
Todos estos paradigmas reposan sobre una circunstancia fundamental: la constitución teleológica de la vida, para la que siempre hay algo en juego, y la indigencia de la vida, que se halla amenazada permanentemente por la posibilidad de malograr su telos, y que no dispone por sí sola de los medios para asegurar su propia autoconservación y el logro de sus fines esenciales. De ahí que benevolencia signifique, sobre todo, la disposición a acudir en socorro de la vida amenazada. (1)

Se puede considerar que esta ayuda se puede producir de forma instintiva, como analogía del propio instinto de conservación, sin embargo, el instinto no expresa benevolencia, porque en esta situación no se ha abandonado la centralidad. Por ello, la ayuda no puede sustituir la propia realización, sino que la ha de hacer posible. Sin embargo, la disposición a ayudar puede ser un motivo para despertar a la realidad. La importancia, el significado, que puede tener mi vida para el otro puede ser un motivo para tomarme en serio.

Muchas veces, el hecho de tener que hacer algo por
los demás nos estimula a hacerlo con más perfección. Sin embargo, sólo a través
de la reflexión se revela el verdadero motivo de nuestra voluntad.
Toda acción específicamente moral se distingue tanto de la condición inmediata de la manifestación espontánea de la vida como de la acción técnica o artística. El verdadero querer no se identifica con el fin inmediato del instinto (3).
Toda acción específicamente moral se distingue tanto de la condición inmediata de la manifestación espontánea de la vida como de la acción técnica o artística. El verdadero querer no se identifica con el fin inmediato del instinto (3).
(1) Ver Robert
Spaemann, Felicidad y benevolencia, obra citada, Benevolencia, III, páginas
161-162.
(2) Ver Robert
Spaemann, Felicidad y benevolencia, página 162.
(3) Ver Robert Spaemann, Felicidad
y benevolencia, páginas 162 i 163.
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