a cambio: tiempo, fuerza, atención o bienes materiales, pero esta
condición puede ignorarse por el culto a la pura espontaneidad, cuando alguien vuelca voluntariamente en un ser toda la
benevolencia de que es capaz. Dicho ser absorbe en el individuo la
inconmensurabilidad, transformándose en símbolo absoluto, es decir no es
relativizado ni en atención a los intereses de un tercero, ni como consecuencia
de los efectos secundarios previsibles, ni debido al carácter preferencial
propio de las acciones.
Esta benevolencia exclusiva no es
aquel despertar a la realidad conforme al cual se entiende el amor
benevolentiae. La arbitrariedad subjetiva en la elección del objeto de ese
amor hace que el otro no sea
representación de lo incondicionado, sino un sustituto, se tematiza como
objeto de la inclinación. No reside en último término en el otro la razón de esa
entrega, sino en el propio individuo, de otro modo no sería un motivo para
abstraer a todos los demás, que comparten con el otro la inconmensurabilidad de su
propia identidad.