La benevolencia no es ni función del instinto ni de
la autoconservación o de la conservación de la especie, pues lo propio de ella
es relativizar ambas cosas: es tan universal como el horizonte que abre.
La benevolencia vale para todo ente como algo único e inconmensurable. Sin embargo, en el momento mismo de empezar a obrar, el benevolente debe, como ser finito, producir conmensurabilidad y relativizar aquello con lo que se encuentra, pues como agente es esencialmente infinito.
La benevolencia vale para todo ente como algo único e inconmensurable. Sin embargo, en el momento mismo de empezar a obrar, el benevolente debe, como ser finito, producir conmensurabilidad y relativizar aquello con lo que se encuentra, pues como agente es esencialmente infinito.
El obrar es selectivo. El agente debe someter a sus «puntos de vista» todo aquello con lo que se encuentra: no lo deja ser, sino que se interfiere en ello y lo transforma bajo perspectivas finitas y con consecuencias también finitas. El agente ordena unas cosas al servicio de otras, distingue ciertas consecuencias como fines y reduce las demás a la condición de consecuencias complementarias o costes.
La universalidad de la benevolencia es, en principio, solamente contemplativa, no activa. Siempre que la universalidad de la benevolencia sea meramente abstracta, es decir, se refiera a «todos los hombres», no existe propiamente nadie para quien la benevolencia fundamental tenga un valor efectivo. De ahí se sigue que el amor -el amor benevolentiae- no se transforma en algo verdaderamente real. Mientras permanezca siendo general, la opción fundamental, la buena voluntad es meramente abstracta, y cuando se transforma en algo concreto deja de ser lo que en sí mismo era. (1)
El choque entre la apertura al infinito, a la que nos lleva la benevolencia, con las limitaciones propias de finitud del ser humano abre el camino a tratar del ordo amoris como aplicación práctica de la benevolencia.
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