En la benevolencia se manifiesta la constitución
teleológica de la vida humana. Las acciones tienen una finalidad rectora que va
más allá del efecto inmediato que producen. Es un motivo sin ningún valor y,
por ello, es lo absolutamente real. Se puede hablar así de un fin último que se
constituye como fundamento de toda realización. La manifestación del fundamento
es el despertar a la realidad (1).
La benevolencia supone la percepción del ser. Si la ética debe tratar sobre lo que procede al ser humano, su fundamento debe radicar en su realidad más íntima, el ser. Pero este ser no debe ser contemplado como objetualidad, como lo entendía Emmanuel Lévinas, sino como identidad, aquello que está más allá de cualquier objetualidad. En virtud de la intuición de la identidad, la ética y la metafísica son interdependientes. (2)
La benevolencia precede y sustenta todo imperativo moral. No es una opción sin fundamento, sino el resultado inmediato de una percepción: de la percepción de la realidad como identidad. Quien tiene esa percepción se halla en una situación paradójica característica. Por un lado, entiende que el fundamento de esa su percepción no es él mismo. Parece más bien como si estuviera precedida por algo semejante a una resolución moral, aun cuando toda percepción moral sólo pueda fundarse en esa percepción. Por otro lado, es característico del despertar considerar que es uno mismo el que tiene la culpa de no haber percibido hasta ahora.
Percibir la realidad de lo real no es sólo un asunto nuestro, sino también una exigencia que se nos hace y de cuya satisfacción somos responsables. Nuestras acciones son correctas o falsas según que respondan o no a esa responsabilidad (3).
(1) Ver Robert
Spaemann, Felicidad y benevolencia, obra citada, Benevolencia, I, páginas
147-148.
(2) Ver Robert
Spaemann, Felicidad y benevolencia, Prólogo, páginas 27-28.
(3) Ver Robert Spaemann, Felicidad
y benevolencia, Responsabilidad, I, páginas 252 i 253.
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